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Es que son dos, irá descubriendo Baltasar, la abuela, el padre de Isidoro, Fuencisla y también él. Pero no hay bebedizos mágicos que faciliten la transformación. Hay conflictos, hay deseos que se cruzan y chocan con otros deseos. En este sentido, la historia de Fuencisla tiene en el capítulo de Camino una continuación magistral. En un principio las relaciones de Fuencisla con la casa zurriburri parecen ajustarse a la clásica imagen de criada bienhumorada y fuerte que es «como de la familia»; su acción terrible estaría entonces separada de esa imagen, pertenecería a una vida aparte. Sin embargo, el episodio de Camino nos revela una quiebra profunda, el despeñadero que en la tierra de ese «ser como de la familia» puede llegar a abrirse.

«En casa llevaba varias semanas viviendo un ser humano y para ellos nada, igual que un perro o peor, no les importaba saber si estaba a gusto o no, cómo se las apañaba para hacerse un hueco y orientarse en medio de tanto lío.» Con este alegato el niño Baltasar irrumpe en el dormitorio de sus padres. Aunque Baltasar está hablando de la nueva chica, de Camino, a la memoria del lector acuden frases de doble filo referidas a Fuencisla: «¡Pero si tú no te puedes ir!», le decía Lola cuando ella refunfuñaba que un día iba a largarse. «Sabíamos que de su pueblo estaba más harta todavía que de casa», cuenta Baltasar, «había reñido con la familia que le quedaba allí y no iba ni por las vacaciones de Navidad.» Y así vemos que ser «como» de la familia es al fin para Fuencisla no tener familia, ni aquella que al decir «como» está diciendo «y por lo tanto no es de la familia», ni aquella otra que podría dar cobijo en el caso de alguna desavenencia grave.

Fuencisla y Camino dejan la casa zurriburri cada una por diferentes razones, pero el impulso que las lleva a las dos es el mismo. Proviene de una misma carencia y nos muestra el primer propósito de la novela, la impugnación de la lógica de los parentescos cuando establece distancias, y segrega y excluye en vez de aproximar, y no sirve para unir sino para marcar un límite, para trazar la raya del dolor: tú no eres nada mío.

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Pero impugnar no significa mirar hacia otro lado: no es tan sencillo. El mundo conocido se organiza, en primera instancia, a través de los parentescos, y no se trata de hacer como si no existieran. Muy al contrario, la novela nos lleva al interior del espacio que se abre en frases como «cuando mis padres se casaron, yo tenía ocho años para nueve». Nos mete dentro con esa voluntad que Martín Gaite siempre tuvo de anclarse en el presente y no en la sola nostalgia ni en la memoria sola. Y, una vez hemos entrado, la novela dibuja el arco que une a unos padres de quienes no cabe desentenderse con la criada Fuencisla y aún con lo más lejano, la prima Olalla, la hija del padre de los hermanos de Baltasar, Olalla, la niña que no es nada de Baltasar y sin embargo lo es todo.

Mientras Baltasar trata de hacerse, como Camino, un hueco en medio de tanto lío, va viendo que no basta con poner un nombre a cada relación, madre, o criado, o padre de un amigo. «Es que son dos», empieza a descubrir. Cada uno de ellos es otro cuando se cruza en su vida una necesidad. Cada uno de ellos es otro en lo terrible -el padre de Isidoro clavándole a su esposa un abrecartas afilado en la cara- pero también en lo banal -su madre que «cuando leía novelas es cuando estaba más lejos y se olvidaba por completo de las promesas que me pudiera haber hecho»-. Baltasar mismo, tras descubrir que sabe parar goles, dice: «Es como si me hubiera salido de dentro otro que no soy yo y es el que me manda saltar.» Baltasar ha visto muchas transformaciones y ha escuchado el aviso de su amigo Isidoro: «Ten cuidado. También el doctor Jekyll se olvidaba enseguida de Hyde; pero eso fue al principio. Luego, cuando quiso caer en la cuenta, ya no podía quitárselo de encima. Era su esclavo.»

Baltasar ha visto, sí, muchas transformaciones. La novela da cuenta de ellas y parecería que su propósito es mostrar cómo lo claro se vuelve turbio, cómo la luz se torna oscuridad si no fuese porque una transformación de otro signo se anuncia ya al principio de Los parentescos. Me refiero a la fonética, me refiero a la transformación de la fonética y a cómo esa transformación vuela en las alas de una libélula.

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Si el lado oscuro lo producen las relaciones sociales, los parentescos vacíos o la voluntad de avasallar, el lado claro se abre camino a duras penas. En esta descompensación se encuentra, me parece, el corazón de la novela. Si el lado oscuro puede llegar a ser poderoso y terrible, el lado claro no es más que una pequeña libélula agotada. Pero esa libélula ha estado presente el día que el niño Baltasar, que llevaba cuatro años sin hablar, tomó la palabra. Después de cuatro años de estar atento y pensar y preguntarse, un buen día Baltasar dice cuatro palabras seguidas y, a partir de ese día, ya no dejará de hablar. Es el mismo día en que ha asistido a un teatro de títeres y ha contemplado «una historia que iba a cambiar mi vida». Una libélula, ser frágil donde los haya, penetra en el interior de un ogro para transformarlo, para renovar su alma y transformar su mal carácter hacia la claridad. Todo lo que sabemos es que después esa libélula se queda sin fuerzas, arrugada y torpe. Y es que renovar el alma de otra persona no es un acto mágico sino un esfuerzo que agota. Queda agotada la libélula de los títeres, y Baltasar, que por fin habla, empieza también a gastarse, porque ahora que habla es responsable, porque ahora que habla debe intervenir, ya está dentro de la historia, ya no puede estar al margen.

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¿Qué va a hacer Baltasar con el lado oscuro y con el lado claro de las cosas? Al llegar aquí se hace ineludible la pregunta por el final. Pues si es verdad que lo que tenemos de Los parentescos es Los parentescos, también lo es que los buenos libros nunca son aleatorios, no es cierto que admitan finales indistintos, en los buenos libros el final está en cada una de sus páginas, el final no surge de pronto sino que empieza cuando empieza el libro.

Carmen Martín Gaite no hablaba apenas de sus novelas mientras las escribía, pero a veces hablaba de cosas que le llamaban la atención y, al contarlas, su voz se acuclillaba un poco, como para pasar debajo de una valla, como para llevarte por sendas escondidas; entonces comprendías que de algún modo estaba hablando de su novela. Una vez me contó así la película Manos peligrosas. Es la historia de un carterista que roba sin querer un microfilm, aunque Carmen Martín Gaite no me habló de esa historia sino sólo de una escena que la había impresionado.

Moe, una mujer madura, entra en su cuarto. Pone un disco muy gastado con canciones francesas. Se sienta en la cama, se coloca las gafas de cerca para ver su pequeña libreta de gastos y, en ese momento, repara en unos zapatos negros sobre su cama. Unos zapatos que conducen a unas piernas que conducen a un hombre. El hombre de los zapatos negros pide a Moe, una soplona de los suburbios encarnada por Thelma Ritter, que le revele el paradero del carterista a cambio de mucho dinero. Y ella le dice que está cansada: «Nos ocurre a todos en algún momento. Lo mío es un poco de todo. Me duele la cabeza y la espalda. No puedo dormir por la noche, me cuesta levantarme cada mañana y vestirme y caminar por la calle, subir las escaleras. Y continúo haciéndolo. Tengo que seguir ganándome la vida para poder morirme. Pero ni siquiera vale la pena esperar a tener un buen funeral si debo hacer negocios con canallas como usted.» Después Moe ve la pistola del hombre de los zapatos negros: «Mire, amigo, estoy tan cansada que me haría usted un gran favor si me volara la cabeza.»