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– ¿Y la mujer?

– Virginia Woolf. Mi padre la tiene ahí porque se suicidó, y eso a él le parecía el no va más. Se tiró al río, creo.

Se le notaba cansado y yo sabía que tenía que irme. Pero me quedaba una pregunta fundamental.

– Oye, ¿el libro de Stevenson es aquel que me dijiste la última vez que te vi?

– Sí. El extraño caso del doctor Jekyll y mister Hyde, se llama.

– ¿Por qué no me lo quisiste contar?

– Era muy largo y además pensé que te iba a asustar. Tenía demasiado reciente lo de mi padre, me había prohibido leerlo y le desobedecí enseguida, en cuanto lo enterramos. Es todo tan horrible, Balti.

Me acerqué a él y me senté a su lado en el escalón del mirador.

– No quiero ponerte triste, pero, por favor, hazme un resumen, aunque sea por encima. No vuelvas a decirme que «otro día». No podría dormir, no me hagas esa faena.

Isidoro se quedó pensativo.

– Por encima resulta difícil, porque la primera parte la cuentan un abogado y un médico amigos de Jekyll, la confesión de él no viene hasta la última parte. Y te haces un poco de lío.

– ¿Pero de qué trata? ¿Jekyll quién era?

– Era un médico muy conocido y respetable a tope, aunque raro, un poco brujo. Su especialidad eran bebedizos para aliviar el dolor de la gente. Tenía un laboratorio con todas las ventanas cerradas y muchas probetas, le gustaba poco que la gente entrara allí. Se comunicaba por un patio con su casa en plan lujo, mayordomo y eso; recibía visitas allí, les daba jerez, y todos «Jekyll, mi estimado amigo», o «¡Qué alegría verte, Henry», porque se llamaba Henry. El laboratorio, en cambio, era refugio secreto, y en él nació Hyde, como cuando una mujer tiene un hijo clandestino.

– Clandestino no sé lo que es.

– Pues a escondidas, que no quieres que nadie se entere. Por eso se llama Hyde, que en inglés significa esconder. Y nace porque un día le entra a Jekyll la tentación de probar él una de las pócimas que hace, por cosa de la ciencia, para experimentar. Pero lo malo es que se aficiona. Ve cocer y hacer burbujas el líquido en la probeta, mira el humo que despide. Y tiene miedo. Conoce el riesgo. Pero lo bebe. Y al principio, lo típico, náuseas, mareo, le duelen los huesos, ve doble, un poco como pasa con el primer pitillo, ¿sabes?

– No he fumado nunca. Pero sigue.

– Luego se siente ligero, con el alma joven y capaz de hacer cualquier cosa, de probar una vida nueva. Pero se asusta porque de repente nota que ha perdido tamaño. No tiene espejo en el laboratorio y atraviesa corriendo el patio, como escondiéndose, llega a su dormitorio y se mira. Y dice en la novela: «Fue la primera vez que me vi cara a cara con Edward Hyde.» O sea que le pone nombre nada más adivinarla a esa deformación de su ser por donde se asoman diablos ocultos. Y se da cuenta enseguida de que necesita esconder a ese otro que a veces puede nacerle por dentro, alguien a quien ninguno de sus amigos aceptaría. Depende de su voluntad. De momento se puede convertir en el de antes cuando quiere, basta con una contrapócima para que desaparezca mister Hyde. Pero la tentación de crearlo y asistir a la transformación se va haciendo mayor con el tiempo, y no puede o no quiere resistir a ella. Va a más, aumenta la dosis, el tal Hyde toma un aspecto cada vez más siniestro, tiene garras peludas, y no sabe cómo quitárselo de encima.

Acaba alquilando un piso en un barrio miserable de Londres para que no se descubra que él es los dos. Y a los criados les dice que dejen entrar a ese individuo cuando venga, porque Hyde lo domina y se apodera de su cuerpo durante etapas cada vez más largas. Con decirte que asesina a una prostituta y nadie encuentra al autor del crimen, porque Jekyll disimula todo el tiempo. Bueno, pasan muchas más cosas, por ejemplo, cómo empiezan a sospechar de él sus amigos y sus criados. Pero lo horrible es que Jekyll y Hyde tienen memoria en común. Jekyll recuerda, comparte y aborrece las fechorías de Hyde, pero a Hyde del doctor que le ha dado la vida le importa un pito. Y Jekyll es incapaz de retroceder a su trabajo decente, a sus recuerdos de infancia, no puede, ya no es él. Ha perdido el control y está a merced de su monstruo. Aunque lo odie. Es horrible, ¿te das cuenta?

Hubo una pausa y se oyeron pasos por la casa. Isidoro se limpió rápidamente con la manga del jersey unas lágrimas que le corrían por la cara.

– Perdona, Balti -dijo-, hay muchas más cosas en la novela. Pero basta por hoy. Es muy tarde, estoy hecho polvo, y además me parece que acaba de llegar mi hermana. Te tengo que pedir que te vayas.

A Nieves no la vi ni le conté a Isidoro que la había conocido aquella tarde. Todo estaba muy lejos, como en una órbita distinta. No recuerdo siquiera cómo me despedí, ni si pedí disculpas. Me escurrí hasta la puerta de la mirilla dorada como un malhechor, y cuando me vi fuera de aquella casa, mis puntos cardinales eran otros. Las calles estaban casi vacías y anduve dando muchos rodeos antes de acercarme a mi barrio. Supuse que al llegar a casa me reñirían. Pero me daba igual. Tenía miedo de todo lo que me quedaba por entender en la vida, pero sentía también un deseo insoportable de abarcarlo todo, de no perderme nada. Me metí por callejas laterales para que nadie se diera cuenta de que iba llorando. Se había levantado fresco. Me escocía la cara.

El portal de casa no lo habían cerrado. O sea que todavía no eran las diez. ¡Qué alucine haber visto y escuchado en dos horas y media tantas cosas! Pero no estaba soñando, porque el dueño del bar de abajo me saludó llamándome por mi nombre. Subí despacio entregado a extrañas cavilaciones. Cuando ya estaba llegando a mi piso, me di cuenta de que dos hombres venían detrás de mí por la escalera. Llevaban gabardina y no los conocía. Se pararon cuando me paré yo y noté que aquella presencia a mis espaldas me ponía nervioso. Al meter el llavín en la cerradura me temblaban un poco los dedos. Entonces los miré, aunque no era capaz de decir nada.

– ¿Vive aquí Fuencisla Herrero? -preguntó uno de ellos.

– Sí, señor. Aquí vive.

– ¿Está en casa?

– Supongo. Esperen aquí, que voy a ver.

Di la luz y les indiqué un banco de madera que había junto al teléfono. Solamente uno de ellos se sentó. El otro, que era más alto y el que mandaba, tanteaba el hueco que antes disimuló el tapiz, y que ahora parecía una tumba encalada.

– ¿Tiene otra salida esta casa? -preguntó.

– No. Antes comunicaba con un estudio que hay arriba. Ahora lo han tapiado, llevamos un mes de obras.

– Ya.

– Voy a ver si está Fuencisla. ¿De parte de quién le digo?

El que estaba de pie se volvió la solapa de la gabardina y enseñó una chapa.

– Policía -dijo.

Entré casi corriendo en el gabinete de enfrente, que tenía la luz encendida. Necesitaba hablar con mamá. La puerta estaba entornada y la empujé. En el sofá que había de cara al balcón, vi las cabezas juntas de papá y mamá. Ella se reclinaba en su hombro.

– No, Damián, más no -dijo con voz mimosa, al ver que él adelantaba el cuerpo hacia la mesita y vertía en dos copas el champán que quedaba en una botella-. Me da vueltas la cabeza.

– La última, reina. Por que siempre nos queramos como hoy.

Oí un chocar de copas y los dejé apurar el trago, pero ya no podía esperar más.

– ¡Mamá, por favor, mamá! -exclamé alterado-. Sal al pasillo.

Se volvieron los dos sobresaltados.

– ¡Qué sustos das, hijo! ¿De dónde vienes? ¿Qué ha pasado?

– Está ahí fuera la policía en el pasillo -dije bajito-. Preguntan por Fuencis, por Fuencisla Herrero.

Mamá empezó a retorcerse las manos.

– ¡Ay, Dios mío, Fuencis! ¿Qué habrá hecho Fuencis? Anoche tuve una pesadilla. ¿Qué quieren?

– No sé. Verla. No me han dicho nada.

Papá se puso de pie y se inclinó hacia ella.

– Déjame que hable yo con la policía. Fuencisla, si está en casa, no tiene por qué abrir la boca. Le buscaremos un buen abogado, el mejor que haya. No llores, por favor.