– Algunos policías que trabajan en los barrios me parecen muy mejicanos -dijo el hombre sonriendo -. Hasta usted, señor, me parece un poco mexicano, sobre todo alrededor de los ojos, creo.
– ¿Le parece a usted?
– Lo digo como un cumplido.
– Lo sé.
– Cuando llegué a este país hace doce años, pensé que era una mala cosa que los mexicanos vivieran casi todos en la zona Este donde se seguían conservando las antiguas costumbres. Hasta pensé que era mejor no enseñarles la lengua a los niños porque tenían que aprender a ser americanos. Mirándolo más de cerca, me parece que los anglosajones de aquí nos aceptan exactamente igual que si fuéramos otros anglosajones. Antes me enorgullecía mucho que me aceptaran como un anglosajón por lo mal que se trataba a los mexicanos hasta no hace mucho tiempo. Pero al verles a ustedes hacerse débiles y temerosos de perder el aprecio del mundo, he pensado: mira, Armando, mira, hombre, los gabachos no tienen nada digno de envidiar. No te gustaría ser uno de ellos aunque pudieras. Si un hombre intentara quemarte la casa o apuntarte al vientre con un cuchillo, le matarías fuera del color que fuera. Si quebrantara tus leyes, le demostrarías que es doloroso hacer tal cosa. Hasta un niño sabe que el carbón encendido hace daño si se acerca. ¿No les enseñan eso los gringos a sus hijos?
– No todos.
– Estoy de acuerdo. Parece que ustedes dicen, tócalo seis o cinco veces, y a lo mejor te quemará o a lo mejor no. Entonces se convierte en hombre y corre por las calles y no tiene enteramente la culpa porque nadie le ha enseñado que el carbón encendido quema. Creo que estoy contento de vivir en su país pero sólo como mexicano. Perdone, señor, pero no quisiera ser un gringo. Y si ustedes siguen mostrándose débiles y corrompidos, dejaré todas estas comodidades y volveré a México porque no quiero ver derrumbarse esta gran nación.
– Quizás yo le acompañe -dijo Serge-. ¿Tiene sitio allí?
– En México hay sitio para todo el mundo -dijo el hombre sonriendo mientras llevaba una cafetera de café recién hecho al mostrador -. ¿Quiere que le hable de México? Siempre me gusta hablar de Yucatán.
– Sí, me gustaría -dijo Serge -. ¿Es usted de Yucatán?
– Sí. Está lejos, lejos. ¿Sabe algo de este lugar?
– Hábleme usted. Pero, antes, ¿puedo usar el lavabo? Tengo que lavarme. ¿Y puede prepararme algo para comer?
– Desde luego, señor. Por aquella puerta. ¿Qué desea comer? ¿Jamón? ¿Huevos? ¿Tocino ahumado?
– Hablaremos de México. Me gustaría comer comida mexicana. ¿Qué le parecemenudo? Le asombraría saber el tiempo que hace que no como menudo.
– Tengomenudo -dijo el hombre sonriendo-. No es muy bueno pero puede pasar.
– ¿Tiene tortillas de maíz?
– Desde luego.
– ¿Y limón? ¿Y orégano?
– Tengo, señor. Sabe lo que es el menudo. Ahora me avergüenza tener que servirle mi pobre menudo.
Serge vio que eran más de las cuatro pero no tenía nada de sueño y se sintió de repente alborozado y tranquilo. Pero, más que nada, tenía apetito. Se rió ante el espejo al contemplar su ceñudo rostro sucio y sudoroso y pensó, Dios mío, qué hambre tengo demenudo.
De repente, Serge asomó la cabeza por la puerta con las manos llenas todavía de espuma de jabón.
– Dígame, señor, ¿ha viajado usted mucho por México?
– Conozco el país. De veras. Conozco mi México.
– ¿Ha estado en Guadalajara?
– Es una ciudad bonita. La conozco bien. La gente es maravillosa pero todos los mexicanos son maravillosos y le tratarán a usted muy bien.
– ¿Quiere hablarme de Guadalajara? Quiero saber acerca de esta ciudad.
– Encantado, señor -se rió el hombre-. Tener alguien con quien hablar a estas horas solitarias es un placer, sobre todo alguien que desea que le hable de mi país. Le daríamenudo gratis aunque no fuera policía.
Eran las siete cuando Serge se dirigió a casa, tan lleno demenudo y tortillas que confiaba que ello no le produjera dolor de estómago. Pensó que ojalá tuviera un poco de hierbabuena como la que su madre solía preparar. Siempre aliviaba el dolor de estómago y él no podía permitirse el lujo de ponerse enfermo porque exactamente al cabo de seis horas tendría que levantarse y estar dispuesto a afrontar otra noche. Las noticias del coche radio indicaban que se esperaban nuevos desórdenes e incendios para el día siguiente.
Serge enfiló la calle Mission en lugar de la carretera y allí, en la parte Norte de la calle Mission, vio algo que le hizo aminorar la marcha y conducir a veinticinco por hora para poder mirar. Unos ocho o diez hombres, una mujer y dos niños pequeños, se encontraban en fila a la puerta de un restaurante que todavía no había abierto. Llevaban recipientes y sartenes de todas clases pero todos eran de gran capacidad y Serge comprendió que estaban esperando que abriera el restaurante para poder comprarmenudo y llevárselo a casa porque estaban enfermos o bien tenían algún enfermo en casa por haber bebido demasiado la noche del viernes. No había ni un solo mexicano que no creyera con toda su alma que el menudo curaba la resaca y, por creerlo así, la curaba efectivamente y aunque tenía un estómago que parecía una bolsa de piel de cabra completamente llena, hubiera deseado detenerse y comprar un poco y guardarlo para después, de haber tenido un recipiente a mano. Entonces miró el casco pero su interior estaba demasiado aceitoso y tiznado para llevar menudo en él por lo que aceleró la marcha del Corvette y se dirigió a la cama.
Comprendió que iba a dormir mejor que en las últimas semanas a pesar de que había visto el principio del final de las cosas, porque ahora que habían saboreado la anarquía y que habían visto lo fácil que resultaba derrotar a la autoridad civil, habría más, y serían los revolucionarios blancos quienes se encargarían de ello. Era el principio y los anglosajones no eran ni lo suficientemente fuertes ni lo suficientemente realistas como para detenerlo. Dudaban de todo, especialmente de sí mismos. Tal vez habían perdido la capacidad de creer. Jamás podrían creer en el milagro de un pote de menudo.
Al mirar por el espejo retrovisor, ya se había perdido de vista la cola de los mexicanos con sus potes de menudo pero dentro de poco se sentirán en la gloria, pensó, porque el menudo Ies pondrá bien.
– No son buenos católicos -había dicho el padre McCarthy -pero son muy respetuosos y tienen tanta fe.
"Ándale, pues -pensó Serge-. A la cama."
20 La caza
– Menos mal que son tan estúpidos que no saben fabricar bombas con botellas de vino -dijo Silverson y Gus se estremeció al advertir que una piedra golpeaba la ya maltrecha capota e iba a estrellarse contra la ventanilla posterior ya astillada. Un fragmento de vidrio rozó al policía negro cuyo nombre había olvidado Gus o quizás hubiera enterrado entre las ruinas de su mente racional aniquilada por el terror.
– Dispara contra este hijo de perra que… -le gritó Silverson a Gus pero después aceleró la marcha alejándose de la turba antes de terminar la frase.
– Sí, estas botellas de Coca no van a romperse -dijo el policía negro-. Si la última se hubiera roto, en este momento estaríamos rodeados de gasolina en llamas.
Sólo hacía treinta minutos que habían salido, pensó Gus. Sabía que sólo hacía treinta porque ahora eran las ocho menos cinco y todavía no había oscurecido y eran las siete y veinticinco cuando habían salido del aparcamiento de la comisaría de la calle Setenta y Siete porque aparecía escrito en el cuaderno de notas. Podía verlo. Sólo hacía treinta minutos. ¿Cómo podrían sobrevivir a doce horas así? Les habían dicho que les relevarían al cabo de doce horas pero desde luego ya se habrían muerto.