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– Nos vemos otro día, ¿vale?… No, bonita, no te llamaba para nada especial. Bueno, sí. Para felicitarte el verano. Ciao.

Y cuando voy a colgar, oigo que me dice con voz pastosa, suplicante.

– Baltasar, espera. Dime la verdad, pero la verdad jamón…

Trago saliva.

– Okey. Tú misma.

Una pausa. Y luego más bajito.

– ¿Era yo antipática de pequeña?

– Conmigo no, Lola -le contesto inmediatamente-. Conmigo eras un encanto.

Y me ha salido -lo noto- la voz más dulce y seria que le puede salir a un hermano pequeño que rompió a hablar diciendo «Lola está en el cine», y mide ya uno ochenta.

VII. LOS VECINOS DE ARRIBA

… Vamos andando los tres. Despacio. Demasiado despacio, como mareados al pisar tierra firme. Ella a mi izquierda con la mano de ese lado colgando. He subido la mía y, al chocar, las dos se enganchan. No es un roce casual, me quedo como en un nido dentro de la palma que acoge mis dedos sin apretarlos mucho. No me atrevo a levantar los ojos del suelo, baldosas de sol y sombra, voy a gusto así. Que no nos mire nadie. De él, que avanza a mi derecha, sólo veo unos zapatos negros de punta redonda. Me muevo a su ritmo pero sin tener que esforzarme. Me da por imaginar que, como es tan alto, está manejando desde arriba los hilos invisibles que me mantienen despierto mientras voy saliendo del bosque de la aventura, reconociendo el camino de vuelta. Si no fuera por él me perdería. Quiero perderme, pero con él vigilando, como antes. Así no meteré el pie en ninguna trampa ni me enredaré la ropa entre los pinchos. Que no me deje caer. Que dure el camino.

Voy pensando en la letra L, la veo dibujada. Un trazo recto de arriba abajo y otro más corto haciendo ángulo. La conozco de que Lola llevaba un broche plateado en la solapa y un día me dijo: «Mira, ésta es mi letra.» Más adelante, perdió algún rato en explicarme cómo se pronuncia. Me metía un dedo en la boca, abría la suya tipo espejo y me apretaba la lengua contra el paladar de arriba. «Lo que está detrás de los dientes, ¿ves?, déjala un rato así quieta, muy bien. Y ahora la separas de golpe y saldrá una ele.» Pero yo lo hacía mal y sólo sonaba un ruido como de chicle que se despega. «Bueno», decía Lola, «da igual, ya aprenderás por ti mismo. En cambio la pintas muy bien, claro que es de las más fáciles.»

Lola está en el cine. Me late fuerte el corazón. Cuando vuelva del cine, tengo que contarle que he dicho su nombre, que he aprendido a hablar.

De repente Bruno, el hombre alto, se ha parado. Y Elsa y yo también. A su mandato. En ese momento, debajo de los zapatos negros de punta redondeada surge otra vez la flor rara de aquella sospecha. ¿Y si fueran éstos los vecinos de arriba? Se me pasó por la cabeza desde que salieron a saludar, se quitaron los capuchones y vi que Máximo los conocía. Luego la verdad es que no tuve hueco para perseguir esa pregunta. Nada más asomar, se la tragaron los repliegues del escenario, la dejé atrás y acabó ardiendo con las chispas de mi ingreso en la fonética. «Bienvenido a la otra orilla», me dijo él cuando me alzó en brazos. Sabe mucho, seguro que se refería al río que separa el no hablar del hablar. ¿Y ahora qué? ¿Por qué nos hemos parado?

– Baltasar, has venido muy pensativo -dice su voz desde lo alto-. ¿Te pasa algo?

Noto una bola apretándome el estómago. ¿Me habré vuelto mudo otra vez? Ahora suena la voz de Elsa.

– Déjalo, hombre. Le gusta mirar más que hablar, ¿verdad?

Y me suelta la mano. Seguimos parados. Levanto la cabeza y reconozco el portal de casa. O sea, que ellos sabían que vivo aquí.

– También me gusta hablar -digo.

Un alma se me está metiendo por la espalda. Está gastándose la tarde, y la plaza me parece enorme, como el rato que va de ahora a cuando vi pasar a la señora del palo mirando disimuladamente hacia nuestro balcón. Echo una ojeada alrededor. No la veo, ni a nadie conocido. ¿Será otra plaza? Se oyen campanadas, gritos de niños, pasos, palabras que no entiendo de turistas buscando sitio en la terraza de un café. No se fijan en nuestro grupo quieto, aunque algunos nos rozan y hasta nos empujan, tal vez seamos invisibles. Ni idea de lo que puede faltar para que se haga de noche. Sonrío a mis amigos los titiriteros. Al hablar se me ha quitado la bola del estómago. Bruno pone la mano sobre mi cabeza y me alborota el pelo.

– Bueno -dice-, pues si te gusta hablar, dinos una palabra bonita de despedida.

Cierro los ojos. Adiós no. Adiós es muy triste.

– Mariposa -digo-. Pero no es mariposa.

– ¿Libélula?

– Sí.

– ¿Es que no sabes decir libélula?

Bruno se ha agachado y sonríe como si lo entendiera todo. Me da un beso.

– Claro, demasiadas eles. Eres muy listo, tú, Baltasar. Ojalá volvamos a vernos. Adiós.

Ha sonado la palabra que menos querría oír. Desde la cuna ya la entendía. Y, clavada en un beso, hace sangre en el beso. No me muevo ni digo nada.

Elsa pregunta:

– ¿Te quedas jugando por aquí? ¿O te subes a casa?

– ¿A qué casa?

– ¿A cuál va a ser? A la tuya. Vives aquí, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Entonces?

– En casa no hay nadie. No quiero. Me quiero ir con vosotros.

«Es el niño más bueno del mundo. Nunca llora ni protesta por nada, tan dócil, tan mono», decía mamá. Y mi padre una vez le llevó la contraria, un poco inquieto. Estaban en su cuarto y tenían la puerta entreabierta. Supe que hablaban de mí. «Que no llore ni diga una palabra no indica que se conforme con todo lo que ve, no te fíes; a mí me mira de una manera que a veces, te lo juro, me da casi miedo.»

Me acuerdo de eso, y aquí mismo, delante del portal de casa, me doy cuenta de que ya soy mayor. Antes me dejaba llevar por la marea o nadaba a la defensiva. Ahora mando. Acabo de aprender a hablar, y ya he dicho «No quiero».

Elsa y Bruno se miran como consultándose. Un poco sí parece que les extraña.

– ¿Y te divierte estar con dos viejos? -pregunta

ella.

– Dais saltos y os reís, no sois viejos.

– Pero no te creas que vamos de paseo ni a hacer otra función. Vamos a una casa que no sé si te gustará, a recoger trastos, no podremos hacerte caso. Y además…

– ¿Además qué, Elsa? -interrumpe él-. ¿Te molesta que suba un rato el chico? Ya has visto que no da guerra ninguna, que se entretiene solo. Y algo de merienda tendremos.

– No, si no me molesta… Lo digo porque luego… Bueno, ya sabes.

Se han apartado un poco y cuchichean. Ahora que él está de espaldas, me fijo en que lleva una mochila grande que le hace como joroba. Se vuelve hacia mí y sonríe.

– A ti te gusta venir con nosotros, ¿no?

– Sí.

– ¿Aunque te hagamos poco caso?

– Me da igual.

– Pues no se hable más. Sólo te pongo una condición. ¿Sabes lo que es una condición?

– Sí, por los cuentos -digo.

Y cruzo los dedos para pedir que no sea difícil. Bruno palpa los bultos que se marcan en la mochila a su espalda.

– Ella va aquí dentro, ¿sabes? Te va a oír, aunque esté dormida. Intenta llamarla: ¡Libélula!

– Li-be-la -digo.

– Bueno, te has comido una ele. No sé si le importará. Tiene tres.

– Pero dos alas.

– Eso es verdad. Vamos a preguntárselo. Seguro que te da permiso. Ella manda mucho en casa, ¿sabes?

Vuelve la cara por encima del hombro y Elsa se ríe como una niña.

– ¡Libélula! ¿Quieres que venga con nosotros Baltasar?

Hay un silencio. Y enseguida una voz aguda, diferente: