– Va a la universidad -dijo Serge -. Pero sigue trabajando un poco. Creo que esta noche trabajará.
– ¿Y qué me dices de la otra amiga que tienes? La rubia que te recogió en la comisaría aquella noche. ¿Sigues con ella?
– ¿Paula? Más o menos.
– Apuesto a que quiere casarse contigo, ¿verdad? Eso es lo que quieren todas estas rameras. Te aconsejo que no lo hagas. Ahora posees la vida, muchacho. No cometas la tontería de cambiar.
Serge nunca podía dominar los latidos de su corazón cuando se encontraba cerca de ella y eso es lo que más le molestaba. Cuando aparcó el coche junto al bordillo y entró en el restaurante momentos antes de que el señor Rosales pusiera el letrero de cerrado, el corazón empezó a galoparle y el señor Rosales les hizo un movimiento con su cabeza gris y les señaló un reservado. Había pensado durante varios meses que el señor Rosales había adivinado lo que había entre él y Mariana pero no advirtió ninguna señal y, al final, pensó que únicamente se trataba de los restos de su conciencia hecha jirones agitándose al cálido viento de su pasión. Había decidido no verse con ella más de una vez por semana, a veces menos todavía, y siempre la acompañaba a casa temprano y simulaba una perfecta inocencia aunque acabaran de pasar juntos varias horas en la pequeña habitación de un motel que la empresa del mismo reservaba para los policías de Hollenbeck, quienes sólo tenían que exhibir la placa en lugar de pagar. Pensó al principio que no duraría mucho tiempo y que pronto se produciría el melodrama inevitable y ella gemiría y lloraría diciéndole que aquella situación en un motel barato no podía proseguir y sus lágrimas destruirían el placer -pero todavía no había sucedido. Cuando le hacía el amor a Mariana, siempre era lo mismo y, al parecer, ella experimentaba también la misma sensación. Nunca se había quejado y ninguno de los dos hizo nunca ninguna promesa. Se alegraba de que fuera así y, sin embargo, esperaba ansiosamente que se produjera el melodrama. Era inevitable que se produjera.
Y hacerle el amor a Mariana era algo que había que analizar, pensó, pero hasta ahora no había conseguido comprender cómo era posible que ella lo hiciera todo tan distinto. No se trataba simplemente del hecho de haber sido él el primero, porque había sentido lo mismo con la pequeña hija de ojos oscuros del bracero cuando tenía quince años; ya no había sido el primero para ella y, a veces, ni siquiera era el primero de la noche. No era simplemente por haber sido el primero, era que cada vez se sentía purificado al terminar. El calor de ella le quemaba desde dentro y advertía una sensación de paz. Ella le abría los poros y le eliminaba las impurezas. Ésta era la razón de que siempre regresara a ella, a pesar de que resultaba muy difícil igualar en condiciones de inferioridad la habilidad sexual de Paula que sospechaba que había otra chica y exigía de el cada vez más, por lo que el ultimátum tampoco tardaría en llegar. Paula casi había estallado a llorar dos noche antes cuando ambos se encontraban contemplando una estúpida película de la televisión y el hizo un comentario acerca de la vieja solterona que perseguía sin éxito a un corredor de bolsa gordo que no conseguía librarse del dominio de su autoritaria esposa.
– ¡Ten un poco de compasión! -casi le gritó ella al burlarse él de la infeliz mujer-. ¿No tienes piedad? Está terriblemente asustada de la soledad. Necesita amor, maldita sea. ¿No ves que no tiene amor?
Decidió a partir de aquel momento ser muy prudente con lo que dijera porque el final estaba cerca. Tendría que decidir si casarse con Paula o no. Y si no lo hacía, pensó que probablemente jamás se casaría porque las perspectivas jamás volverían a ser tan buenas.
Pensaba en todo esto mientras esperaban que saliera Mariana de la cocina a preguntarles qué deseaban, pero ella no apareció. Se acercó a la mesa el mismo señor Rosales con el café y un bloc y Serge le dijo:
– ¿Dónde está ella? -y le miró fijamente pero no observó nada en los ojos ni en la expresión del propietario que le contestó:
– He pensado que era mejor que estudiara esta noche. Le he dicho que se quedara en casa estudiando. Progresa tanto en los estudios. No quiero que se canse ni que se moleste por exceso de trabajo o cualquier otra cosa.
Miró a Serge al decir "cualquier otra cosa" pero no fue una mirada maliciosa; de todos modos, Serge comprendió ahora que el viejo sabía cómo estaban las cosas porque, al fin y al cabo, cualquier persona con un poco de inteligencia hubiera comprendido que no salía con ella varias veces al mes simplemente para tomarle la mano. Dios mío, él tenía casi veintinueve años y ella sólo tenía veinte. ¿Qué otra cosa podía esperarse?
Serge comió de mala gana y Blackburn, como de costumbre, devoró todo lo que estaba a la vista y, sin hacerse rogar, se terminó casi todo lo que Serge no se comió.
– ¿Preocupado por los desórdenes? -preguntó Blackburn-. No te lo reprocho. Me pone un poco nervioso pensar que puedan hacer aquí lo que hicieron en el Este.
– Aquí nunca será igual -dijo Serge -. No toleraremos toda esta basura como lo hicieron en el Este.
– Sí, somos el mejor Departamento del país -dijo Blackburn-. Eso dicen los informes de prensa. Pero quiero saber cómo podrán enfrentarse unos pocos cientos de trajes azules con un océano de negros.
– No será así, estoy seguro de que no.
Aquella noche todos fueron retenidos más allá del horario del turno en Hollenbeck. Pero a las tres de la madrugada les permitieron marcharse. Blackburn se limitó a encogerse de hombros cuando Serge le dijo que evidentemente todo se había tranquilizado y que al día siguiente la situación se habría normalizado.
Sin embargo, las cosas no se normalizaron el jueves y a las siete y cinco de la tarde volvió a concentrarse una muchedumbre de dos mil personas en la esquina de la Ciento Dieciséis y Avalon y las unidades de Central, Universidad, Newton y Hollenbeck fueron enviadas urgentemente al lugar de los disturbios. A las diez de la noche, Serge y Blackburn dejaron de patrullar y permanecieron sentados en el aparcamiento de la comisaría escuchando la radio de la policía tal como estaban haciendo cuatro oficiales uniformados que estaban disponiéndose a salir hacia la zona de Watts.
En el cruce entre la carretera sobreelevada Imperial y Parmelee se efectuaron disparos contra un vehículo de la policía y una hora más tarde Serge escuchó que a un sargento se le negaba el permiso de utilización de gases lacrimógenos.
– Creo que se imaginan que el sargento no sabe lo que está sucediendo por ahí -dijo Blackburn -. Creo que suponen que debiera hablarles en lugar de utilizar gases contra ellos.
Pocas horas después de media noche se les confirmó de nuevo que no serían enviados a Watts y Serge y Blackburn pudieron retirarse. Serge había llamado a Mariana al restaurante a las diez y media y ella había accedido a encontrarse con él frente a la casa de Rosales a la hora que él pudiera. Ella solía estudiar hasta bien entrada la madrugada y Serge acudía allí cuando la familia Rosales ya dormía. Aparcaba al otro lado de la calle a la sombra de un olmo y ella se acercaba al coche y siempre era mejor que lo que él recordaba. Parecía como si no pudiera retener en la imaginación aquellos momentos. Los momentos transcurridos con Mariana. No podía recordar la catarsis de su amor. Sólo podía recordar que era como bañarse en una piscina caliente en la oscuridad y se sentía vivificado y nunca, en ningún momento, pensó que ello pudiera resultar perjudicial para él. Para ella no sabía.
Casi no se detuvo porque eran las dos y cuarto pero la luz estaba encendida y se detuvo sabiendo que, si estaba despierta, le oiría. AI cabo de un momento, la vio salir de puntillas de la puerta principal vestida con una suave bata azul y el fino camisón color de rosa que él conocía tan bien a pesar de no haberlo visto nunca a la luz. Pero conocía su tacto y experimentó sequedad en la boca al abrirle la portezuela.
– Pensaba que no ibas a venir -dijo ella al dejarla de besar él un momento.