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Al hacerse cargo del volante, Serge miró el reloj y vio que eran las seis menos diez de la tarde. El sol estaba todavía lo suficientemente alto como para intensificar el calor que se cernía sobre la ciudad procedente de los incendios que les rodeaban por el Sur y el Este, que Peters había evitado. Grupos de negros sin rumbo, integrados por hombres, mujeres y niños, gritaban, se burlaban y alborotaban a su paso. Era inútil, pensó Serge, intentar responder a las llamadas de la radio repetidas constantemente por las balbucientes locutoras de Comunicaciones, algunas de las cuales estaban ahogadas por los sollozos y eran imposibles de entender.

Resultaba evidente que la mayoría de los disturbios se estaban registrando en la zona de Watts y Serge se dirigió hacia la Cien y la Tercera experimentando una imperiosa necesidad de restablecer un poco el orden. Jamás había pensado que pudiera ser un dirigente pero si pudiera reunir a algunos hombres maleables como Jenkins que parecía dispuesto a obedecer y como Peters que también se sometería a la valentía de otros, Serge comprendía que podría hacer algo. Alguien tenía que hacer algo. A cada cinco minutos más o menos se cruzaban con otro vehículo de la policía avanzando velozmente tripulado por tres oficiales con casco quee parecían tan asombrados y desorganizados como ellos. Si no conseguían dominarles pronto, no podrían detenerles, pensó Serge. Avanzó hacia el Sur por la avenida Central y al Este hacia la subcomisaría de Watts donde se encontró con lo que anhelaba más de lo que nunca hubiera anhelado a una mujer: apariencia de orden.

– Reunámonos con este grupo -dijo Serge señalando a un equipo de diez hombres que se arremolinaban frente a la entrada de un hotel a dos casas más allá de la comisaría.

Serge vio que había un sargento hablando con ellos y el estómago se le relajó un poco. Ahora ya podía abandonar la idea de constituir un grupo de hombres que había pensado llevar a la práctica en un alarde de valentía porque, maldita sea, alguien tenía que hacer algo. Había un sargento y él podría obedecerle. Estaba contento.

– ¿Necesita ayuda? -preguntó Jenkins mientras se acercaban al grupo.

El sargento se volvió y Serge advirtió una herida de unos cinco centímetros en su pómulo izquierdo, cubierta de polvo y sangre coagulada, pero en sus ojos no había miedo. Llevaba las mangas arremangadas hasta el codo dejando al descubierto unos poderosos antebrazos y, mirándole más de cerca, Serge descubrió furia en los verdes ojos del sargento. Daba la sensación de poder hacer algo.

– ¿Veis lo que ha quedado de aquellas tiendas de la parte Sur? -dijo el sargento cuya voz estaba afónica, pensó Serge, de tanto gritar órdenes ante la arremetida de aquel huracán negro que debía ser contenido-. ¿Veis aquellas malditas tiendas que no están ardiendo? -repitió el sargento. Pues están llenas de alborotadores. Pasé por delante y perdí todas las malditas ventanillas del coche antes de llegar a la avenida Compton. Creo que debe haber como unos sesenta alborotadores o más en aquellas malditas tres tiendas del Sur y supongo que debe haber unos cien en la parte de atrás porque echaron abajo las paredes de atrás mediante un camión y lo están saqueando todo.

– ¿Y qué demonios podemos hacer nosotros? -preguntó Peters mientras Serge contemplaba cómo ardía un edificio de la zona Norte a tres manzanas de distancia mientras los bomberos esperaban cerca de la comisaría sin poder acercarse al parecer por miedo a los francotiradores.

– Yo no le ordeno a nadie que haga nada -dijo el sargento y Serge vio que era muy mayor de lo que le había parecido al principio, pero tenía miedo y era un sargento-. Si queréis venir conmigo, vamos a aquellas tiendas y despejémoslas. Hoy nadie les ha plantado cara a estos hijos de perra. Os digo que nadie so ha enfrentado con ellos. Han hecho lo que han querido.

– Es posible que la proporción allí dentro sea de diez contra uno -dijo Peters y a Serge se le contrajo el estómago y lo encogió deliberadamente.

– Bien, yo voy -dijo el sargento -. Vosotros haced lo que queráis.

Le siguieron sumisamente, incluso Peters, y el sargento echó a andar pero pronto empezaron a trotar y hubieran corrido ciegamente si el sargento lo hubiera hecho pero éste era lo suficientemente listo como para conservar un paso razonablemente ordenado y rápido con el fin de no gastar energía. Se acercaron a las tiendas y observaron que una docena de alborotadores pugnaba por cargar con pesados objetos a través de los escaparates rotos sin advertir su presencia.

El sargento descargó la porra sobre uno de los alborotadores y los demás le observaron unos instantes mientras penetraba en el escaparate propinando un puntapié a un sudoroso joven sin camisa que trataba de cargar con una cama grande, con cabecera y todo, ayudado por otro muchacho. Llegaron entonces los otros diez policías y empezaron a descargar porrazos y a gritar. Al ser arrojado al suelo cuajado de vidrios de la tienda, por un enorme mulato con una camiseta ensangrentada, Serge vio acercarse desde el fondo de la tienda a unos diez hombres arrojando botellas y, tendido sobre los vidrios rotos que le estaban hiriendo las manos, se preguntó cuántas botellas de bebidas alcohólicas debían constituir el poderoso arsenal de proyectiles de que parecían disponer todos los negros de Watts. En aquel momento de locura, se le ocurrió pensar que los mexicanos no beben tanto y que en Hollenbeck no podría haber tantas botellas esparcidas. Se produjo un disparo y el negro que ya se había levantado echó a correr y Jenkins, empuñando la escopeta, hizo cuatro disparos en dirección a la parte de atrás de la tienda. Al levantar los ojos, ensordecido por las explosiones que se habían producido a unos treinta centímetros de sus oídos, Serge advirtió la presencia de los refuerzos negros, los diez tendidos sobre el suelo, pero entonces se levantó uno, después otro y otro y, en pocos segundos, nueve de ellos cruzaron corriendo el devastado aparcamiento. Los alborotado; es de la calle estaban gritando, soltaban el botín y echaban a correr.

– Debo haber disparado alto -dijo Jenkins y Serge vio la huella del proyectil a algo más de dos metros de altura en la pared posterior. Oyeron gritos y vieron a un canoso negro desdentado y agarrándose el tobillo que le sangraba profundamente. Intentó levantarse, cayó y se derrumbó junto a una cama grande dorada. Se arrastró debajo de la misma y encogió las piernas.

– Se han marchado -dijo el sargento asombrado -. ¡Hace un momento se estaban acercando a nosotros como hormigas y ahora se han marchado!

– Yo no quería disparar -dijo Jenkins -. Pero uno de ellos disparó primero. Vi el resplandor y lo escuché. Y disparé para contestarle.

– No te preocupes -dijo el sargento-. ¡Maldita sea! Se han marchado. ¿Por qué demonios no empezaríamos a disparar dos noches antes? ¡Maldita sea! ¡Da buen resultado!

Diez minutos más tarde, se dirigían al Hospital General y los gemidos del negro le estaban atacando los nervios a Serge. Miró a Peters sentado junto a la portezuela del coche con el casco sobre el asiento y el ralo cabello pegajoso de sudor observando la radio que había aumentado de intensidad mientras se dirigían velozmente hacia el Norte por la carretera de Harbor. El cielo aparecía ahora oscuro en tres direcciones porque los incendios se estaban extendiendo hacia el Norte.

– Llegaremos enseguida -dijo Serge -. ¿No puede dejar de quejarse un poco?

– Me duele -dijo el viejo que movía y se estrujaba la rodilla a unos dieciséis centímetros de la húmeda herida que parecía que Jenkins no deseaba mirar.

– Llegaremos enseguida -dijo Serge y se alegró de que hubiera sido Jenkins quien hubiera disparado porque Jenkins era su compañero y ahora le retendrían en la sección de la policía del Hospital General y ello significaba que tendrían que estar alejados de las calles una o dos horas. Experimentó la necesidad de escapar y de ordenar sus pensamientos que habían empezado a preocuparle porque la furia ciega hubiera podido matarle allí afuera.