– Pero yo no quiero ser pintor.
– ¿Pues qué quieres ser?
Me encogí de hombros. Si pensaba en eso, me volvían los nudos y el tiempo me tiraba por la axila como si tuviera las mangas mal pegadas.
– No sé. Cosas que no existen. Por ejemplo un mago sin truco.
– Eres un rato raro -dijo ella.
Habíamos echado a andar y la plazoleta quedaba a nuestras espaldas, con el sol poniéndose sobre un campo amarillo. Tenía que haberle preguntado: «¿Te molesta que te acompañe?», o algo por el estilo, pero noté que no hacía falta. Da gusto cuando las cosas son tan simples. Pasó una cigüeña planeando bajo por encima de nuestras cabezas. Suspiré y mis aleteos de pulmón se abrieron camino por la tráquea y salieron disparados cielo arriba. De pronto pensé en las casualidades como lo más importante del mundo. Si no existieran Isidoro y Máximo, la escena de aquella chica y yo andando juntos por la calle sería el trozo de un sueño o un cuadro de los que tienen nudos.
– O sea que eres hermana de Isidoro.
– Sí, claro.
– Pues qué suerte. Yo me acuerdo mucho de él. ¿Por qué no ha vuelto a clase?
– Este curso lo pierde seguro. Pero no le importa. No le queda más remedio que arrimar el hombro en la librería. Murió mi padre, ¿sabes?, tenía mal el hígado, y mamá está algo zombi, se atiborra de pastillas para los nervios. Con ella no se puede contar para nada. Menos mal que nos ayuda el tío Luis. Hubo que despedir a un empleado, pero Isidoro vale por dos como él. Es una fiera para el trabajo y se le ocurren muchas ideas. Dice que el negocio se saca adelante como sea. A veces me da miedo que esté tan seguro, con once años.
– No tengas miedo. Máximo dice que tener miedo es lo peor. Y es verdad. De eso vienen los nudos.
Pasamos por delante del bar donde había entrado con Fuencisla unas semanas antes, o meses, sabe Dios.
Respiré hondo otra vez. Todo era presente, en esa hora estaba el núcleo de la célula. Nieves llevaba un bolso pequeño colgado del hombro. Se le columpiaba al andar, y a veces lo cambiaba de lado.
– Oye, y ¿crees que le gustaría a Isidoro que yo le fuera a ver?
– Seguro que sí. Está muy solo. No hace más que leer y estudiar contabilidad. Vivimos en la misma casa de la librería. Se entra por la puerta de al lado. Es el principal. Sabes dónde está, ¿no?
– Claro. ¿Sin avisar ni nada puedo ir?
– Cuando quieras, sí. Y si prefieres llamar antes, el teléfono viene en la guía por Librería Ariño.
– Perdona. ¿Tú vas para casa ahora?
No llegó a contestarme. A mitad de la calle en cuesta vimos venir a Máximo. Mejor dicho, lo vio ella primero. Yo sólo me di cuenta de que salía corriendo a su encuentro y me dejaba atrás. Lo alcanzó en pocas zancadas y se abrazaron mucho rato. O sea que no estaba tan enfadada como había dicho. «Bueno», pensé, «se ve que esta calle es para reñir o para hacer las paces.» Máximo llevaba un pantalón de pana y un jersey gris de cuello alto. Me cambié de acera, aflojé el paso y cuando llegué a donde estaban, los saludé con la mano, porque ella le había dicho algo y me estaban mirando con simpatía.
– O sea -dijo Máximo-, que me querías quitar la novia, ¿eh, forastero?
– Sí, sheriff. Pero lo dejo para otro día. Hoy llevo prisa. Y si le vuelves a dar un plantón te enterarás de quién es Joe Burton.
Se me acababa de ocurrir aquel nombre, pero me di cuenta del efecto que hizo y me enorgullecí. Pegaba que mejor imposible. Era un éxito.
Se quedaron riéndose, mientras yo les daba la espalda y torcía hacia la derecha a paso vivo. Sin volver la cabeza. Eran sólo las siete y media. Tenía tiempo de ir a ver a Isidoro.
XVI. QUE EN PAZ DESCANSE
Acababa de bajar el cierre metálico y estaba agachado de espaldas, ajustando el candado de abajo. Al ponerse de pie, se dio la vuelta y se topó conmigo de manos a boca.
– ¡Anda! ¿Qué haces tú aquí? ¿Venías a comprar algo?
– No, sólo a verte. Hace mucho que no nos vemos. Igual te apetece dar una vuelta. Hace una tarde súper.
– No puedo. Mi madre está sola y a estas horas se pone de los nervios. Pero sube, si quieres. En cuanto la atienda, podemos charlar un rato.
– ¿De verdad no te importa?
– No, no, en serio. Así me distraigo. Tengo muchos follones.
– ¿De trabajo?
– Y de familia. De todo.
Me pasó un brazo por los hombros y entramos en el portal. Me di cuenta de que no era mucho más alto que yo. Y a él le pasó lo mismo.
– Has dado un estirón, Balti -me dijo mirándome.
– Sí. Tres dedos. De unas fiebres. Nunca había estado tanto tiempo en la cama. He leído kilos de Historia de España.
Luego, mientras le seguía escaleras arriba, me di cuenta de que era la primera vez que un amigo me invitaba a su casa. Lo de Bruno fue distinto, más fantástico, menos de la vida corriente. Isidoro era un chico de mi colegio, especializado en novelas de aventuras, hablaba como yo, había leído los mismos cómics y visto las mismas películas, tenía una hermana mayor, como yo, creceríamos entre preguntas parecidas. Cuando él tuviera veinticuatro años y yo veinte, no se notaría la diferencia. De repente, me vi de paquete en una moto grande que él guiaba, sorteando coches por las calles de una ciudad enorme, Londres, Chicago, Tokio, tal vez huyendo juntos de algún peligro. Y tuve ganas de agarrarme a su espalda. ¿Pero nos seguiríamos viendo a los veinte años? ¿No se trataría de un espejismo? Mamá había dicho que de los amigos de infancia se olvida uno. Y ahí se me cayó el casco de los sueños y me volvió un poco el aleteo.
Al llegar al primero, Isidoro sacó una llave del bolsillo y la metió en la puerta de la derecha, que tenía una imagen del Corazón de Jesús. En ese momento la mirilla, que era de gajos dorados, giró y al otro lado se vio un ojo vigilante.
– Apártate, mamá, que soy yo. No te vaya a empujar como el otro día. ¿Me oyes? ¡Que te quites! -insistió en tono impaciente.
Era una mujer con cara pálida y ojos de loca, vestida de riguroso luto hasta los tobillos, desgreñada y con bastantes canas. Me pareció demasiado mayor, más con pinta de abuela que de madre. Isidoro dio la luz del vestíbulo en penumbra y ella se encogió como si le molestara. A mí ni me miró siquiera.
– ¿Dónde está Nieves? -preguntó con angustia-. No ha subido ni me ha llamado en toda la tarde. Estoy sin merendar, sin tomar la medicina. Y luego estos ruidos en la cabeza que no paran, es como tener un barreno por dentro. ¡Qué sola me dejáis!
Vi un perchero antiguo lleno de abrigos y me dieron ganas de irme a esconder allí para no ser testigo directo de aquella escena. Era violento. Y además la madre de Isidoro daba un poco de miedo. Me fijé en que tenía una cicatriz en la cara.
– Ha habido mucho trabajo esta tarde, mamá -dijo Isidoro con voz tranquila-. Ahora te pongo yo la merienda. Nieves ha salido a dar un paseo. Tiene derecho, ¿no? Y tú debías dejar de dar vueltas por aquí como un fantasma y hacer lo mismo que ella: salir a tomar el aire. Y tirar las pastillas por el retrete. Mira, éste es mi amigo Baltasar.
– ¿Y qué quiere? -preguntó con gesto agrio.
– Nada. Le voy a prestar unos apuntes que ya a mí no me sirven. Pasa a ese cuarto, Balti, y espérame un momento, que enseguida voy. Sí. Ése.
Entré. Era un despacho antiguo y había muchas estanterías y armarios con puertas de cristal llenos de libros. Otros se apilaban encima de las sillas y por el suelo. Enfrente de la puerta, ocupando casi toda la pared, llamaba la atención un mirador alargado, con escalón para subir a él. Crucé la habitación, y entré como en un templete. Daba justo encima de las letras mayúsculas que decían ARIÑO en color rojo. No muy lejos, más abajo, se veía el acueducto. Se habían encendido ya las luces de la calle, y la gente circulaba despacio, como si no supiera muy bien adonde quería ir.
Si levantaran los ojos, podrían verme en mi templete de cristal y yo asomarme y abrir los brazos para echarles un discurso o recitarles una poesía. Por ejemplo, de «La canción del pirata» de Espronceda, me sabía dos trozos de memoria, que a Fuencis le encantaban: