– Ha escapado -dijo Winslow -. El maldito negro se ha escapado. Daría mil dólares a cambio de poder dispararle otro tiro.
Al regresar al vehículo, Winslow rodeó la manzana y volvió hasta donde se encontraba el Lincoln verde de los saqueadores que aparecía torpemente abandonado en medio de la calle, silbando a través del radiador roto.
Winslow se apeó lentamente del coche-radio y le pidió a Roy el fusil. Roy le entregó el arma y miró a Barkley encogiéndose de hombros mientras Winslow descendía del coche y disparaba dos tiros contra los neumáticos traseros. Después se acercó a la parte delantera del coche y destrozó los faros con el extremo del fusil y después rompió el parabrisas. A continuación rodeó el coche con el arma preparada como si se tratara de un herido peligroso que pudiera atacarle y golpeó con el extremo del arma las ventanillas de ambos lados. Roy miró hacia las casas de ambos lados de la calle pero todas estaban a oscuras. Los habitantes del Sureste de Los Ángeles, que siempre habían sabido no meterse en lo que no fuera de su incumbencia, no sentían tampoco curiosidad por ningún sonido que pudieran escuchar esta noche.
– Ya basta, Winslow -gritó Barkley -. Vámonos de aquí.
Pero Winslow abrió la portezuela del coche y Roy no pudo ver lo que estaba haciendo. Al cabo de un segundo emergió con un buen trozo de tela y Roy le observó a la luz de los faros mientras se guardaba la navaja. Quitó el tapón de la gasolina e introdujo el trozo de tela en el depósito y vertió gasolina sobre la calle debajo del depósito.
– Winslow, ¿estás loco? -gritó Barkley-. ¡Vámonos de aquí!
Pero Winslow no le hizo caso y dejó que la mancha de gasolina se extendiera a cierta distancia del Lincoln y después volvió a introducir el trozo de tela en el depósito dejando unos sesenta centímetros fuera colgando hasta el suelo. Corrió hacia la parte más alejada de la corriente de gasolina y la encendió y se produjo casi instantáneamente una pequeña explosión amortiguada y el vehículo ya estaba ardiendo cuando Winslow regresó al coche radio y se alejó del lugar con el mismo aire tranquilo y prudente de antes.
– ¿Cómo puede lucharse contra ellos sin ser como ellos? -dijo Winslow, finalmente, dirigiéndose hacia sus silenciosos compañeros -. Ahora no soy más que un negro y ¿sabéis una cosa? Me gusta.
Las cosas se calmaron un poco pasadas las tres y a las cuatro se dirigieron a la comisaría de la Setenta y Siete y, tras haber trabajado quince horas, Roy fue relevado. Estaba demasiado cansado para ponerse las ropas de paisano y desde luego estaba demasiado cansado para ir a su apartamento. Y aunque no lo hubiera estado, no le apetecía ir a casa esta noche. Sólo había un sitio al que le apetecía ir. Eran exactamente las cuatro y media cuando aparcó frente al apartamento de Laura. No escuchaba tiroteos ahora. Aquella zona de Vermont no había sido alcanzada por los incendios y casi no había sido alcanzada por los saqueadores. Todo estaba oscuro y en silencio. Sólo había llamado dos veces cuando ella le abrió la puerta.
– ¡Roy! ¿Qué hora es? -le preguntó ella en camisón y bata amarilla y él empezó a experimentar aquel agradable dolor.
– Perdona que venga tan tarde. Tenía que hacerlo, Laura.
– Bueno, entra. Parece que estés a punto de caerte.
Roy entró y ella encendió una lámpara, extendió los brazos y le miró con aquella expresión suya tan singular.
– Estás hecho un desastre. Un verdadero desastre. Quítate el uniforme y te prepararé un baño. ¿Tienes apetito?
Roy sacudió la cabeza y se dirigió al confortable dormitorio que tan familiar le resultaba desabrochándose el Sam Browne y dejándolo caer al suelo. Después, recordando que Laura era ordenada, lo arrastró con el pie hasta un rincón de al lado del armario y se sentó pesadamente en una silla del dormitorio tapizada de rosa fuerte y blanco. Se quitó los zapatos y permaneció sentado un momento deseando un cigarrillo pero sintiéndose demasiado agotado para encenderlo.
– ¿Quieres un trago, Roy? -le preguntó Laura saliendo del cuarto de baño mientras la bañera se llenaba con el reparador sonido del agua comente.
– No necesito un trago, Laura. Ni siquiera esta noche.
– Un trago no puede hacerte daño. Ahora ya no.
– No lo quiero.
– De acuerdo, cariño -dijo ella recogiendo sus zapatos y colocándolos en la parte baja del armario.
– ¿Qué demonios haría yo sin ti?
– Hace cuatro días que no te veo. Supongo que habrás estado ocupado.
– Iba a venir el miércoles por la noche. Entonces fue cuando empezó todo eso y tuvimos que trabajar más horas. Y ayer también. Y esta noche, Laura, esta noche ha sido la peor, pero tenía que venir esta noche. Ya no podía estar alejado por más tiempo.
– Lo siento mucho, Roy -dijo ella epatándole los húmedos calcetines negros mientras él le agradecía en silencio que le ayudara.
– ¿Qué es lo que sientes?
– Los disturbios.
– ¿Por qué? ¿Los has empezado tú?
– Soy negra.
– Tú no eres negra ni yo soy blanco. Somos enamorados.
– Soy una negra, Roy. ¿No es por eso por lo que te fuiste de nuevo a vivir a tu apartamento? Sabías que yo deseaba que permanecieras conmigo.
– Creo que estoy demasiado cansado para hablar de eso, Laura -dijo Roy levantándose y besándola; después se quitó la polvorienta camisa que se le pegaba al cuerpo. Ella le colgó la camisa y los pantalones y él dejó la camiseta y los calzoncillos en el suelo del cuarto de baño. Se contempló la cicatriz cóncava del abdomen y penetró en la bañera llena de espuma jabonosa. Jamás ningún baño le había sabido mejor. Se reclinó hacia atrás con los ojos cerrados, dejó la mente libre y se adormeció un momento; después advirtió la presencia de ella. Estaba sentada en el suelo al lado de la bañera y mirándole.
– Gracias, Laura -dijo él amando las motitas de sus ojos castaño claros y la suave piel morena y los delicados dedos que ella posó sobre su hombro.
– ¿Qué crees que veo en ti? -le dijo ella sonriendo y acariciándole el cuello -. Debe ser la atracción de los extremos, ¿no crees? Tu cabello dorado y tu cuerpo dorado. Eres el hombre más guapo que conozco. ¿Crees que es eso?
– Eso no es más que sobredorado -dijo Roy -. Debajo no hay más que una aleación de cobre y plomo.
– Hay mucho debajo.
– Si no hay nada, ponlo tú. No había nada cuando me encontraste el año pasado.