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– ¡Vosotros, venid conmigo, muchachos! -gritó un sargento agachándose al pasar corriendo junto a la autobomba-. Tenemos que despejar a estos francotiradores para que los bomberos puedan trabajar antes de que arda toda la maldita ciudad.

Pero, a pesar de que recorrieron la avenida Central durante más de una hora en grupos de tres, no vieron ni a un solo francotirador sino que simplemente escucharon los disparos y de vez en cuando dispararon contra huidizas figuras que aparecían y desaparecían de las entradas de las tiendas saqueadas que no se encontraban en llamas. Roy no disparó porque las circunstancias no se habían presentado. Sin embargo, se alegró de que los demás dispararan. Cuando la avenida Central llegó al extremo de arder más o menos tranquilamente y ya quedaba muy poco que robar, Winslow sugirió que acudieran a otro lugar, pero antes tendrían que detenerse en algún restaurante para comer. Cuando le preguntaron en qué restaurante había pensado, hizo una señal con el brazo y los demás le siguieron al coche comprobando entonces que las dos ventanillas intactas que aún quedaban habían sido destrozadas en su ausencia, y que la tapicería había sido cortada aunque no los neumáticos, cosa rara, por lo que Winslow se dirigió hacia el restaurante de la avenida Florence que decía haber visto antes. Franquearon un agujero gigantesco de la pared del café que debía haber sido atravesada por un vehículo. Roy pensó que el coche debía haberlo conducido algún blanco aterrorizado que había cruzado la zona de los disturbios y había sido atacado por las turbas que bloqueaban el tráfico y que habían estado golpeando a los blancos durante el día, cuando éstos eran todavía dueños de las calles antes de iniciarse los tiroteos. Pero también podía haber sido el coche de algún saqueador perseguido por la policía hasta ir a estrellarse espectacularmente contra la fachada del restaurante. ¿Qué más daba?, pensó Roy.

– Ilumina aquí con la linterna -dijo Winslow sacando seis hamburguesas crudas del refrigerador que no funcionaba -. Todavía están frías. Está bien -dijo Winslow -. Mira a ver si encuentras buñuelos en aquel cajón. La mostaza y lo demás está encima de la mesita de atrás.

– El gas aún funciona -dijo Barkley dejando la linterna sobre el mostrador con el haz de luz dirigido hacia la cocina-. Soy bastante buen cocinero. ¿Queréis que empiece a hacerlas?

– Adelante, hermano -dijo Winslow, imitando el acento negro mientras recogía una lechuga que había encontrado en el suelo, le quitaba las hojas exteriores y las tiraba a una caja de cartón. Comieron y se bebieron varías botellas de gaseosa que no estaba muy fría, pero no se estaba del todo mal allí en la oscuridad, y ya era pasada la medianoche cuando terminaron y permanecieron sentados fumando, mirándose el uno al otro mientras el chasquido incesante de los disparos de armas de fuego pequeñas y el omnipresente olor a humo les recordaba que tenían que regresar. Finalmente, Barkley dijo:

– Quizás será mejor que volvamos. Pero ojalá no nos hubieran roto las ventanillas. Porque lo que más me asusta es que entre un cóctel y estalle y nos fría a todos. Si tuviéramos las ventanillas intactas, podríamos subir el cristal.

A medida que la noche pasaba, Roy iba admirando cada vez más a Winslow. Éste condujo por Watts, hacia el Oeste y hacia el Norte a través de la ciudad saqueada, como si estuviera efectuando una patrulla de rutina. Parecía que prestaba cuidadosa atención a las interminables y angustiosas llamadas que les llegaban a través de la radio. Al final, una de las locutoras con voz añiñada empezó a sollozar histéricamente mientras emitía una serie de doce llamadas de urgencia a "todas las unidades próximas" aunque ella y todos los hombres ya debían haber comprendido que no había ninguna unidad en determinadas zonas y, de haber habido alguna, los hombres se hubieran preocupado ante todo de salvar sus vidas y que se fuera al infierno todo lo demás. Pero a las dos de la madrugada Winslow detuvo el coche en la avenida Normandie que estaba insólitamente oscura a excepción de un edificio que ardía en la distancia, descubriendo a un grupo de unos treinta saqueadores que estaban vaciando una tienda de prendas de vestir. Winslow dijo:

– Hay demasiados para que podamos entendérnoslas con ellos, ¿no os parece?

– Es posible que tengan armas -dijo Barkley.

– ¿Veis el coche de allí enfrente, aquel Lincoln verde? -dijo Winslow-. Voy a seguirles cuando se marchen. Por lo menos atraparemos a alguno. Ya sería hora de que metiéramos en la cárcel a algún saqueador.

Tres hombres entraron en el coche e incluso a media manzana de distancia Roy pudo distinguir que el asiento de atrás del Lincoln estaba atestado de trajes y vestidos. El Lincoln se alejó del bordillo y Winslow dijo:

– Sucios hijos de perra -y puso en marcha el coche-radio que avanzó rugiendo.

Winslow encendió los faros delanteros y los faros rojos y pasaron frente a la tienda de ropas, cruzaron la calle Cincuenta y Uno a ciento veinte por hora y comenzó la persecución.

El conductor del Lincoln era un buen conductor pero los frenos no eran buenos y el coche de la policía tenía unos frenos estupendos y podía virar mejor. Winslow se comió la distancia que les separaba y no escuchó a Barkley que le gritaba instrucciones. Roy permaneció sentado en silencio en el asiento posterior y pensó que ojalá hubiera también cinturones de seguridad en los asientos de atrás. Comprendía que Winslow se había olvidado de ellos dos y atraparía al Lincoln aunque les matara a todos. Siguieron en dirección Norte por la Vermont. Roy no miró el velocímetro pero supo que conducían con un exceso de ciento cincuenta lo cual era una auténtica locura porque, ¡había miles de saqueadores, miles! Pero Winslow quería atrapar a estos saqueadores y Barkley gritó:

– ¡Soldados!

Roy vio que la Guardia Nacional había bloqueado el paso a dos manzanas al Norte y el conductor del Lincoln, a ciento cincuenta metros de distancia, también lo vio y destrozó lo que le quedaba de frenos procurando girar a la izquierda antes de llegar al bloqueo. Un guardia nacional empezó a disparar con una ametralladora y Winslow apretó los frenos al ver los fogozanos y escuchar el clag-a-elag-a-clag-a-clag y ver que las balas trazantes estallaban sobre el asfalto más cerca de ellos que del Lincoln. A Roy le horrorizó al ver que el Lincoln no se estrellaba tal como él se había imaginado que iba a suceder. El conductor efectuó el viraje y avanzó en dirección Oeste por una estrecha calle residencial mientras Winslow giraba obstinadamente y Roy se preguntaba si podría asomarse por la ventanilla y disparar el fusil o quizás el revólver porque aquel Lincoln tenía que pararse antes de que Winslow les matara a todos. Le sorprendió descubrir ahora cuánto deseaba vivir y vio el rostro de Laura unos instantes y se sintió lanzado contra la manija de la portezuela al efectuar Winslow un viraje imposible a la derecha y avanzó otros trescientos metros persiguiendo al Lincoln.

En su intento de conservar la fuerza, Winslow no había utilizado la sirena y Roy ya había perdido la cuenta de todos los coches que casi habían estado a punto de golpear pero le alegró que, en aquella zona de la ciudad y a aquellas horas, hubiera pocos coches particulares por las calles y Barkley lanzó un grito de alegría al ver que el Lincoln subía el bordillo girando de nuevo a la izquierda e iba a estrellarse contra un coche aparcado. El Lincoln estaba todavía patinando cuando saltaron del mismo los tres saqueadores y Winslow, con las mandíbulas apretadas, avanzó por la acera en persecución del conductor que huía, un negro delgado que corría por el centro de la acera mirando de vez en cuando asustado por encima del hombro hacia los faros delanteros del vehículo que le seguía. Roy comprendió que Winslow iba a agotarle persiguiéndole por la acera al tiempo que el coche-radio arrancaba, demasiado ancho para la acera. Se encontraban a menos de noventa metros del saqueador cuando éste se volvió por última vez con la boca abierta en un mudo grito antes de desaparecer tras una cerca de eslabones de cadena. Winslow patinó al pasar a su lado, maldijo y descendió rápidamente del vehículo. Roy y Barkley le siguieron inmediatamente pero Winslow, asombrosamente ágil teniendo en cuenta su envergadura y su edad, ya había saltado la cerca y corría por el patio posterior. Roy escuchó cuatro disparos y después dos más mientras arrojaba el fusil al otro lado de la valla y saltaba él a continuación rasgándose los pantalones pero, al cabo de un momento, Winslow regresó cargando de nuevo el revólver.