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– Déjate ver, bastardo -le gritó el joven policía al invisible francotirador y después les volvió la espalda y se alejó lentamente -. Esto no parece real -le murmuró a Roy-, ¿verdad?

Después Roy vio algo extraordinario: un joven negro de poblada barba y con gorra negra y camiseta de seda, un joven de arrogante aspecto militar, se adelantó ante una multitud de unas cincuenta personas y Ies dijo que se fueran a casa y que los policías no eran sus enemigos y otras cosas igualmente provocadoras. Tuvo que ser alejado de allí en un coche bajo custodia cuando el grupo se le echó encima propinándole ciegamente puntapiés durante casi un minuto hasta que los policías consiguieron rechazarles.

Chillaron las sirenas y se acercaron dos ambulancias y un coche de la policía con seis policías dentro. Roy vio que entre ellos había un sargento. Era joven y casi nadie le hizo caso al intentar en vano establecer el orden por lo menos entre el escuadrón de la policía; se tardó casi una hora en trasladar a los muertos y los heridos al hospital y al depósito de cadáveres temporal. Los disturbios de Watts habían empezado en serio aquel viernes por la tarde.

El sargento le ordenó a Roy que arrestara a un hombre herido que llevaba camisa roja y le ordenó formar equipo con otros dos policías. Trasladaron al hombre a la sección de la prisión del Hospital del Condado en un coche-radio con un parabrisas y la ventanilla posterior completamente destruidos por las pedradas. La pintura de la puerta blanca había sido chamuscada por una bomba incendiaria y a Roy le alegró poder efectuar aquel largo trayecto hacia el hospital. Esperaba que sus nuevos compañeros no se mostraran excesivamente deseosos de regresar a las calles.

Ya había oscurecido cuando emprendieron de nuevo el regreso a la comisaría de la calle Setenta y Siete y, para entonces, Roy y sus compañeros, ya habían trabado mutuamente conocimiento. Cada uno de ellos había empezado la tarde con compañeros distintos hasta que se produjo el caos del cruce de Manchester con Broadway, pero qué más daba, dijeron, trabajar con uno o con otro. Concertaron el pacto de permanecer juntos y de protegerse mutuamente, de no separarse el uno del otro porque sólo disponían de un fusil, el de Roy, y no es que ello les tranquilizara, sobre todo en una noche como aquella, pero ya era algo por lo menos.

– Todavía no son las nueve -dijo Barkley, un policía de la División de Harbor con diez años de servicio y una cara como un tomate majado que, durante las dos horas que pasaron juntos, no cesó de murmurar una y otra vez que "era increíble, completamente increíble" hasta que le rogó que se callara, por favor, un tal Winslow, un policía de la División de Los Ángeles Oeste con quince años de servicio que era el conductor y que conducía con mucha lentitud y prudencia, pensó Roy. A Roy le agradó que el conductor fuera un veterano.

Roy se encontraba solo sentado en el asiento de atrás acunando el fusil y con una caja de cápsulas de fusil en el asiento de al lado. Todavía no había tenido ocasión de disparar pero decidió que dispararía contra cualquiera que les arrojara una piedra o una bomba incendiara y contra cualquiera que les disparara o apuntara con un arma o diera la sensación de que les estuviera apuntando con un arma. Se trataba de saqueadores que disparaban. Todo el mundo lo sabía. Después decidió, sin embargo, que no dispararía contra los saqueadores pero se alegró de que algunos de los otros lo estuvieran haciendo. Se había observado una apariencia de orden al iniciarse los primeros disparos. Sólo la fuerza mortífera era capaz de destruir aquello y se alegró de que fueran saqueadores que dispararan pero decidió que él no iba a disparar contra los saqueadores. Y procuraría no disparar contra nadie. Y no le dispararía a nadie en el estómago.

En uno de mis insólitos alardes de humanidad, "les volaré la cabeza", pensó. Pero "bajo ningún pretexto le dispararé a un hombre en el estómago".

– ¿Dónde quieres ir Fehler? -preguntó Winslow pasándose un puro de uno a otro extremo de su ancha boca-. Tú conoces mejor la zona.

– Parece que los mayores alborotos se están produciendo en la avenida Central y Broadway y en la Cien y la Tercera -dijo Barkley.

– Probemos la avenida Central -dijo Roy y a las nueve y diez, cuando sólo se encontraban a dos manzanas de distancia de la avenida Central, el departamento de incendios solicitó ayuda porque estaban siendo blanco de disparos a lo largo de todo un trecho de seis manzanas de la avenida Central.

Roy empezó a advertir el calor cuando todavía se encontraban a media manzana de distancia de la Central y Winslow aparcó lo más cerca que pudo del infierno. Roy sudaba profusamente y, cuando cubrieron la distancia de ciento cincuenta metros que le separaba de la primera auto-bomba asediada, todos estaban ya sudando y el aire de la noche le quemaba a Roy los pulmones y el pop-pop-pop de los disparos se escuchaba en todas direcciones. Roy empezó a experimentar un violento dolor de estómago, uno de aquellos que no se alivian con un movimiento de intestinos, y un fuego de rebote rozó la acera de hormigón. Los tres policías se ocultaron detrás de la autobomba y se agacharon al lado de un tiznado bombero con casco amarillo y ojos enormemente abiertos.

No era la avenida Central, pensó Roy. Ni siquiera era posible que fuera correcto el poste de guía que indicaba la calle Cuarenta y Seis al Este y al Oeste y la avenida Central al Norte y al Sur. Él había trabajado en la calle Newton. Había patrullado por aquellas calles con docenas de compañeros, con compañeros que hasta habían muerto, como Whitey Duncan. Aquella calle formaba parte viva de su aprendizaje. Se había educado en el Sureste de Los Angeles y la avenida Central había sido un aula muy valiosa pero este infierno de silbidos no era la avenida Central. Entonces Roy se percató por primera vez de los dos coches volcados y ardiendo. De repente, no pudo recordar qué edificios eran aquellos de la Cuarenta y Siete y la Cuarenta y Seis ahora pasto de las llamas que llegaban hasta sesenta metros de altura. Si hubiera sucedido hace un año, no me lo hubiera creído, pensó. Hubiera creído simplemente que se trataba de un ataque terrible de delirium tremens "y me hubiera tomado otro trago". Entonces pensó en Laura y le asombró que ahora, incluso ahora, acurrucado al lado de la gran rueda de la autobomba y entre el fragor de los disparos y de las sirenas y de las llamas que le rodeaban, incluso ahora, pudiera experimentar en su interior aquel dolor vacío que se llenaba cálidamente cuando pensaba en ella y en cómo acariciaba el cabello como nadie, ni Dorothy, ni su madre, ni ninguna otra mujer le había hecho. Adivinó que la amaba cuando empezó a desvanecerse su necesidad de beber y lo supo cuando, tres meses después de haberse iniciado las relaciones entre ambos, advirtió que ella despertaba en su interior los mismos sentimientos que Becky, que ahora ya hablaba con claridad y era sin lugar a dudas una niña inteligente; no sólo bonita sino también sorprendente. Roy volvió a experimentar dolor al pensar en Becky, etérea, inteligente y dorada… y en Laura, oscura y verdadera, totalmente verdadera, que había empezado a ayudarle a recuperarse, Laura, que sólo tenía cinco meses menos que él pero que parecía que le llevaba años, que le demostró piedad y compasión y amor y cólera hasta que él dejó de beber tras ser suspendido durante seis días por haber sido sorprendido en estado de embriaguez encontrándose de servicio, y que vivió con él y le tuvo seis días en su apartamento y que no dijo nada sino que se limitó a mirarle con sus trágicos ojos tostados cuando él empezó a recuperar la apariencia de hombre y decidió regresar a su propio apartamento. Ella no dijo nada desde entonces pero él siguió acudiendo a ella tres o cuatro noches por semana porque le hacía mucha falta. Ella le miraba, le miraba siempre con sus ojos líquidos. Con Laura, el sexo contribuía a hacerlo todo perfecto, pero estaba muy lejos de serlo todo para él y ésta era otra de las razones por las que sabía que la amaba. Había estado a punto de tomar una decisión acerca de ella durante semanas y meses y empezó a temblar al pensar que, de no ser por el dolor y el calor que siempre advertía cuando pensaba en Becky y Laura, de no ser por este sentimiento que podía evocar en sí mismo, ahora, ahora entre la sangre y el odio y el fuego y el caos, giraría el arma y miraría a través del negro ojo del calibre doce y apretaría el gatillo. Supuso que todavía se encontraba lejos de la curación, a pesar de la confianza que le proporcionaba Laura porque, de lo contrario, no se le ocurrirían estas ideas. El suicidio era una locura, siempre le habían enseñado a creerlo así, pero, ¿qué era todo aquello que le rodeaba sino locura? Empezó a sentirse aturdido y decidió dejar de pensar tanto. Tenía las palmas húmedas y estaba dejando pequeñas gotas de humedad en el arma. Entonces le preocupó que la humedad oxidara el arma. La secó con la manga hasta darse cuenta de lo que estaba haciendo y se echó a reír en voz alta.