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– Tenía que venir. Sabes que no puedo estar mucho tiempo alejado.

– A mí me sucede lo mismo, Sergio, pero espera. ¡Espera!- le dijo ella apartándole las manos.

– ¿Qué pasa, palomita?

– Tendríamos que hablar, Sergio. Hace exactamente un año que fuimos a la montaña y yo vi el primer lago, ¿Recuerdas?

"Ya está", pensó él casi triunfalmente. Sabía que iba a llegar. Y a pesar de que temía los lloros, se alegraba de que al final terminara. La espera.

– Recuerdo la montaña y el lago.

– No me arrepiento de nada, Sergio. Debes saberlo.

– ¿Entonces? -preguntó él encendiendo un cigarrillo y disponiéndose a ser testigo de una escena embarazosa.

"Después vendrá Paula -pensó -. Después de Mariana."

– Es mejor que lo dejemos ahora que ambos sentimos el uno por el otro lo que sentimos.

– No estarás embarazada, ¿verdad? -dijo Serge de repente, al ocurrírsele que eso era lo que ella se disponía a decirle.

– Pobre Sergio -dijo ella sonriendo tristemente -, no, querido, no lo estoy. Me he aprendido bien todos los métodos de prevención aunque me avergüenzan. Pobre Sergio. ¿Y qué si lo estuviera? ¿Crees que me marcharía con tu niño en el estómago? ¿A Guadalajara quizás? ¿Y vivir mi pobre vida criando a tu hijo y anhelando únicamente tus brazos? Te lo dije antes, Sergio, lees demasiados libros. Tengo que vivir mi vida. Es tan importante para mí como para ti la tuya.

– ¿Qué demonios es eso? ¿Hacia dónde vas?

No podía verle los ojos en la oscuridad y todo aquello no le gustaba. Jamás le había hablado así y se sentía acobardado. Deseaba encender la luz para asegurarse de que era ella.

– Es inútil que finja que me resulta fácil dejarte, Sergio. No puedo fingir que no te quiero lo suficiente como para vivir así. Pero no sería para siempre. Más pronto o más tarde, te casarías con otra y, por favor, no me digas que no hay otra.

– No, pero…

– Por favor, Sergio, déjame terminar. Si puedes estar más satisfecho casándote con la otra, hazlo. Haz algo, Sergio. Averigua lo que debes hacer. Y te digo una cosa: si averiguas que deseas compartir la clase de vida que yo llevo, entonces vuelve a esta casa. Ven un domingo por la tarde tal como hiciste la primera vez que fuimos al lago de la montaña. Y dile al señor Rosales lo que desees decirme a mí porque él es mi padre aquí. Si él lo aprueba, entonces ven a mí y dímelo. Y entonces se anunciará en la iglesia y no nos tocaremos el uno al otro hasta la noche de bodas. Y me casaré contigo con traje blanco, Sergio. Poro no te esperaré siempre.

Serge fue a encender la luz pero ella le agarró la mano. Al acercarse desesperadamente a ella, ella le apartó.

– ¿Por qué me hablas con esta voz tan extraña? Por Dios, Mariana, ¿qué he hecho yo?

– Nada, Sergio. No has hecho absolutamente nada. Pero ha durado un año. Yo antes era católica. Pero desde que nos amamos no me he confesado ni he comulgado.

– Conque es eso -dijo él moviendo la cabeza-. La maldita religión te ha confundido. ¿Te parece pecaminoso que nos hagamos el amor? ¿Es eso?

– No es eso simplemente, Sergio, pero en parte sí. Fui a confesarme el sábado pasado. Vuelvo a ser hija de Dios. Pero no es eso simplemente. Te quiero, Sergio, pero sólo en el caso de que seas un hombre entero. Quiero a Sergio Durán, a un hombre completo. ¿Lo entiendes?

– Mariana -dijo él advirtiendo una profunda sensación de frustración.

Pero cuando fue a acercarse, ella abrió la portezuela y corrió descalza cruzando la calle-. ¡Mariana!

– No debes volver nunca, Sergio -le susurró ella quebrándosele la voz por un momento-a no ser que vuelvas tal como te he dicho.

Miró a través de la oscuridad y la vio un momento de pie y erguida con la bata larga azul agitándose alrededor de sus tobillos. Mantenía la barbilla levantada como siempre y él advirtió que el dolor de su pecho se intensificaba y pensó durante un horrible momento que le estaban partiendo en dos pedazos y que sólo una parte de él permanecía sentada y silenciosa ante aquella aparición espectral que había creído conocer y comprender.

– Y si vienes, vestiré de blanco. ¿Me oyes? ¡Vestiré de blanco, Sergio!

El viernes trece de agosto a Serge le despertó al mediodía el sargento Latham que le gritó algo al teléfono míentras él se incorporaba en la cama e intentaba poner en marcha el cerebro.

– ¿Estás despierto, Serge? -preguntó Latham.

– Sí, sí -dijo él finalmente -. Ahora sí. ¿Qué demonios ha dicho?

– He dicho que tienes que venir inmediatamente. Todos los oficiales de la sección de menores tienen que acudir a la comisaría de la calle Setenta y Siete. ¿Tienes uniforme?

– Sí, creo que sí. Lo tengo por algún sitio.

– ¿Estás seguro de que estás despierto?

– Sí, estoy despierto.

– Muy bien, quítale las bolas de naftalina al traje azul y póntelo. Toma la porra, la linterna y el casco. No te pongas corbata y no te molestes en traer el gorro. Vas a combatir, muchacho.

– ¿Qué sucede ahora? -preguntó Serge mientras empezaban a acelerársele los latidos del corazón.

– Malo. Muy malo. Dirígete inmediatamente a la Setenta y Siete. Yo también iré en cuanto haya conseguido enviar a todos nuestros hombres.

Serge maldijo al cortarse la cara dos veces mientras se afeitaba. Sus ojos castaño claro aparecían acuosos y los iris estaban atrapados como por una tela de araña escarlata. El dentífrico y el colutorio no consiguieron eliminar de su boca el desagradable sabor que había dejado en ella el cuartillo de whisky. Había estado leyendo y bebiendo hasta una hora después de haber amanecido tras haberle dejado Mariana balbuciente en la oscuridad y todavía no había tenido tiempo de recapacitar acerca de todo ello. ¿Cómo podía haber estado tan equivocado con respecto a su palomita que, en realidad, era un halcón de caza, fuerte e independiente? ¿Qué era él, el depredador o la presa? Ella no le necesitaba tal como él se había gozosamente imaginado. ¿Cuándo demonios comprendería a alguien o algo? Y ahora, con un dolor de cabeza que le hacía estallar el cerebro y un estómago retorcido por la ansiedad y empapado de alcohol y quizás dos horas de sueño, se iba no sabía a dónde, donde quizás necesitara toda la fuerza física y la prontitud mental para salvar el pellejo.

Cuando cesara aquella locura de las calles y las cosas volvieran a la normalidad, se casaría con Paula, pensó. Aceptaría toda la dote que el padre de ella le ofreciera, sería hogareño y viviría lo más cómodamente posible. Se apartaría de Mariana porque en ella sólo le habían atraído la juventud y la virginidad tal como hubieran atraído a cualquier otro hedonista razonablemente degenerado. Ahora comprendía que haberse complacido en todo ello resultaba estúpidamente romántico porque, al parecer, ella había recibido más que él. Dudó que ella se sintiera tan triste como él en aquellos momentos y de repente pensó "que me disparen un tiro, que algún hijo de perra negro me dispare un tiro. No puedo encontrar la paz. Tal vez no exista. Tal vez sólo exista en los libros".

Serge descubrió que no podía abrocharse el Sam Browne y tuvo que dejar otro ojal. Había estado bebiendo más últimamente y tampoco había jugado demasiado al balonmano desde que trataba a dos mujeres. La cintura de los pantalones azules de lana también le costó de abrochar y tuvo que contraer hacia adentro el estómago para abrochar los dos botones. Estaba todavía bastante delgado con el pesado uniforme ajustado de lana, pensó, y decidió concentrarse en trivialidades tales como su creciente estómago porque no podía permitirse en aquel momento ser víctima de un acceso de depresión. Iba a meterse en algo con lo que a ningún policía de la ciudad se le había pedido jamás que se enfrentara y era posible que cualquier fanático diera cumplimiento a su deseo de muerte. Se conocía lo suficientemente bien para saber que temía rotundamente morir por lo que probablemente no lo deseaba en realidad.