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– Viernes trece -murmuró Silverson aminorando la marcha ahora que habían conseguido salvar el desafío de la calle Ochenta y Seis donde una turba de unos cincuenta negros había aparecido como por ensalmo y un cóctel golpeó la portezuela sin hacer explosión. Ello sucedió tras haber arrojado alguien una piedra contra la ventanilla lateral. Ahora Gus contempló otra piedra que yacía sobre el suelo del coche junto a sus pies y pensó: sólo hace treinta minutos. Parece mentira.

– Menuda organización tenemos -dijo Silverson, girando al Este en dirección hacia Watts desde donde parecía que procedían todas las llamadas de la radio en aquel momento-. Jamás había trabajado en esta maldita división.

– Yo tampoco había trabajado aquí -dijo el policía negro -. ¿Y tú, Plebesly? ¿Te llamas Plebesly, verdad?

– No, no conozco las calles -dijo Gus sosteniendo fuertemente la escopeta contra el estómago y preguntándose si cedería la parálisis porque estaba seguro de que no podía salir del coche, pero entonces pensó que si estallaba dentro una bomba, el instinto le haría levantarse. Después se imaginó a sí mismo ardiendo.

– Se limitan a decirte que aquí está una caja de treinta y ocho y una escopeta y te dicen que cojas un coche y salgas. Es ridículo -dijo Silverson -. Ninguno de nosotros había trabajado aquí. Pero, hombre, si yo llevo trabajando doce años en Highland Park. Aquí no conozco nada.

– A algunos hombres Ies convocaron aquí anoche -dijo el policía negro de hablar suave -. Yo trabajo en Wilshire pero anoche no me convocaron aquí.

– Esta noche está aquí todo el maldito Departamento -dijo Silverson -. ¿Dónde demonios está la avenida Central? Había una llamada de ayuda de la avenida Central.

– No te preocupes -dijo el policía negro -. Habrá otra dentro de un minuto.

– ¡Mirad eso! -dijo Silverson y bajó con el coche-radio por la dirección prohibida de la calle San Pedro mientras aceleraba hacia un mercado del que un grupo de ocho o diez hombres estaba sacando sistemáticamente cajas de comestibles.

– Estos cerdos asquerosos -dijo el policía negro descendiendo inmediatamente y saliendo en persecución de los alborotadores que habían salido huyendo en cuanto Silverson había aparcado. Para asombro suyo, el cuerpo de Gus funcionó y el brazo abrió la portezuela y las piernas le llevaron, vacilantes, pero le llevaron, hacia la entrada del mercado. El policía negro había agarrado por la camisa a un hombre muy negro de elevada estatura y le abofeteaba con la mano enguantada, probablemente con guantes de castigo, porque el hombre retrocedió y cayó por el boquete abierto de la luna del escaparate, gritando al cortarse el brazo con los ángulos mellados de la misma y empezando a sangrar.

Los demás huyeron por las puertas laterales y posteriores y al cabo de pocos segundos se quedaron solos en el saqueado mercado los tres policías y el alborotador sangrante.

– Suéltame -le dijo el alborotador al policía negro -. Los dos somos negros. Eres como yo.

– Yo no me parezco en nada a ti, bastardo -dijo el policía negro revelando gran fortaleza al levantar al alborotador con una sola mano-. No tengo nada en común contigo.

Pasaron una hora tranquila al acompañar al alborotador a la comisaría y seguir los trámites de lo que tenía que parecer una detención pero que, en realidad, no precisaba más que del esqueleto de un informe de arresto sin hoja de detención siquiera. La hora pasó con excesiva rapidez para Gus que advirtió que el café caliente le producía mayores contracciones de estómago si cabe. Antes de que pudiera creerlo, se encontraron de nuevo en las calles y ahora ya había caído la noche. El fuego de las armas resonaba en la oscuridad. Les había engañado durante cinco años, pensó Gus. Casi se había engañado a sí mismo pero esta noche lo descubrirían y él también lo descubriría. Se preguntó si sería tal como siempre se había imaginado, él temblando como un conejo ante el ojo mortífero en el último momento. Así es como siempre había pensado que iba a suceder en el momento en que se produjera el gran temor, el temor que fuera, que irrevocablemente paralizaría su disciplinado cuerpo y provocaría el motín final del cuerpo contra el cerebro.

– Escuchad este disparo -dijo Silverson de regreso a Broadway bajo el cielo iluminado por docenas de incendios.

Tuvo que efectuar varias vueltas innecesarias porque los vehículos de los bomberos bloqueaban las calles.

– Qué barbaridad -dijo el policía negro que ahora ya sabía Gus que se llamaba Clancy.

Es la tendencia natural de las cosas hacia el caos, pensó Gus. Es una ley natural básica que Kilvinsky siempre mencionaba; y los mantenedores del orden podrían detener temporalmente su avance pero después habría oscuridad y caos, había dicho Kilvinsky.

– Mirad este cerdo -dijo Clancy iluminando con la linterna a un saqueador solitario que se había metido en el escaparate de una licorería para alcanzar una botella de litro de una bebida alcohólica clara que estaba allí milagrosamente entera entre todos los cristales rotos -. Tendríamos que practicarle a este bastardo una operación quirúrgica de acera. ¿Os parece que le gustaría una lobotomía a cargo del doctor Smith y del doctor Wesson?

Clancy era ahora el encargado de la escopeta y al detener Silverson el coche, Clancy disparó un tiro al aire detrás del hombre que no se volvió sino que siguió tratando de alcanzar la botella y, al conseguirlo, dirigió su rostro moreno y ceñudo hacia la luz de la linterna y se alejó lentamente de la tienda con su trofeo.

– Hijo de perra, estamos perdidos -dijo Silverson y se alejó de la solitaria figura que prosiguió su avance inexorable a través de la oscuridad.

Durante toda otra hora estuvieron haciendo lo mismo: acudiendo velozmente a los lugares de las llamadas y llegando únicamente a tiempo de perseguir a huidizas sombras a través de la oscuridad mientras las locutoras de Comunicaciones seguían soltando el fuego concentrado de llamadas de ayuda y auxilio y de llamadas de saqueos hasta que todas las llamadas se convirtieron en algo rutinario y ellos decidieron prudentemente que el principal objetivo de la misión sería el de protegerse el uno al otro y conseguir sobrevivir a aquella noche sin daño.

Pero a las once, mientras dispersaban a un grupo que se disponía a prender fuego a un gran comercio de alimentación de la avenida Santa Bárbara, Silverson dijo:

– Vamos a detener a un par de cerdos de esos. ¿Puedes correr, Plebesly?

– Puedo correr -dijo Gus con el ceño fruncido y supo, supo sin saber por qué, que podía correr. En realidad, tenía que correr y esta vez, cuando Silverson detuvo el vehículo que produjo un sonido chirriante junto al bordillo de la acera y las veloces sombras se desvanecieron entre sombras más oscuras, hubo otra sombra que las persiguió, más veloz que ellas. El último saqueador no se había alejado trescientos metros de la tienda cuando Gus le alcanzó y le golpeó la parte posterior de la cabeza con el canto de la mano. Le escuchó caer y restregarse por la acera y, por los gritos, comprendió que Silverson y Clancy le habían agarrado. Gus persiguió a la siguiente sombra y, al cabo de un minuto, se encontró bajando por la calle Cuarenta y Siete a través de la oscuridad residencial persiguiendo a una segunda sombra y a una tercera que corrían a una manzana de distancia. A pesar del Sam Browne y de la extrañeza del casco y de la porra golpeándole el metal del cinturón, no se sintió estorbado y corrió libre y velozmente. Corrió como corría en la academia, como seguía corriendo por lo menos dos veces por semana durante los ejercicios de entrenamiento y estaba haciendo lo que mejor sabía hacer. De repente comprendió que ninguno de los demás podría seguirle. Y aunque sintió miedo, supo que sabría soportarlo y su espíritu se encendió y el sudor le hizo hervir y el cálido viento alimentó el fuego mientras corría y corría.

Agarró a la segunda sombra junto a Avalon y vio que se trataba de un hombre corpulento con un cuello triangular que bajaba en pendiente desde la oreja al hombro pero fue fácil de esquivar al arremeter dos o tres veces contra Gus y después cayó jadeando sin necesidad de ser golpeado con la porra que Gus tenía preparada. Esposó al saqueador en el parachoques de un coche recién destruido abandonado junto al bordillo en el que el hombre se desplomó.

Gus levantó los ojos y vio que la tercera sombra no había recorrido otros novecientos metros sino que avanzaba penosamente por el boulevard Avalon volviendo a menudo la cabeza y de nuevo Gus echó a correr con soltura, dejando que el cuerpo corriera mientras la mente descansaba lo cual era la única manera de correr con eficacia. La sombra se iba agrandando progresivamente y Gus la alcanzó a la luz azulada de un farol Los ojos del saqueador parpadearon asombrados ante el policía que se acercaba. Gus estaba jadeando pero corría todavía con fuerza cuando el agotado hombre se volvió y tropezó con un montón de basura junto a un edificio en el que acababa de extinguirse un incendio y se levantó con una tabla de sesenta centímetros por metro y medio. La sostenía con ambas manos como un palo de baseball.

Debía tener quizás veinte años, metro ochenta y cinco y de aspecto violento. Gus tuvo miedo y a pesar de que el cerebro le decía que utilizara el revólver porque era lo único sensato que podía hacer, tomó la porra y rodeó al hombre que golpeó con la tabla contra el aire y Gus estuvo seguro de que le alcanzaría. Pero el hombre siguió sosteniendo la tabla de sesenta por metro y medio mientras Gus le rodeaba. Las gotas de sudor cayeron sobre el cemento de la acera y la camisa blanca aparecía ahora completamente transparente y pegada al cuerpo.

– Suéltela -dijo Gus -. No quiero golpearle.

El saqueador siguió retrocediendo y la pesada tabla de madera volvió a oscilar al tiempo que se distinguía más blanco de ojo que momentos antes.

– Suelte eso o le golpeo -dijo Gus -. Soy más fuerte que usted.

La tabla se deslizó de las manos del saqueador y cayó ruidosamente al suelo y el hombre se desplomó jadeando mientras Gus se preguntaba qué iba a hacer con él. Pensaba que ojalá hubiera tomado las esposas de Silverson pero todo había sucedido tan rápido. El cuerpo había iniciado la caza y había dejado el cerebro a sus espaldas pero ahora el cerebro había alcanzado al cuerpo y ya volverían a estar juntos.

Entonces vio a un blanco y negro bajar rugiendo por AvaIon. Bajó a la calzada y le hizo una señal y en pocos segundos se reunió, en la calle Santa Bárbara, con Silverson y Clancy que estaban asombrados de su hazaña. Acompañaron a los tres saqueadores a la comisaría donde Silverson le contó al carcelero cómo su "pequeño compañero" había atrapado a los tres saqueadores, pero Gus siguió comprobando que su estómago rechazaba el café y sólo aceptaba agua y al cabo de cuarenta y cinco minutos, de vuelta a la calle, estaba todavía temblando y sudando y se dijo que, ¿qué otra cosa podía esperar? ¿Que todo se desvaneciera como en una película de guerra? ¿Que el que ha tenido miedo toda la vida podría ahora dramáticamente no conocer el miedo? Terminó la noche tal como la había empezado, estremeciéndose en los momentos de pánico, pero había una diferencia: sabía que el cuerpo no le fallaría aunque el cerebro se resistiera y huyera con graciosos saltos de antílope hasta desvanecerse. El cuerpo se quedaría y funcionaría. Su destino era soportar y, sabiéndolo, jamás podría sufrir verdadero pánico. Y esto, pensó, sería un descubrimiento espléndido en la vida de un cobarde.