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– Oye, Fuencis, ¿por qué vive papá en otra casa?

– Porque es la casa donde nació. Una casa con muchos torreones, al otro lado del río. Tú vives aquí porque has nacido aquí, ¿no?

– Pero él es mayor.

Fuencisla se quedaba con los ojos fijos en la ventana, y yo esperando. La respuesta siempre le venía con el vuelo de alguna paloma, porque en aquel patio de atrás vivían muchas. En desconchados de la pared.

– Es que, ¿sabes?, de pequeño le hicieron un maleficio. A algunos mayores les pasa. Y luego no crecen bien.

– ¿Qué maleficio?

– Pues verás, una tarde subió a jugar a la buhardilla y descubrió una habitación en la que nunca se había fijado. Empujó la puerta, ¿y a quién dirás que se encontró?

– A una señora que estaba hilando.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque es de otro cuento que me contabas antes de hablar yo.

Cuando la pillaba en una de esas trampas, tardaba en encontrar salida. Pero tampoco eran trampas del todo. Ni las que ella hacía ni las que le ponía yo. Eran mezclas, afición a recortar de aquí y pegar allá. Un juego. Como lo era el hablar mismo, y eso cada día lo iba sabiendo más claro.

Yo creo que Fuencisla estaba deseando dejarme de contar cuentos inventados, pero no podía. Aunque saliera en ellos gente con nombres de verdad, sonaban igual que los de mentira. Cambiaba cosas, describía habitaciones donde nunca había entrado, paisajes que nunca había visto, les pintaba a los personajes la cara que a ella le venía en gana, aunque no les pegara mucho. O sea, lo que es inventar. Pero lo que menos podía evitar era meter en la historia algo sobrenatural y que diera miedo. En eso jugábamos con fuego, porque el miedo se propaga igual que los incendios reales. Yo unas veces fingía que no entendía nada y otras que me lo estaba creyendo todo por absurdo que fuera. Era mi manera de pedir más, y ella lo sabía. Eramos cómplices de un engaño que nos salía bastante bien.

– Es que en la vida, Baltita, salen cosas parecidas a las de los cuentos. Pero a tus hermanos no les digas nada. Ni a tu madre. Son secretos de familia.

– Que no, Fuencis, que no digo nada. ¿Pero quién era la señora que estaba hilando?

Ante las preguntas concretas era cuando ella ya se ponía a desbarrar.

– Pues verás, unas veces era buena, otras mala y otras malísima.

– Digo que quién era, que por qué estaba allí y qué cosía.

– Cosía tiempo. Y nadie sabía por qué estaba allí. La verdad es que algunos no la veían. Ella ya se lo advirtió al niño.

– ¿A qué niño?

– A tu padre. Si te distraes, lo dejamos. Pues anda que no tengo yo pocas cosas en que pensar como para perder el tiempo contigo.

– No te enfades, Fuencis, por favor. ¿Mi padre sí la veía?

– Algunas veces la vio, pocas, no pasarían de tres. Otras no encontraba ni siquiera la puerta.

– Le extrañaría mucho.

– Sí. Lo que más le extrañaba es que estuviera cosiendo sin hilo, porque el tiempo no se ve. Y eso da miedo. Pero lo que ya le metió miedo en serio fue lo que ella le dijo la segunda vez que la encontró. En ese momento empezó el maleficio. ¡Ay, Dios mío! Nunca se sabe de dónde salen las amenazas. Vive uno pensando que está a salvo, que todo va a acabar bien. Pero no te fíes.

Suspiraba como si se hubiera metido a pensar en otra cosa. Y aquellas pausas se aguantaban mal. Yo decidía contar despacito hasta cien, pero nunca pasaba de veinte.

– ¿Qué le dijo para meterle tanto miedo? ¿Puso cara de bruja?

– No, no. Ni mucho menos. Tenía una voz muy dulce y una cara serena, rodeada de un pelo como rayos de luna. Le dijo: «No siempre que vengas aquí me encontrarás. Estaré por la casa convertida en otra, no te asustes, tengo el deber de avisarte. Cuando ella quiere, me llama desde abajo y desaparecemos yo y esta habitación. Y ella, que es otra pero también un poco yo, querrá tenerte cosido a sus pies como una sombra, no te dejará crecer bien. Ése es el maleficio. Serás guapo, listo y bueno, pero no tendrás libertad. Sólo cuando ella esté durmiendo, te desatarás un rato. Y conocerás al mismo tiempo el aire y su nostalgia.» Ésas fueron sus palabras.

– ¿Y no le pinchó con una aguja o algo?

– Eso no se sabe de fijo. Unos dicen que sí y otros dicen que no.

– ¿Y la otra, la mala?

– ¿La mala? A ésa la veían todos. Era la dueña de la casa. La que mandaba sin que nadie se atreviera a rechistar. Muy estirada. Comía siempre con el chico en una mesa larga, cada uno sentado en una punta, candelabros y vajilla de plata, siempre a las mismas horas. Y servía la mesa un criado con guantes blancos. El niño la miraba de reojo, y casi no podía masticar de miedo cuando empezó a darse cuenta de que se parecía a la que cosía tiempo, a veces muchísimo. En la frente, en los ojos, en la estatura. Depende de cómo le diera la luz. Guapa, porque siempre lo fue, pero una belleza diferente. La otra, que no existía ni tenía nombre, era más de verdad, no sé cómo explicarlo.

– Da igual, déjalo, Fuencis.

Nos mirábamos serios, y de pronto el juego bordeaba el abismo. Me asustaba mirarlo. El agujero negro de los parentescos podía convertirse en un nido de víboras. Mejor cambiar de rollo y ponerse a estudiar.

Le decía a Fuencisla que tenía pendientes muchos deberes del colegio, que ya seguiríamos otro día. Y a ella no parecía importarle, más bien creo que era un alivio salir de aquella selva. Pero yo le notaba en los ojos que inmediatamente se metía en otra, en la de su pasión por el carnicero viudo. Había empezado a adelgazar, estaba probando unas lentillas en sustitución de las gafas gordas de carey, leía novelas románticas y suspiraba más que nunca.

– Adiós, Fuencisla.

– Adiós, hijo. Que se te dé bien el estudio. Desde que te vi en la cuna dije que eras muy listo. A mí también me habría gustado estudiar.

– Estás a tiempo.

– No creo. Además, es otro el tren que ahora quiero que no se me escape. No se puede atender a muchas cosas juntas

La dejaba allí mirando a la ventana, escuchando el arrullo de las palomas en el patio. Y al salir de la cocina, me parecía oír por el pasillo el toc-toc de la señora del palo. No era la primera vez. Se había colado en la casa zurriburri desde la famosa noche de los títeres. Y yo sabía que la única manera de espantarla era no dejarme impresionar, rechazar su contagio y su influencia. Al fin y al cabo jugaba en campo contrario. Me paraba a tomar fuerzas.

– Sales perdiendo, te lo aviso -le decía en voz alta-. Si te quieres quedar, allá tú, pero no creo que lo aguantes. En esta casa se rompen cosas, no se limpia mucho, no tenemos horarios, y pasamos totalmente de vajilla de plata. Además a papá, si venías a eso, de aquí no lo arrancas. Se marcha y siempre vuelve. Por algo será. Diga lo que diga, le gusta nuestra familia, somos su familia. Así que haz lo que te dé la gana. Peor para ti.

Luego me ponía a canturrear «The sounds of silence», seguía andando y el rumor del bastón de la duquesa sobre las baldosas desaparecía como por encanto.

Otro toro para el arrastre. Eran faenas solitarias que le solía brindar a Max-flash.

X. DE DRAGONES Y EJERCICIOS ESCOLARES

Entre los cuatro años y los siete, que es cuando cambió nuestra vida porque nos mudamos a Madrid, los libros fueron como una ventana que se abre para que entre un aire menos contaminado. En el colegio hice progresos a toda velocidad y me cambiaron de clase. Las cartillas de párvulos no las podía resistir y en vez de copiar con letra inglesa: «¿Se asea así ese oso? Sí, ese oso se asea así», inventaba otras frases con ese igual de absurdas o más, pero sacadas de mi cabeza. Por ejemplo: «Sigue el sendero secreto. Si sales de Siberia, no te sientes al sol.»