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– Debe haberle alcanzado un perdigón -dijo Peters lentamente-. Cinco cartuchos. Sesenta perdigones grandes y un alborotador es alcanzado en el tobillo por un perdigón pequeño. Pero apuesto a que, antes de que termine la noche, algún policía recibirá un tiro desde ciento cincuenta metros de distancia disparado por algún cerdo que jamas haya empuñado un arma de fuego. Algún policía se la cargará esta noche. Y quizás mas de uno.

"¿Cómo he podido engañarme con éste? -pensó Serge -, necesitaba dos compañeros fuertes y mira qué tengo."

Jenkins sostuvo al anciano por el codo mientras éste entraba cojeando en el hospital y subía al ascensor que conducía a la sección de la prisión. Tras registrar al prisionero, se detuvieron en la sección de curas de urgencia donde a Serge la curaron las manos y, tras habérselas lavado, advirtió que los cortes eran muy superficiales y que eran suficientes unos cuantos esparadrapos. A las nueve bajaban de nuevo hacia el Sur por la carretera de Harbor mientras las locutoras de Comunicaciones recitaban mecánicamente las llamadas -llamadas que, antes de que se produjera aquel desbarajuste, hubieran provocado que docenas de coches de la policía acudieran velozmente desde todas direcciones pero que ahora ya se habían convertido en algo rutinario como las llamadas por riñas familiares. "¡Un oficial necesita ayuda! ¡Cuatro Nueve y Centrall", decía la locutora. "¡Un oficial necesita ayuda, Vernon y Central! ¡Un oficial necesita auxilio, Uno uno cinco y Avalon! ¡Disturbios, Vernon y Broadway! ¡Disturbios, Cinco Ocho y Hoover! ¡Alborotadores, Cuatro tres y Mayor!". Después intervenía otra locutora y recitaba la lista de casos urgentes que se había desistido de asignar a coches determinados porque estaba claro que no se disponía de suficientes coches para protegerse los unos a los otros y no digamos para hacer frente a los alborotos, a los incendios y a los francotiradores.

Serge atravesó la línea de fuego de los francotiradores de la avenida Central, toda ella incendiada. Tuvieron que aparcar al otro lado de un edificio de ladrillo en llamas y ocultarse detrás del coche porque detrás de ellos habían llegado dos coches de bomberos que habían sido abandonados al iniciarse los disparos de los francotiradores y bloqueaban la calle. Los disparos de los francotiradores, para quien no fuera un veterano de la guerra de Corea o de la Segunda Guerra Mundial, eran una experiencia terrible. Mientras permanecía oculto cuarenta minutos detrás del coche disparando al azar contra las ventanas de una siniestra casa amarilla en donde alguien había dicho que se ocultaban los francotiradores, Serge pensó que aquello era lo peor. Se preguntó si las fuerzas de la policía podían enfrentarse con los francotiradores y seguir siendo fuerzas de la policía. Empezó a pensar que aquellos disturbios significaban algo, algo importante para todo el país, quizás el final de algo. Pero sería mejor que se preocupara de sí mismo y se concentrara en aquel edificio amarillo. Entonces un joven policía tiznado y con el uniforme roto que se arrastró hasta su posición les dijo que había llegado la Guardia Nacional.

A las doce y cinco de la noche respondieron a una llamada de ayuda de una tienda de muebles de Broadway Sur donde tres oficiales habían encerrado a un número indeterminado de alborotadores. Un oficial juró que había visto un rifle en las manos de uno de los alborotadores y otro policía que trabajaba aquella zona dijo que el despacho de aquella tienda de muebles contenía un pequeño arsenal porque el propietario era un hombrecillo blanco asustado que había sufrido doce robos.

Serge, sin pensarlo, ordenó a Peters y a un policía de los otros equipos que se dirigieran a la parte de atrás de la tienda donde una figura vestida de azul y con casco blanco ya se hallaba apostada en las sombras apuntando con la escopeta hacia la puerta posterior. Ellos le obedecieron sin hacer preguntas y entonces Serge comprendió que estaba dando órdenes y pensó tristemente: Al final eres un jefe de hombres y seguramente la molestia que te estás tomando te costará una herida por disparo." Miró a su alrededor y, a varias manzanas de distancia, en dirección Sur de la Broadway, vio un coche volcado todavía ardiendo y el incesante repiqueteo de los disparos de pistola resonaron en la noche; sin embargo, a cuatrocientos metros de distancia en ambas direcciones, todo aparecía asombrosamente tranquilo. Pensó que si podía hacer algo en aquel asolado esqueleto de la tienda de muebles, tal vez pudiera preservar un poco de cordura y entonces se le ocurrió que su idea era insensata.

– Bien, ¿y qué hacemos ahora, capitán? -le dijo un arrugado y sonriente policía que se arrodilló a su lado detrás del coche radio de Serge.

Jenkins apoyaba el arma sobre la capola del coche apuntando hacia la fachada de la tienda que presentaba una abertura mellada en lugar de las lunas de cristal.

– Creo que estoy dando órdenes -dijo Serge sonriendo -. Podéis hacer lo que queráis, desde luego, pero alguien tiene que tomar el mando. Y yo constituyo el blanco más grande.

– Ya es razón suficiente -dijo el policía-. ¿Qué quieres hacer?

– ¿Cuántos crees que debe haber dentro?

– Unos doce quizás.

– Quizás fuera conveniente esperar más ayuda.

– Hace veinte minutos que Ies tenemos atrapados y ya hemos hecho por lo menos cinco llamadas de ayuda. Vosotros sois los únicos que habéis venido. Te diré sinceramente que no creo que podamos esperar ayuda.

– Creo que tendríamos que detener a lodos los que están en esta tienda -dijo Serge -. Hemos estado corriendo toda la noche entre los disparos y golpeando a la gente y sobre todo persiguiéndola de tienda en tienda y de calle en calle. Creo que tendríamos que detener inmediatamente a los que están ahí dentro.

– Buena idea -dijo el policía arrugado -. En realidad, no he practicado ni una sola detención en toda la noche. Parecía un soldado de infantería, arrastrándome y corriendo y tirando al azar. Aquí estamos en Los Ángeles no en Iwo Jima.

– Vamos a detener a estos cerdos -dijo Jenkins enojado.

Serge se levantó y corrió agachado hasta un poste de teléfonos a escasa distancia de la fachada de la tienda.

– ¡Vosotros los de dentro -gritó Serge-, salid con las manos en alto!

Esperó treinta segundos y miró a Jenkins. Sacudió la cabeza y señaló el cañón de la escopeta.

– Salid o vamos a mataros a todos -gritó Serge-. ¡Salid! ¡Ahora!

Serge esperó en silencio otro medio minuto y advirtió que la cólera se apoderaba de él. Sólo tenía accesos de cólera momentáneos esta noche. En buena parte era miedo pero de vez en cuando prevalecía la cólera.

– Jenkins, dispara -ordenó Serge-. Y esta vez apunta bajo para alcanzar a alguien.

Después Serge apuntó el revólver hacia la fachada de la tienda y disparó tres veces hacia la oscuridad rompiendo el silencio con las llameantes explosiones de la escopeta. No se escuchó nada durante varios segundos hasta que cesó el eco de los disparos y entonces se escuchó un gemido, agudo y espectral. Parecía como de niño. Entonces un hombre maldijo y gritó:

– Ya salimos. No disparen. Salimos.

El primer alborotador que apareció tenía unos ochenta años. Lloraba a lágrima viva con las manos levantadas en alto y los sucios pantalones rojos colgándole de las rodillas mientras la suela suelta del zapato izquierdo resonaba sobre el pavimento al cruzar el hombre la acera y detenerse gimiendo bajo la luz de la linterna de Jenkins.

Una mujer, al parecer la madre del niño, salió a continuación con una mano levantada mientras con la otra tiraba de una niña histérica de unos diez años que gimoteaba y se tapaba los ojos con la mano para protegerse del blanco haz de luz. Los dos siguientes eran hombres y uno de ellos, un viejo, seguía repitiendo: "Ya salimos, no disparen", mientras el otro mantenía las manos levantadas por encima de la cabeza y miraba asustadamente el haz de luz. Murmuraba palabrotas a cada segundo.