En los cuentos de terror, el que asusta no siempre tiene la culpa de asustar. Puede ser un lobo, una cucaracha gigante o un relámpago. No les cuadran juicios de valor. Para ellos meter miedo es cosa de su condición. Y sin embargo, aunque no tengan más remedio que presentarse como se presentan, nosotros andamos al acecho y los evitamos, claro.
Y a mí papá me evitaba. Era una de las pocas constantes en aquel enredoso argumento de inquilinos moviéndose y mirándose, desapareciendo. Las evidencias en la casa zurriburri se borraban antes de tomar bulto, y enseguida venían otras a quitarles el sitio. Pero papá me evitaba.
A los siete años, yo ya sabía cómo se reproducen las plantas, los insectos, los peces, los cuadrúpedos y los bípedos. O sea que padrastro era una tapadera de otro guiso. Damián no comparte ni un glóbulo rojo del guiso de mis hermanos, y a mí con Gabriel me pasaba igual. Con la diferencia de que yo a Gabriel no lo conozco y eso le impide ser mi padrastro. Tengo una mesa que luego me he enterado de que fue suya, pero no nos hemos cruzado nunca por el pasillo de una casa. Hay que vivir juntos una temporada de prueba, a ver cómo se porta, la educación que tiene y esas cosas, para poder comparar. Porque viene de sustituto del que había antes, si no, ¿qué padrastro es ése? Vamos, yo por lo menos lo veo así. Son normas que me invento, caminos que voy abriendo a golpe de machete en una asignatura que tienes que aprobarla aunque no venga en el programa.
El de «hermanastro», en cambio (por fea que suene la palabra), es un parentesco total, porque haces gestos parecidos desde que naces, y también quedan huellas en la voz o en la forma de la nariz o hasta en cómo te enfadas. Cosa de la genética. Yo, por ejemplo, cuando soy un poco malo, pienso: «Debo salir a la abuela Baltasara», y ya me doy por perdonado. Llevas genes de la misma clase, que son células, para entendernos. ¡Qué razón tenía don Marcelino!
Y ya no sabía si de mayor quería ser médico o explorador de historias ajenas; ¿no era lo mismo, en el fondo? Total, que entre la biología y la historia, dos montañas que a primera vista parecen tan distantes, hay un túnel y a fuerza de circular por él sin linterna te vuelves algo sabio.
Fue un invierno muy largo aquel último que pasamos en Segovia, y ya con los primeros días templados, además de curarme de una bronquitis malísima, había conseguido trasladar a la historia de España mi obsesión por los parentescos. La semana que pasé en la cama me devoré un libro que me trajo Máximo de regalo. Papel cuché, tapas duras en azul y muchas ilustraciones. Resumía lo principal desde los godos a Alfonso XIII y traía unos gráficos que se entendían muy bien. Máximo, poco después de volver de Italia, había entrado como corrector de pruebas en el periódico local. Un oficio que ya hacen las máquinas y hoy se ve como de marcianos. Porque en diez años y a la mecha que va todo, pocas tareas quedan que se hagan despacito y las manos intervengan. Pero a Máximo pensar en el futuro le apasionaba. Fue a la primera persona que oí hablar de ordenadores, tenía muchos folletos, en Milán eran cosa corriente. Me dijo también que España es el país donde más duran los hijos en casa de los padres sin dar golpe, que hay que ahorrar dinero para largarse, montarse en marcha. El porvenir está en la técnica, es como tirarse a un río helado, no hacen falta tantos títulos -decía-, lo que hace falta es valor.
Es el que más veces entró a verme a mi casita de papel (que, por cierto, todos me la envidiaban). Se sentaba en la butaquita de Bruno y yo le preguntaba algunas dudas sobre el libro que me había regalado. ¿Ser rey era más que capitán de barco y que marqués? ¿Hablaban alguna vez los reyes con los soldados? ¿Cómo se trasladaban las piedrotas de las catedrales? Y él me dijo que a veces a lomos de elefante, me sonó rarísimo. Mirábamos juntos los grabados de la parte antigua, hasta la conquista de América o así, que es donde me quedaba colgado, y se veía a la gente vestida como personajes de la baraja. Máximo se encogía de hombros ante mis preguntas.
– Bueno, no creas que yo ando muy puesto en historia -me dijo-. Tiene poco futuro mirar para atrás. En Italia se espabila más la gente, van de cara a otros sistemas, viven en la actualidad.
– Pues a mí este libro me encanta. Aunque sea antiguo.
Me contó que en la librería le habían hecho descuento porque la hija de los dueños era medio novia suya. Trabajaba en la caja. Le pregunté que si ya no salía con Mati y se echó a reír.
– ¿Con Mati? ¡Pero si Mati es de la época de Witiza! Hay que darles puerta a las chicas, forastero. Esta de ahora se llama Nieves. Es más romántica que Mati. Tiene más peligro.
También me enteré de que la librería era la misma donde me compraron mis padres el póster de la fonética, una grandísima y alargada que tenía entrada por dos calles. Vendían además objetos de escritorio y bolas del mundo. No había vuelto a entrar en ella. Todo empezaba a ser un poco de la época de Witiza.
El libro aquel de tapas azules lo tengo todavía y está unido al recuerdo de mi convalecencia, de las primeras brisas primaverales y de las ganas de comer y de salir a la calle, que las tenía como adormecidas. Por ejemplo, respirar era maravilloso y no tener tos ni dolor de cabeza. Mamá me midió en el pasillo y había crecido. Al mirar las otras marcas sobre la cal me entró como miedo, «Se crece sin darse uno cuenta», dije. Pero mamá no lo debió de oír, andaba distraída y siempre ocupadísima.
Por aquellos días, empezaron a oírse golpes en el piso de arriba, porque habían entrado los obreros. El tapiz de la bailarina lo enrollaron y no sé adonde iría a parar. Yo procuraba estar en casa lo menos posible.
De estudiar las guerras y las dinastías saqué en consecuencia que los que iban a caballo a cazar jabalíes o moros a campo traviesa, presidían torneos o salían entre aplausos al balcón con su corona puesta no sólo eran perversos y feroces sino que cuantas más perrerías le habían hecho a un pariente, más duraban en el mando absoluto. Puñaladas por la espalda, veneno en una copa, encierro en vil mazmorra, de todo. En la Edad Media ya es de alucine, no perdían tiempo en disimulos, a zancadilla limpia. Y que no viniera un obispo o letrado a hacerles los cargos, que era enemigo muerto al día siguiente. Y total para qué, si luego tenían que andar con cien ojos para que a ellos no les pasara lo mismo. Al fin y al cabo todos tenían hermanos, hijos y mujeres, que, por lógica, debían formar piña. Pues al revés, no se fiaban ni un pelo unos de otros. Cuanto más cerca, más motivos de traición, más miedo a ser vigilado por el ojo de la cerradura. No hay nido de intrigas peor que el de la propia familia. Ya viene la cosa desde Caín y Abel, aunque eso sea leyenda, qué importa. A mí todo me daba pasto para tenerme el día entero ansioso de atar cabos.
Quitando los ratos que pasaba jugando al fútbol, la cabeza la tenía como una olla a presión. Y a todas éstas, de Isidoro ni rastro, como si se lo hubiera tragado la tierra. Le echaba de menos muchísimo, me di cuenta de que era la persona que más falta me hacía. Pero siempre nos habíamos visto como por casualidad, ni siquiera sabía cómo se llamaba de apellido y estaba en un curso tres veces más adelantado que el mío. A aquellas aulas se entraba por otra puerta, y tenían otros profesores. Total, que no sabía a quién preguntarle por él y decidí esperar a que la casualidad me ayudara. Se lo pedí a la libélula, que la tenía encerrada con llave en un cajón, y me dijo que bueno, que haría lo posible. Que tuviera paciencia. Apuntaba en un cuaderno todas las cosas que no veía claras, para preguntarle a Isidoro, cuando volviera a verle, que qué le parecía a él. Se me habían multiplicado mucho las dudas. Unas eran de la vida, y otras de los libros.