Con cien cañones por banda,
viento en popa a toda vela,
no surca el mar, sino vuela
un velero bergantín.
Bajel pirata que llaman
por su bravura «El temido»,
en todo el mar conocido
de uno al otro confín.
…
Y ve el capitán pirata
sentado alegre en la popa
Asia a un lado, al otro Europa,
y allá en su frente Estambul.
Lo de Estambul lo podía decir señalando hacia el acueducto, que es lo más raro que hay en Segovia, antiquísimo además. Le puede echar un pulso a cualquier maravilla de Estambul. Se formaría un corrillo en la calle, todos mirando para arriba, cuchicheando. ¡Qué cara tan asustada pondrían! Y hubiera sido tan fácil. Al fin y al cabo no estaba en mi casa. Y eso da otra libertad.
Me di la vuelta rápidamente para huir de la tentación; y el despacho visto desde el mirador parecía más grande y más bonito. Tenía chimenea, dos butacas, un sofá y una mesa grande de estilo español. Me acerqué a fisgar las cajitas, pisapapeles, carpetas y sujetalibros que tenía encima. También un Quijote en bronce, con su escudo y su lanza. Todo un poco polvoriento.
Encendí una lámpara de flecos y a su resplandor rojizo destacaba una fotografía de boda con marco de plata. Me quedé pasmado, porque en la mujer (a pesar de lo desfigurada que estaba ahora) reconocí a la madre de Isidoro. Su marido parecía más joven, era alto, delgado, interesante, con pelo y bigote muy negros. Los dos miraban al frente, él con desafío, ella como un poco asustada. También detrás de la mesa, ocupando un buen trozo de pared, se veían dos filas de retratos enmarcados en madera oscura. Quitando una mujer, todo eran hombres. Me imaginé que serían personajes famosos. De familiares no tenían pinta.
Me senté en el sofá, que estaba a la derecha de la puerta, y me apoyé en un almohadón. De puro a gusto que estaba, se me caían los párpados y empezaba a ver lo que no había. Pero no pude llegar a dormirme porque la puerta no quedó bien cerrada y se colaban trozos de una conversación de Isidoro con su madre, quebrada en altibajos del susurro al grito. Hablaban sobre todo de Nieves, pero cada uno por su lado, sin oírse. Para su madre no tenía más que quince años. Para su hermano tenía ya quince años, y las chicas de esa edad hoy día son mayores, no vivimos en el Medioevo.
– Pero se ha muerto su padre.
– ¿Y qué? Precisamente ha crecido y se ha vuelto más seria por eso, porque se ha muerto él. Y yo lo mismo, que no te enteras; ¿qué hay que hacer para metértelo en la cabeza? Crecemos, sí, tratamos de salir adelante. Tú en cambio retrocedes, pareces una niña de seis años; dime, ¿qué apoyo podemos encontrar en ti?
La voz firme y paciente de Isidoro chocaba contra la de ella, destemplada, machacona y sin hilván.
– O sea que yo aquí no pinto nada, o sea que me odiáis, que me veis como un estorbo. Y Luis lo mismo. Os estará calentando la cabeza, nunca quiso a tu padre, nos ayuda para hacerse el bueno y el generoso, es lo que le encanta, lo conozco de sobra, hijo, ¿no ves que hemos crecido juntos? ¿Pues sabéis lo que os digo? Que me voy y en paz, hago la maleta y me voy, asunto concluido.
– Pero por favor, mamá, qué cosas se te ocurren. Esta casa es tuya. Y la librería igual. No bajas a ayudarnos porque no te da la gana.
– Tu padre nunca me dio vela en ese entierro ni en ninguno.
– De acuerdo. Pero él ya no está. Descanse en paz, que bien lo necesitaba. Para nosotros sería estupendo que nos echaras una mano, un alivio, también para el tío Luis. Y a ti te vendría tan bien, tan maravillosamente bien. Hasta el propio médico te lo ha dicho.
Pero ella cambiaba de tema y se enrollaba sin ton ni son en argumentos que ya menos interés no podían tener. Debían de estar en la cocina. Entre ruidos de platos o el pitido de una cafetera, Isidoro fue enmudeciendo para dejar correr aquella monserga quejumbrosa sobre medicinas que se toleran mal, alergia a los gatos, una asistenta que contesta de malos modos, sólo viene cuando le da la gana y total para lo que hace, mejor que no viniera, unas gafas que se han perdido, una grieta en el techo y un vecino, don Lucas, más malo que un dolor, que no nos puede ver y la ha tomado con nosotros.
– Aunque decir «nosotros» es absurdo -añadió-, una alucinación de las mías.
Y ahí ya metió la primera en un crescendo teatral para dejar bien dibujado el agravio mayor. Todo nacía de ahí, de que estaba sola como un perro. ¿Qué significaba nosotros? Era una fruta que ella nunca había visto en el mercado. Sola, sí, completamente sola, luchando contra el miedo, contra los problemas de cada día, contra los recuerdos, todo le caía encima a ella, le daban ganas de morirse. ¡Qué espantoso era vivir sola! No se lo deseaba a nadie.
De pronto Isidoro levantó la voz como cuando pretendes cortar de raíz las exigencias de un niño malcriado.
– ¡No estás sola, mamá, venga ya, no me hartes! Nieves y yo te tratamos de cine. ¡De cine! No sé qué más puedes pedir. Y encima currando todo el santo día. ¿Qué problemas te caen encima a ti? Contesta. A ver. Contesta.
Pero no contestó.
– Y sola porque quieres -siguió él, cada vez más excitado-. Mucho más sola estabas antes, el doble de sola, y encima machacada. ¿Echas de menos eso? Pues nada, si es lo que te va, me compro un látigo y lo estreno contigo. Hace falta ser masoca, perdona que te lo diga, para idealizar a papá, que en paz descanse. De muerto sonreía, acuérdate, necesitaba irse.
Surtió efecto. Siguió un silencio entrecortado a ratos por algún hipo débil. Luego se oyeron pasos cerca y una televisión que se encendía en el cuarto de al lado.
Cuando se abrió la puerta y entró Isidoro trayendo en la mano una bandeja con dos bocadillos y dos coca-colas, yo estaba empezando a pensar en dejarle una nota encima de la mesa y marcharme sin despedirme. No porque se me estuviera haciendo larga la espera ni nada, que a casa no tenía ganas de volver y en aquel despacho me encontraba como dentro de una novela. Sino porque la ilusión de que Isidoro y yo pudiéramos ser dos colegas de la misma edad y con problemas parecidos se había derretido como un terrón de azúcar en un vaso de agua. Él era de verdad y yo de mentira. Él era un hombre y yo un vil nene. Todas las preguntas que alguna vez había apuntado para hacérselas cuando lo viera me parecían niñerías de Peter Pan. Sólo me importaba saber cómo se las arreglaba para vivir, qué ungüento se echaba por las noches para curar los arañazos de aquellas broncas con su madre. Ni siquiera sabía si a su padre lo había querido o no. ¿Cómo acertar a tenderle una mano?
Dejó la bandeja encima de una mesita, se sentó en el sofá a mi lado y cogió un bocadillo que empezó a comer con ansia.
– Son de jamón -dijo-. Yo tenía mucha hambre, tú no sé. Por si acaso, te he traído uno.
Alcancé mi bocadillo sin decir nada y abrí las coca-colas mientras él apoyaba la cabeza en el respaldo del sofá. Suspiró, cerró los ojos y preguntó qué hora sería. Yo no llevaba reloj -le dije-, pero acababan de encenderse las luces en la calle, y cuando venía para acá el sol se estaba poniendo.
– De todas maneras, ahí encima de la mesa he visto que tenéis un reloj.
– Sí. Pero está parado -dijo-, le tengo que dar cuerda. Él se la daba cada tres días. Con lo olvidadizo que era, de eso no se olvidaba nunca. En cuanto le dé cuerda, todo volverá a echar a andar. Pero antes hay mucha tarea, muchísima, a veces me agobia. Y cada cosa lleva su tiempo.
Fue cuando me dijo que aquel despacho era de su padre y que ahora quería arreglarlo para él, pero no sacaba tiempo ni valor para ponerse. De todos los cajones salían principios de ensayos y novelas de su padre, cientos, miles, y no lo podía soportar. Lo invadían todo aquellos folios y cuadernos; asfixiaban sólo con asomar, tenían ojos de reptil. Hasta que no tuviera coraje para encender una hoguera monumental y quemar todos aquellos papeles malditos, ¿de qué servía darle cuerda a ningún reloj? El tiempo seguiría parado, pudriéndolo todo. No mirarlos más, cortar por lo sano, el fuego purifica. Lo primero era decidir en serio aquello, que no quedara ni rastro de una obsesión inútil, conjurarla, librarse del maleficio.