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Total, se echó encima un calor sofocante. Aquella casa estaba orientada a poniente, y yo me había empeñado en no tener amigos, en no pedirle ayuda a nadie, en no salir. Ni ganas de comer tenía.

Una tarde estaba sentado en el cuarto de estar, que daba a un patio, viendo la televisión. Y de repente entró Lola. Desde aquella vez que se largó a Italia con Máximo sin despedirse de mí y al volver suspiró de alivio al ver que me había ido de su cuarto, nuestras relaciones pasaron a ser de otra manera. No me miraba apenas, no me decía cosas cariñosas. La verdad es que con todos tenía un humor de perros. Me puse en guardia y decidí quererla menos, que tampoco fue fácil. El rencor es como una inyección que duele, pero hace efecto, y a mí me inmunizó de esa esperanza infantil de lo perenne, o sea que si alguien te quiere te va a querer siempre igual, aunque se hunda el mundo.

Pues bueno, entró Lola y yo no sabía si era para buscar algo o para quedarse un rato conmigo. Vi de reojo que se sentaba, pero seguí mirando la televisión, un documental de animales. Eran crías de águila y el nido estaba en las ruinas de un castillo. El corazón me latía con angustia, porque el silencio de Lola no lo podía soportar. No sé el tiempo que pasaría -a mí se me hizo muy largo- hasta que los aguiluchos del nido, después de unas cuantas visitas de la madre para traerles comida, empezaron a aletear.

En ese momento Lola se cambió de sitio y se sentó a mi lado en el sofá. La verdad es que se veía mejor que desde la butaca, o sea que aquel cambio podía significar dos cosas: o que le estaba interesando el proceso de crecimiento de los aguiluchos, o que le apetecía tenerme más cerca. No dije nada. Menos mal que habló ella. Y, por cierto, con una voz muy dulce.

– ¡Hay que ver lo que te ha gustado a ti desde siempre la historia natural! -dijo.

Y aquel «siempre» fue como una culebrilla. Se me apareció mi hermana desde muy lejos, asomando por detrás de un tapiz en el pasillo que daba tanto miedo.

Pero reaccioné y volví al presente. Las crías de águila, aguzando los ojos, se lanzaban a un vuelo corto.

– Es que date cuenta -dije- de lo poco que tardan en espabilar y echar a volar ellos solos. Unos ensayitos de nada y ancho es el mundo. A buscarse la vida. Si se cruzan en el aire con sus padres, a saber si los conocerán siquiera.

Bajé los ojos, y allí estaba la sombra entre mis pies.

– Bueno, ¿y qué? Pensando se sufre.

Me puso un dedo en la sien y apretó. Era juego de infancia.

– Por aquí te entra el mal, ¿a que sí?

– Sí.

– A mí también. Es por donde se enreda la novela.

De repente, comprendí que aquél era el momento de indagar lo que me estaba volviendo loco. Traté de que mi voz fuera normal.

– Oye, Lola, el otro día, cuando la boda, ¿viste tú por aquí a una niña muy rara, morena, con coletas?

– ¿Rara? Bueno, algo rara sí es, pero sobre todo más mala que cagada de diablo. Supongo que te refieres a Olalla.

– Así dijo que se llamaba. ¿La conoces tú?

Lola se echo a reír, que fue lo que más me molestó.

– ¿Que si la conozco? Sí, hijo, por desgracia. Es mi hermana.

Yo mismo me extrañé de la reacción tan violenta que tuve. Me puse de pie y empecé a pasear por la habitación como por una jaula.

– ¿Pero cómo que tu hermana? ¿Qué estás diciendo? ¿Cómo que tu hermana?

– Bueno, a medias, igual que tú. Pero de otra manera. No te sulfures.

– ¿Y yo es que no pinto nada en esta casa? ¿O qué? -grité pegando un puñetazo contra la puerta-. ¡Ya está visto que no, que soy el último mono, que a mí nadie tiene por qué contarme nada! No soy nadie y punto.

Me había salido una vena típica de papá. Hasta la voz y los resoplidos. Y me daba vergüenza.

Lola ni se enfadó ni se rió. Estaba seria. Me dejó desahogarme y luego, cuando la miré, vi que me estaba señalando un sitio en el sofá junto a ella.

– Ven, acá, anda, hombre. Por favor.

La obedecí. En la televisión estaban pasando los títulos de crédito y al fondo se veía a los aguiluchos haciendo círculos contra el cielo sobre aquellas ruinas del castillo donde estaba el nido. Lo miraban desde arriba. Pronto se alejarían de él. Le di al botón de apagar y la pantalla quedó negra.

– Es que, Baltasar -dijo Lola-, ¡a ti te ponen tan nervioso los asuntos de los parientes! Reconócelo. Y, al fin y al cabo, Olalla no te toca nada. Pero tienes toda la razón del mundo. Ahora te cuento lo que quieras. ¿Me vas a perdonar?

– Perdóname tú también. A veces se me cruzan los cables. ¿Por qué has dicho que es mala?

– Bueno, sale a su madre. Ella no tiene la culpa.

– Pero es muy lista y muy graciosa -la defendí yo.

– Sí, en eso desde luego no sale a su madre, esa vena locatis es nuestra.

Me pareció que lo decía con orgullo, y en aquel «nuestra» me empecé a embarullar, porque yo sentía estar metido en esa madeja, quería estar metido. ¿Por qué no estaba?

Entonces Lola, despacito y por orden, me fue contando la historia de la niña de las coletas que, para mi sorpresa, resultó ser dos años mayor que yo. Gabriel se fue de Segovia porque había dejado embarazada a una azafata, que luego se desentendió enseguida de la cría; era una comehombres, calculadora, mentirosa, burra, sinvergüenza. Y encima le pegaba. No sé, la puso verde y dijo que a Gabriel le había arruinado la vida. Pero él seguía ciego. Hasta ahora, que casi no se veían.

– Los hombres son como las gallinas -dijo Lola-, les echas trigo y pican la mierda.

Olalla estaba muy apegada a su padre, y luego a los abuelos, cuando se trasladaron a Italia. Se iba haciendo la luz en mi cabeza. O sea, que el sabio de la tribu, el que daba los bebedizos, era Bruno, el titiritero, el que me había dejado de herencia los muebles de Gabriel y me había advertido que las cosas tarda uno en entenderlas. Me enteré también de que no habían venido a visitarnos por lo de la boda, sino por pura casualidad. Estaban de paso para Segovia, donde Bruno tenía que recoger un dinero de la casa y firmar no sé qué papeles. Por eso no los vi en el restaurante.

– Y luego que mamá -añadió Lola- ya la conoces, cuando recibe a alguien con cara de perro, sólo le falta ladrar.

De pronto me daba todo igual, no quería preguntar más cosas. Escuchaba la voz de Lola y miraba fijamente la puerta. Al otro lado estaba el pasillo con alfombra de rombos por donde vi desaparecer corriendo a la hija pequeña de Gabriel y de aquella madre tan mala. Comprendí lo principaclass="underline" que yo la iba a querer hasta que me muriera. No le dije nada a Lola, claro, pero esa misma tarde empecé a hacerle sitio a Olalla en una especie de altar dentro de mi cuerpo, donde sigue viviendo, a espaldas de todo el mundo.

– ¡Qué callado te has quedado, hombre! -me dijo Lola al final.

– Bueno, es que estos meses en Madrid han sido muy raros. Tengo ganas de que vuelvan papá y mamá. ¿A ti te gusta Madrid? ¿Te has acostumbrado?

– Bastante, sí -contestó Lola, mirándose las uñas-. Tampoco del todo.

– Pues estabas deseando venir.

– Ya. Pero las cosas se ven siempre más ideales cuando todavía no las tienes.

– ¿Y la casa, Lola? ¿Te gusta esta casa?

Ahí ya me miró abiertamente.

– Nada. Pronto quieren comprar otra mejor. Ésta es de alquiler. Pero da igual.

»Exactamente. ¡Sí, igual! -estalló Lola, alterada-, aunque nos fuéramos a vivir a un castillo con mayordomos, no cambiaría ni la uña de este dedo meñique. Casa, lo que se dice casa, desde que se fue Fuencisla no volveremos a tener ninguna. Nunca jamás. Y tú lo sabes igual que yo, Baltasar.

Se le quebró la voz, me abrazó y yo me acurruqué contra su pecho. Los dos estábamos llorando.

II. LOS ESTERTORES DE LA PROVINCIA