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– Oye -me preguntó Pedro-, ¿tú sabes si Fuencisla está enfadada o le pasa algo?

Me encogí de hombros.

– No sé. Lola dice que cada persona es un misterio. Ella sí sabe algo. Me parece que Fuencis tiene novio.

Hubo un silencio. Y mientras me comía la última tostada, noté con asombro que también Pedro se puede poner triste. Se nota por los ojos. Miraba la cocina desordenada, despacio, como si no estuviera yo allí, y se paró en los cacharros amontonados en el fregadero. Yo me terminé el café y fui a buscar una bayeta mojada para quitar las manchas del hule.

– Ojalá Fuencisla no se vaya nunca, ¿verdad? -dijo como si necesitara de mí un raro apoyo.

– No creo que se vaya nunca -dije.

Pero acababa de notar aquel aguijón de miedo que clavaban los cuentos de Fuencis a partir de la mitad.

Luego Pedro y yo nos pusimos manos a la obra sin perder tiempo. Preguntas sólo me hizo las indispensables, pero su sentido práctico y sus ganas de acabar pronto vencieron los obstáculos fantasma que yo le había visto a aquella labor. Salía todo de maravilla.

Sin embargo, como Pedro es mandón, se metió a darme ideas que no todas me gustaban. Hasta que me puse en guardia, porque una cosa era admirarle y otra dejarme mangonear. Lo que le parecía más absurdo es que quisiera conservar la cuna azul. La agarró y dijo que, pasado el cuarto de Fuencisla, había un armario muy hondo y que allí cabía perfectamente. Yo se la quité y la apoyé plegada contra la pared.

– Que no. Que yo la quiero tener aquí.

Accedió de mala gana, como molesto.

– No te enfades, anda, que es mi cuarto -le dije.

Y le pedí que me ayudara a ponerle encima, sujeto con chinchetas, el póster de la fonética. Entre el borde de abajo y los barrotes de la cuna azul quedaba un trozo alargado de pared. Me aparté a mirarlo desde la ventana. Era una playa desierta aquel espacio.

– ¿Ves? -le dije a mi hermano-. De ahí para abajo no hablaba, era pequeño, no me acuerdo de lo que pasó. De ahí para arriba soy mayor, me salen las consonantes por su sitio, y estoy un poco loco.

Él sonrió, que sonríe pocas veces. Dijo:

– Bastante loco, sí. Pero te has hecho mayor sin que nadie te ayude. Y eso es un orgullo.

No me dio tiempo a emocionarme, porque cambió de tono.

– Oye, ¿te parece que queda ahí bien la cama turca?

– Sí. Está todo muy bien.

«Todo» era muy poco. Bailaban los muebles y mis libros y cuadernos se amontonaban por el suelo. Pedro dijo que en el maletero del cuarto de ellos había una estantería por elementos que no usaba nadie y que podía venirme bien. Para mí los elementos eran aire, fuego, tierra y agua. No lo entendía.

– Ahora te lo explico. Te la voy a traer -decidió.

– ¿Ahora? ¿Y me la pones tú?

– Claro. Es fácil de montar. Ya verás.

Un poco de pereza empezaba a entrarme de tanto ir y venir. Pero tampoco iba a decirle que lo dejáramos para otro día. Trajo el cajón de las herramientas, unos tablones y dos piezas con barrotes metálicos. Los atornilló a la pared y luego les iba acoplando los tablones, que dejó apoyados contra la cama. Me los pedía uno por uno desde el taburete en que estaba subido, mientras me explicaba que aquéllos eran los elementos. Que había que combinarlos en casa, no en la tienda. Iba a toda mecha, y yo pasmado, aunque me mareaba un poco. Mis hermanos es lo que tienen, que siempre dan sorpresas.

– Lo haces muy bien -le dije-. Nadie sabe hacer

eso.

Creo que le halagó, pero le quitó importancia.

– Bueno, en cuanto practicas un poco de bricolaje es fácil -dijo-. Cuestión de paciencia. Máximo, si se

pone, también sabe hacerlo. Pero tiene que ser cuando a él le da la gana.

– ¿Tú me estás ayudando sin que te dé la gana?

Se quedó dudando.

– Bueno, muchas ganas no tenía -reconoció-. Pero me han entrado al ponerme. Las ganas vienen de ponerse. ¿Lo entiendes?

– Un poquito sí, y un poquito no.

– Da igual. No te preocupes.

Me di cuenta de que a los martillazos no acudía nadie. O sea, que estábamos solos en casa. Y me imaginé tumbado en aquel trozo de playa desierta de la pared, porque me estaba entrando sueño. La arena estaba caliente de sol. Y las olas sonaban suavecito.

Cuando acabamos eran las once. La cama turca la habíamos dejado estirada con su colcha en una esquina junto a la ventana. El cuarto parecía más grande.

– Pero faltan cosas -dijo Pedro-. En ese velador pequeño no vas a poder estudiar.

– Ya lo iré arreglando. Le pediré a mamá algo.

– Una mesa. Que te compre una mesa.

– Bueno, a ver si quiere.

Me dio un beso, me dijo que se alegraba de haberme podido ayudar y se fue a su cuarto.

Yo me quedé colocando libros y cuadernos en la estantería, pero enseguida me cansé. Como había dormido mal, me tumbé en la cama, se me cerraron los párpados y al abrirlos miré alrededor. No reconocía nada. Acababa de saltar de un tren en marcha. Iba cantando a voz en cuello «Ciao, amore, ciao», con Lola y Máximo sentados en el asiento de enfrente. Bebíamos vino. Y yo de pronto me esfumé. No me despedí de ellos, no les dije «Me vuelvo a Segovia» ni nada. Un viaje centella. Fue lo primero que entendí, lo corto que había sido, ni una hora. La luz que entraba en casa era de mediodía, con ruidos de domingo. Mi cama había cambiado de sitio, sí. A eso también se le podía llamar viaje. Pero Lola y Máximo seguían juntos en aquel tren. Y seguro que no me echaban de menos. Dirían: «¡Uf, Segovia, qué rollo!»

Se me saltaron las lágrimas de envidia, y las dejé correr. Entornando las pestañas, al póster de la fonética, allí enfrente, se le cambiaban de sitio los letreros. La laringe, la lengua y la tráquea se desteñían, goteaban churretes rojos sobre la playa desierta de la pared. La habían asaltado piratas malos.

Me sequé las lágrimas y me largué a la plaza.

Llevaba en el bolsillo mi peonza, que se me daba fenomenal bailarla. Me puse a soltarla sobre las baldosas de los soportales y se desmarcaba dando saltos de riesgo. Había unos extranjeros sentados en el Café Principal. Un hombre, una mujer y una niña rubita más alta que yo comiendo patatas fritas que iban sacando de un paquete. Estaba tan aburrida la pobre, que se puso de rodillas en el asiento y no tenía ojos más que para seguir los giros de la peonza. Hasta que empezó a mirarme a mí y se reía mucho, como si estuviera en una función. Luego dejé la peonza y me puse a dar volteretas sobre las manos. También en el colegio lo hacía para llamar la atención. Cuando acabé, la niña se bajó de la silla y se vino a hablar conmigo, aunque no nos entendíamos.

Le conté que acababa de llegar de Italia, que había estado allí con mis hermanos a ver al padre de ellos que era guapísimo y escribía unas historias preciosas para los títeres. El tren donde fuimos era verde, el campo morado y las vacas tenían tres cuernos. Lo habíamos pasado estupendamente. El padre de mis hermanos se llamaba Gabriel, no era nada mío, o lo que era no tenía nombre. Vino a buscarnos a la estación en una furgoneta, y sin pasar por su casa ni nada nos llevó al circo. Le iba a contar la historia de la libélula, porque me parecía que pegaba muy bien en ese momento. Pero antes hice una pausa y la miré para ver si se estaba aburriendo. Tenía los ojos brillantes.

– Wonderful -dijo-, come on.

«Come on», quiere decir «sigue». Lola y Mati lo empleaban mucho. Y por eso supe que aquella niña estaba harta de ver catedrales. Porque, si no, ¿quién le pide a un chico desconocido «come on», y encima sin saber lo que le está contando? Mucha necesidad hay que tener.

En Segovia turistas con niño se veían cantidad. Eran niños tristes, que seguían a sus padres como robots por castillos, iglesias y hoteles reservados por agencia. Bendije a mi familia, en la que nadie obligaba a viajes programados de antemano. El calor que yo estaba poniendo en describir uno imaginario ante aquella niña rubia que no me entendía era como una música compartida de milagro. Y puede que todavía ella, donde esté, se acuerde, como me acuerdo yo, de ese rato que nos unió fugazmente.