Salió al pasillo conmigo de la mano.
– Tú estarías mejor en tu cuarto, hijo.
– No, padre. Yo tengo que estar aquí.
Vi que mamá también se había levantado y nos seguía, tratando de dominar los nervios.
– Buenas noches -dijo papá, muy educado-. ¿Qué deseaban?
– Ya se lo he dicho al chico. Buscamos a Fuencisla Herrero. Creo que vive aquí.
– Sí -intervino mamá-, lleva mucho tiempo en la casa, es como de la familia. Y una persona excelente. ¿Qué le ha ocurrido?
– Lo siento, señora. A ella nada. Pero está acusada de asesinato.
Mamá se echó a llorar a gritos diciendo que no, que se habían equivocado, que eso era imposible. A los gritos acudieron Pedro y Máximo. Pedro dijo que había oído llegar a Fuencisla como hacía media hora y meterse en su cuarto.
– Además -insistió mamá-, para formular una acusación como ésa hacen falta pruebas, testigos.
– Testigo directo tenemos uno. Domitila Peña -dijo el policía alto, porque el otro casi no hablaba-. Y puede que aparezca alguno más.
En ese momento se oyó la llave y entró Lola. Miró la escena.
– ¿Qué pasa con Domitila Peña? -preguntó de sopetón y blanca como la cera.
– Estos señores son de la policía -dijo papá-. Ahora nos pondrán al tanto de todo.
Formábamos un pelotón atónito, pero completamente solidario ante la calamidad. Ahora que lo pienso, nunca he visto a mi familia más unida, más pendientes unos de otros. A medida que mis hermanos se fueron enterando de la noticia, las preguntas sobre cómo, dónde, cuándo y a quién había atacado nuestra fiel Fuencis, se enredaban como las cerezas. Pero cuando el policía alto, tras desplegar un papel escrito a máquina, pronunció el nombre de la víctima: «Ramón Alonso, de profesión carnicero», se notó que esa parte del acertijo era la más fácil.
Tras un silencio cargado de electricidad y a petición del policía, Pedro se ofreció para ir a buscar a la acusada a las habitaciones de atrás.
– Por favor -le dijo papá, bajito-, igual ha bebido o se ha derrumbado. Métele en la cabeza que ella no confiese nada. Cualquier frase que diga puede volverse en su contra. Tráela, pero calladita.
– Haré lo posible -murmuró Pedro, bastante inseguro de sus dotes persuasivas.
Y desapareció hacia las oscuras revueltas de la casa zurriburri.
El policía, a instancias de mamá y de Lola, leyó el resumen de los hechos que venía en aquel papel. «Que a las ocho de la tarde del presente día trece de mayo, estando ya echado el cierre de la Carnicería Ramón Alonso, sólo a falta de la llave de abajo, la acusada llegó allí, se agachó, vio luz dentro y levantó la cortina metálica con toda decisión, introduciéndose seguidamente en el establecimiento. Detrás del mostrador del mismo, descubrió dos cuerpos desnudos y entrelazados que gozaban sobre el suelo del acto carnal. El de arriba, de espaldas, pertenecía a Ramón Alonso, y bajo él se agitaba el de Domitila Peña, de nacionalidad colombiana, de dieciocho años de edad, y que solía ayudar esporádicamente al mencionado Ramón Alonso en tareas de distinta índole. Fue ella quien vio a la agresora y emitió un grito ante lo irremediable de la situación y la velocidad de los hechos. Porque Fuencisla Herrero, sin vacilar ni perder un instante, había agarrado un cuchillo del mostrador y asestaba con saña puñaladas a diestro y siniestro en la espalda y los costados de Ramón Alonso, quien no tuvo tiempo más que para darse a medias la vuelta y recibir el golpe de gracia en el corazón. Según testimonio de Domitila, que también sufre herida profunda en un antebrazo, la agresora desapareció tan silenciosa y rápidamente como había entrado. Se ignora si existen testigos de su huida. Cuando llegó una ambulancia, requerida por la joven colombiana, víctima de un ataque de nervios, nada se podía hacer ya por la vida de Ramón Alonso, que yacía cadáver sobre un charco de sangre.»
El policía dobló el papel y se lo metió en el bolsillo de la gabardina.
– Yo la conocía a esa chica -le dijo en voz baja Lola a Máximo-. Y la he visto con él alguna vez. ¡Qué desastre, Dios mío! Tenía que pasar.
Estaba temblando, se abrazó fuerte a mí y me besaba el pelo frenéticamente. Y cuando se vio aparecer
a Pedro y Fuencisla por el fondo del pasillo, gritó, tapando mi cuerpo con el suyo.
– ¡No, no! ¡Esto que no lo vea Baltasar!
Pero yo aquella tarde había asistido a la transformación del respetable doctor Jekyll en un monstruo peludo que asesina prostitutas, había visto a don Jacinto Ariño clavándole un abrecartas en la cara a su demente esposa. Y supe que podía resistirlo. Más había resistido Isidoro. Así que me escurrí de Lola y me puse en primera fila. Eramos espectadores conteniendo la respiración ante el último acto de una tragedia. Nadie rebullía. El telón iba a caer.
Avanzaba Fuencisla con paso vacilante, apoyada en el brazo de Pedro, la mirada perdida en el vacío. Se detuvo a la altura del antiguo tapiz, levantó los brazos al cielo y dijo, como declamando:
– ¡Que caiga sobre mí todo el peso de la ley!
Pedro, muy pálido, la volvió a sostener y dieron unos pasos más. Ella nos miró a todos como si el brillo de los focos la cegara y fuera incapaz de reconocernos. Tenía manchas de sangre en el vestido. El policía alto se dirigió a ella.
– ¿Es usted Fuencisla Herrero?
– Para servirle.
– ¿Se considera autora de la muerte de Ramón Alonso?
– ¡No tienes por qué decir nada ahora, Fuencisla! -intervino mi padre-. Esto no es un juicio; habrá un juicio, y allí se aclarará todo.
Me extrañó. Era la primera vez que papá tuteaba a Fuencis. Pero ella le miró como a un extraño. Alargó las manos juntas hacia el hombre de la gabardina.
– Sí, señor sargento, no me ayudó nadie. Lo hice yo sola. Y póngame las esposas, porque la conejita ha escapado viva, y si me la encuentro no respondo.
Le pusieron las esposas y se marchó de casa sin despedirse de nadie, sin volver la cabeza para mirarnos, sin dar un triste recado.
Al cruzar el umbral, tropezó y a poco se cae. Los policías, que se dieron cuenta de su estado de enajenación, la cogieron cada uno por un brazo antes de enfilar las escaleras. Iba vestida de azul y un tacón se le había despegado. Fue la última vez que la vi.
Segunda parte
I. DATOS SOBRE OLALLA
Yo a Olalla la he visto poco y en etapas separadas entre sí, pero desde que en aquel primer cuarto mío de Madrid, donde nadie la había invitado a entrar, se fijó en una raya inexistente y me prohibió que la pisara, supe que me había enamorado de ella sin remedio y que toda la vida la iba a estar echando de menos como a una brújula en el borrón inquietante del futuro. No me importaba que fuera amor imposible. Me imaginaba que lo sería y en eso no me equivoqué. Cuando respiro mal o me duele algo, me asusta pensar que el hueco donde ella se aloja dentro de mí pueda sufrir daño. Y entonces aviso a un guardián con alas, que es el único que sabe por dónde cae ese espacio raro, y baja a ocuparse de ensancharlo. Lo noto porque enseguida me encuentro mejor.
Olalla era opuesta total a las ondinas que aparecen en las leyendas de Bécquer, o sea que no respondía al tipo de alucinación romántica un poco escondido entre hilos de niebla. Ni hablar. Tenía los ojos bastante juntos, llevaba coletas y era descarada. Un aspecto más bien de cómic. Pero acertó a engancharme y me sacó del marasmo que estaban siendo aquellos meses sin orden ni concierto desde la mudanza de Segovia.
A mis hermanos no sé, pero a mí de Segovia me había arrancado un vendaval de otoño. No voy a contar ahora los detalles de aquel otoño. Sólo digo que fue como cuando a un árbol recién tumbado se lo llevan en un camión para trasplantarlo en otro sitio y, ¡hala!, que crezca como Dios le dé a entender. O que siga de pie, por lo menos.