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Yo no sé la edad que tendría aquella chica, Camino, cuando entró en la breve etapa final de la casa zurriburri a echar una mano, porque allí nadie daba un palo al agua y el follón era total.

Se la contrató como ayuda provisional, dijeron. Provisional es la palabra que más se repetía, y Max la convirtió en «provi». Yo tiré de diccionario y lo entendí enseguida, claro: remedios de los de «pan para hoy y hambre para mañana». Todo lo «provi» servía para lo mismo, para tratar de disimular las boqueadas de una asfixia. El diccionario que usaba entonces, y que lo tenía sobadísimo, era pequeño, de tapas amarillas. Me lo había prestado Pedro, nunca me lo volvió a pedir, y se quedó viviendo en los repliegues de mi casita de papel. Luego en la mudanza se debió de perder, porque no he vuelto a verlo. Pero aquel verano aprendí muchas palabras.

Segovia entera llevaba el letrero de «provisional». Por las noches, antes de dormirme, veía toda la provincia despegarse del mapa despacito y arrastrarse hasta las costas de Portugal. Luego empezaba a navegar en plan ensayo por un mar oscuro, y cada vez se estrechaba más el istmo que la unía al continente, puente de tablas primero y luego cordón que se iría mudando en hilo. En el sitio donde estuvo quedaba una laguna tipo pozo. Me tenía que sentar en la cama, respirar muchas veces seguido y beber un vaso de agua.

Camino se dio cuenta y me ponía en la mesilla una jarra tapada con un pañito. Al principio creí que habría sido idea de mamá, mejor dicho, me hice esa ilusión, pero no.

Camino, además de provisional, era pálida, muy flaca, casi una niña, pero a ratos se volvía mayor. De un minuto a otro. Y entonces daba algo de grima. Una mañana me desperté muy temprano, aunque ya entraba un poco de amanecer, y al volver del baño me la encontré de espaldas, quieta, mirando la plaza desierta con la cara pegada al balcón del gabinete. Llevaba un camisón largo y nunca he visto una estampa más triste. Se sobresaltó al oírme, aunque procuré retirarme de puntillas, y empezó a pedirme cantidad de disculpas por estar allí, es que creyó que era más tarde y había que preparar algún desayuno, que por favor a mis padres no se lo dijera, que ella no había venido a fisgar nada, todo bajito, seguido y con las mejillas como tomates. Imposible: no me dejaba meter baza. Le tuve que poner una mano en la boca para cortar aquel ataque de verborrea sin control, más anormal todavía en alguien que casi nunca hablaba.

– Por favor, Camino, tranqui. Puedes andar por la casa todo lo que quieras y a la hora que te dé la gana, no faltaba más. Vives aquí, ¿no?

Asintió y, ante mi sorpresa, se agachó a besarme una mano.

– ¡Eres tan bueno, eres tan bueno!

– Venga ya. No digas tonterías. Y vete a dormir que son las seis y media. ¿Vale?

Fue la primera vez que me fijé en que tenía los dientes saltones. No quise esperar a que llorara, pero me fui a la cama muy incómodo y ya no volví a conciliar el sueño.

La verdad es que no sé de dónde la habían sacado, ni oí decir que viniera recomendada por nadie. En fin, la trajeron y allí estaba, aguantando mecha en los dominios traseros de la casa zurriburri, que alguien, por cierto, se había encargado de desinfectar y encalar. El trasiego de obreros seguía, aunque algo más flojo, o sea que ver caras extrañas, azulejos y sacos de cemento era normal. Quién controlaba semejantes negocios ni lo sé ni me importa. Yo creo que en aquel desmadre de «sálvese quien pueda» de lo que se trataba era de no tropezar con el bulto de objetos ni personas. Y Camino era un bulto que a nadie le producía curiosidad más que a mí.

Hay que reconocer que las tareas de casa las cumplía pasablemente, guisaba tirando a bien, iba despertando a algunos dormidos por la mañana, cuando los había, y ponía en orden lo que veía revuelto, o sea todo. Pero en aquel caos donde nadie mandaba cosa de fuste, el mayor mérito es que tomara algunas iniciativas, como la que he dicho de la jarra de agua, y otras por el estilo; llamaba la atención su sed de agradar. Andaba con pasos que no sonaban y sólo salía a recados, nunca ponía la radio y a veces incluso sonreía.

Claro que eso era antes de ponerse el sol. En cuanto empezaba a oscurecer, parecía una de esas plantas que se cierran, y el susto que se pintaba en su cara anémica lo veía un ciego. Yo estaba hecho polvo, pero ciego no. Y además era el único que la miraba y la llamaba por su nombre. Los demás decían «la chica», y punto.

Supongo que habría pasado un mes o así desde que vino -aunque ese periodo es una mancha sin contornos- cuando por las noches (si veía ranura de luz por debajo de la puerta) empezó a tomar la costumbre de llamar, entrar de puntillas con los ojos bajos y arrodillarse junto a mi cama. Me decía que se moría de miedo, que yo era lo más bueno del mundo y que la dejara quedarse un rato conmigo. La primera vez indagué un poco.

– ¿Te da miedo esta casa?

– Sí, de noche.

– ¡Pues no te quedes a dormir! ¿Lo saben mis padres? Díselo. O hablo yo con ellos, si quieres.

Sacudió la cabeza y los hombros violentamente.

– ¡¡¡No, no, por favor, eso sí que no!!!

Estaba temblando. Me dijo que mis padres no la habían contratado con obligación de quedarse a dormir. Que eso, lo que ella eligiera, y pagándole lo mismo. Pero no tenía adonde ir.

– Y en la calle…, bueno, ya sabes.

Se enrolló exageradamente. Estaba contenta con el sueldo, la trataban bien, si se enteraban de que tenía queja, a lo mejor la echaban, por Dios me pidió que no le contara nada a nadie. Aunque a saber si yo creía en Dios. Pero se fiaba igual. ¿Se lo prometía? Juntaba las manos como si rezara.

Dije que bueno y cerré los ojos. Me estaba mareando un poco. Se me escapó un bostezo.

– ¿Te aburro? -preguntó.

– No, Camino, es que no tengo sitio.

– ¿De qué?

– De nada. Lo siento.

Simplemente no me cabían ya más historias, ni secretas ni provisionales, ni largas ni cortas, ni de verdad ni de mentira, añadidas a las que ya día y noche me pisoteaban la cabeza. Es como cuando una maleta está hasta los topes y no cierra aunque te sientes encima. Por eso no le fui tras la pregunta a Camino, aunque me daba mucha pena. Ella me pidió perdón, sonrió, se levantó del suelo y me dio las buenas noches con voz mansa y yo le aconsejé que se tomara una tila. Era la segunda vez que la oía hablar así a toda mecha, como si le diera igual que la estuvieran oyendo o no. Y aquel petardeo dejaba un resonar como de pedos. Apagué la lamparita y abrí la ventana para que se fuera el olor. Subían ruidos de la terraza de verano, era una noche fresca. Tuve ganas de salir a ver si seguía Camino al otro lado de la puerta, pero no lo hice. Y me culpé de egoísta y cobarde; igual ella estaba llorando sola.

Lo que saqué en consecuencia, a partir de aquella noche, tomando datos de acá y de allá, es que en casa, desde que pasó lo que pasó, no les debía de haber resultado fácil encontrar, ni pagándolo a precio de oro, a quien tuviera el coraje de entrar a compartir la agonía de una casa contaminada. ¿Qué tenía de raro, si nosotros mismos la aguantábamos fatal y el que podía se piraba a la menor ocasión? Entre nuestros ojos que evitaban mirarse y nuestras palabras envenenadas de disimulo no corría el aire, nadie se reía ni daba un portazo ni lloraba. Y el que hablaba con otro, era en plan chu-chu, y con rejilla por medio, como en los confesionarios. Un día le dijo Máximo a Lola en el pasillo, ella venía de la calle y él salía:

– Esto es el hundimiento de la casa Husserl, compañera. Ojalá dure poco el aterrizaje. Abróchense los cinturones.

Y ella contestó:

– Es la diáspora, Max, no nos engañemos.

Pasé de largo haciendo como que silbaba, que ellos saben que es cuando más onda cojo. Retuve la palabra, porque tengo buen oído, y la miré en el diccionario. Diásporas quiere decir que se dispersan individuos que antes vivían juntos o formaban una etnia. Dispersar, que también lo busqué, es separar lo que antes solía estar junto. O sea que cada uno por su lado. Coincidía. Faltaba «etnia», la clave: «Comunidad humana definida por afinidades raciales, lingüísticas, etcétera.» En ese etcétera entendí que están metidos, como en todo, los parentescos. ¡Qué plaga!, ni con insecticida se descastan. Hay que ver todo lo que cabe en un etcétera y las raíces que cría. Montones.