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Me junté con otros amigos, y a algunos los encontraba bastante simpáticos. O porque de verdad lo fueran -que no me acuerdo- o por mi empeño en no parecer orgulloso. Con las chicas era más tímido. Nos reíamos, me contaban chistes, nos cambiábamos cromos, y «el nene», por supuesto, no me lo habían vuelto a llamar. Pero para la cuestión de hablar sin que te des cuenta de que el tiempo está pasando, ninguno le llegaba a Isidoro ni a la suela del zapato.

XV. UNA VISITA AL ALCÁZAR

– ¿Y cuando a uno le toca ser rey, puede decir que no?

La señorita Paquita se echó a reír. Se reía siempre mucho con lo que decía yo. Y eso que aquel día estaba enfadada porque me perdí de los otros chicos, que la seguían tipo rebaño. Bueno, más que perderme me quedé atrás porque quise. Nos había llevado a unos cuantos a visitar el alcázar por dentro, sólo a los que dijimos que sí, porque obligatorio no era. Yo llevaba toda la tarde nervioso, sin parar, y darse un paseo no deja de ser un desahogo, por eso me uní al grupo, después de dudarlo.

Hay veces que uno solo no se encuentra a gusto, como si la propia piel fuera ropa estrecha. Y necesitas estar con cualquiera. Papá eso lo interpretaba como volverse más sociable. A mí los museos me aburren y me ponen más bien triste. Pero me quedé pegado delante de un retrato que hay cerca de la entrada, en una especie de corredor. No debe de ser de los que mira más la gente. Ellos pasaron de largo. Yo, en cambio, no fui capaz de moverme de allí, como cuando te quedas enganchado con alguien que te parece un posible amigo. Me ha pasado más tarde en Madrid, por la calle o viajando en metro. Son tipos que te intrigan, te pones a inventarles una historia y ellos lo notan. Y piensas: «¿A qué le irá dando vueltas?, de algún peligro huye, eso fijo.» Pero no te atreves a pedirle: «Cuéntamelo.» Te da rabia cuando desaparecen, porque ellos te han mirado, y te figuras que también les da pena perderte de vista. No es un caso muy corriente. Pero pasa. Y lo mismo con alguna foto de gente que sale en la tele por desacato a la ley, en el gesto que ponen para mentir o para callarse notas que lo que piden es algo de simpatía. Y el tipo del retrato era de ésos: un marginal.

Al cabo de un rato, vino muy sulfurada la señorita Paquita y dijo que conmigo no se podía, que dónde me había metido, que llevaban un cuarto de hora buscándome, ¡qué sustos le daba, por favor! Ni que fuera la selva. Ella es así, exagerada. Y los enfados se le van lo mismo que le vienen.

Luego, cuando le hice la pregunta de que si los reyes pueden negarse a serlo, además de reírse se fijó en el cuadro con algo de pasmo. Y estaba seria. Igual le molestaba que a mí me pareciera digno de mirarse aquel personaje vestido con desaliño, sin barbas ni bigote y un gorro oscuro medio fez medio capuchón, con los ojos muy negros de quien trama algo. Y depresivo a tope. Un poco malo también.

– Yo es que a ése lo conozco -le dije, en vista de que ella seguía sin reaccionar-. Viene en un libro que me regaló mi hermano.

– ¿Y por qué te llama tanto la atención?

– Porque no parece un rey. Tiene pinta de moderno.

– Es Enrique IV, le sucedió su hermana Isabel la Católica. No fue buen rey.

– ¿Y por qué?

– No tenía interés en echar a los árabes de España, le daba todo igual.

– Bueno, no le gustarían las guerras, tan largas como son. Y tantas. Yo no sé cómo quieren ser reyes. A éste seguro que no le apetecía nada, en la cara se le ve.

Habían venido los otros chicos, y todos me dieron la razón en que no tenía pinta de rey.

– Parece que se va a liar un canuto ahora mismo -dijo uno.

Y a la señorita aquel comentario no le hizo gracia, y nos riñó a los que nos reímos. Era ofensivo, una falta de respeto. Al fin y al cabo era hijo del mismo padre que Isabel La Católica. La madre creo que era distinta. Hermanastros. Yo quise comprar una tarjeta del cuadro pero no las había. La de mi libro era una reproducción mala y no venía en colores.

Cuando salimos, porque ya iban a cerrar, no se había puesto todavía el sol y hacía una tarde buenísima. Nos despedimos y cada cual se fue por su cuenta. Yo me volvía a sentir incómodo dentro de mi piel, no tenía más que cinco pesetas y volver a casa me daba una pereza horrible. Así que me quedé dando vueltas por el jardincillo que hay delante del alcázar, desenterrando piedrecitas con la punta del zapato. Aquel rato mirando a Enrique el de los ojos como moscas no había calmado la inquietud que llevaba por dentro desde que me desperté por la mañana. Todo lo contrario. Es una especie de aleteo que sube desde los pulmones, pero no sale afuera, porque se encuentra con nudos en la faringe. Era temprano, entraba todavía poca luz en la casita de papel y me quedé sentado en la cama, mirando un calendario que me trajo Fuencisla cuando la bronquitis y donde había ido apuntando ella cómo me subía y me bajaba la fiebre. Traía una fotografía del acueducto y en la parte de abajo ponía: «Carnicería Ramón Alonso. Especialidad en lechal y cochinillo». Tardé en cambiar de postura; luego, sin ganas, me levanté descalzo y rodeé de un círculo rojo la fecha, 13 de mayo. «Vaya por Dios», pensé, «mal de aleteo.» Ya conozco los síntomas. Unas veces se pasa y otras no. Aquel día no hubo suerte.

Me senté en un banco, agarré un palito y me puse a hacer en la arena rayas que se cruzaban unas con otras rodeando mis zapatos. Hacía esfuerzos por imaginar el porvenir, pero sólo veía un borrón, y fui ampliando el círculo del dibujo, un puro laberinto de señales que no entendía, pero que algo querrían decir. Entornando los ojos, se veía misterioso, como un pergamino egipcio. Me preguntaba en qué estaría pensando Enrique IV cuando lo retrataron, cuántos años le quedarían de vida, qué echaría de menos. Tampoco aparenta estar seguro de nada.

Es cuando me di cuenta de que alguien me estaba mirando. Al principio de reojo. Era una chica como de quince años vestida de luto, sentada en un banco cerca del mío. Pero aguantaba poco quieta. «Otra que padece aleteo», pensé. Consultaba el reloj, se levantaba y se ponía a dar pasitos cortos, como de paloma. Hasta que se paró delante de mí. Vi sus zapatos pisando mi jeroglífico y levanté la cara.

– Oye, perdona, ¿estás esperando a Máximo? -me preguntó.

– ¿A Máximo? Yo no.

– Pues yo sí. Y me vas a hacer un favor. Si viene, le dices que yo a un chico nunca lo he esperado más de cinco minutos. Y llevo aquí veinte. Me llamo Nieves, ¿se lo dirás?

– No sé. Yo tampoco creo que me vaya a quedar mucho.

– Bueno, pues luego en casa. ¿Me harás ese favor?

– Si lo veo, sí. ¿Pero tú cómo sabes que Máximo y yo vivimos en la misma casa?

– Por mi hermano. Cuando empecé a salir con Máximo, me dijo que el pequeño de la familia iba a su colegio. Que erais amigos. ¿No te llamas Baltasar?

La miré. En el tono final de la pregunta y el frunce de los labios asomaron los genes de Isidoro.

– Sí.

– Pues eso. Y hace poco, además, te vi con Lola. A Lola también la conozco. Fuimos de la pandilla, de más pequeñas. Ahora sus amigas no me van. ¿Le vas a dar el recado a Máximo? ¿Te acuerdas bien?

– Sí, muy bien. Que de parte de Nieves, que no aguanta los plantones. ¿Es eso?

– Más o menos. Pues nada, guapo, me voy.

Pero no se fue enseguida. Yo me había levantado del banco y estaba borrando con la suela del zapato aquel dibujo tan enredoso. No quería que quedara ni rastro de él. Ella me miraba sorprendida. Se rió.

– Te pareces a Máximo cuando se enfada, le dan como repentes.

– No estoy enfadado. Al contrario.

– ¿Qué habías pintado?

– Nada, laberintos, tonterías, nudos de por dentro. Luego se te pasan, los borras y ya.

– Pues es una pena. Parecía un cuadro moderno. Salen muchos nudos en los cuadros modernos.