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– No te preocupes. Peor sería que te encontraran metiéndome mano en mi cuarto. Tengo ocho años.

Me miró con ojos relucientes, mientras le echaba encima la manta.

– ¿Y nunca te tocas el cuerpo? -preguntó-. Pues da mucho gustito.

– ¡Déjame en paz, chica, no seas plasta! -la corté-. Yo a ti no te pregunto por tu vida, así que empatados, ¿vale? Y duérmete de una vez.

Ella se tapó los ojos con el brazo. Se removía debajo de la manta y le asomaban unos pies estrechos. Yo estaba mucho más alterado de lo que parecía.

– Buenas noches. ¿Te apago la luz?

Se incorporó bruscamente en el sofá.

– ¿Te vas? ¿Me piensas dejar aquí sola?

– Claro. ¿O es que esta habitación también te da miedo?

Paseó sus ojos cobardes por los cuadros, los libros, los objetos dispersos, cada uno de los cuales encerraban una historia para mí. Había una fotografía de papá y mamá abrazados delante de unas montañas. Otra mía, de cuando todavía no hablaba, en el parque de atracciones del monte Igueldo. Era muy rubio. Creo que fuimos mamá y yo solos a ese viaje. ¿Qué edad tendría yo? ¿Por qué no vino nadie con nosotros? Me detuve en la sensación de plenitud de aquel verano en San Sebastián, la apreté fuerte contra mí para que durara mucho. Me había olvidado completamente de Camino hasta que la oí decir, como desorientada:

– No, miedo no. Es muy bonita. Nunca he dormido en un sitio tan bonito. Pero ¿y tus padres?

– ¿Mis padres qué?

– Que quién se encarga de decírselo.

– No le des más vueltas a eso. Yo me encargo.

Me miró como alguien que está a punto de ahogarse y le echan una lancha desde un barco grande.

– ¿Sí? ¿Y cuándo?

– Pues ahora mismo, si están despiertos. Y si no, igual. Tú quieta, olvídate de todo y a dormir.

Salí decidido al pasillo. Me invadió una especie de locura que se imponía al desfallecimiento. Cuando me entran prontos así -que es pocas veces-, antes de oír los truenos ya tengo encima la tormenta, y además me gusta, porque no queda tiempo de andarse encomendando a Dios ni al diablo. O sea que llamé a la puerta del dormitorio de mis padres con tres golpes fuertes, sin haber mirado la hora, ni saber lo que les iba a decir ni nada.

– ¿Qué pasa? ¿Quién es? -se oyó preguntar a papá con alarma.

– Soy yo, Baltasar.

– Espera, hijo, un momento -sonó más débil la voz de ella.

Pero no esperé. Y cuando la oí decir: «Pasa», ya estaba dentro.

Se habían sentado en la cama grande, acababan de encender la luz de la mesilla, y me miraban con una mezcla de susto y curiosidad, porque, ahora que lo pienso, debía de tener pinta de fugado de un manicomio. Me agarré a la barandilla de la cama y empecé a soltarles sin más rodeos una perorata sobre el egoísmo y la injusticia. No se podía ir por la vida atropellando a la gente, pensando sólo en lo que le pasa a uno, como si los demás no existieran. Veía desenfocadas aquellas dos caras de pasmo surgiendo detrás de la sábana que sujetaban a modo de telón. Papá alargó un brazo desnudo y se puso las gafas, como si no pudiera dar crédito a los altibajos de aquel discurso que tiraba para adelante en tono ascendente de sermón. En casa llevaba varias semanas viviendo un ser humano y para ellos nada, igual que un perro o peor, no les importaba saber si estaba a gusto o no, cómo se las apañaba para hacerse un hueco y orientarse en medio de tanto lío. Y si se moría de miedo por las noches, allá ella; me estaba refiriendo a la chica nueva, sí. Que, por cierto, se llamaba Camino, ¿o es que no se habían enterado?

Sacar la cara por alguien en términos tan exaltados es poner el corazón a gastar batería a lo loco. Me tuve que sentar, porque me ahogaba. Y papá aprovechó para meter baza.

– ¿Miedo? -balbuceó-. ¿De qué tiene miedo?

– De lo mismo que tú, en cuanto anochece. ¿Has vuelto a cruzar de donde estuvo el tapiz para allá? ¿A que no? Ninguno nos atrevemos.

– De momento -dijo él, escurriendo el bulto-, no hay otro sitio para alojarla. Se le advirtió, cuando vino. Se trata de una situación provisional.

– ¿Provisional hasta cuándo? Ella no puede seguir durmiendo allí atrás. No lo aguanta. Además, sitio hay. Lola se va casi todas las noches a dormir a casa de Mati, ¿no? Pues la ponéis en el cuarto de Lola, y se acabó.

Cerré los ojos, todo me daba vueltas, olía raro, las palabras caían como estrellas fugaces.

– ¿Qué te pasa, Balti? -se alarmó mamá-. Te has puesto muy pálido. ¿Te encuentras mal?

Y sí, me encontraba fatal. De repente, al acordarme de las caricias de Camino y de su pelo untado de brillantina, se me había revuelto el cuerpo y tuve que salir pitando a vomitar. Ni siquiera me dio tiempo a cerrar la puerta del cuarto de baño.

Enseguida sentí, como un olor de flores, las manos frescas de mamá apretándome la frente sudorosa, diciendo «pobrecito mío», y estábamos en el monte Igueldo, solos ella y yo, subidos a la montaña rusa.

Me refrescó la cara, me cogió en brazos y me llevó a la cama con ellos. Acostarme entre los dos nunca lo había hecho ni me apetecía, pero acepté mi condición de guiñapo total; había perdido el norte. Y el resuello.

Apenas me acuerdo de lo que pasó luego. Pero sí de que mamá decía, mientras me acariciaba el pelo.

– Está en una edad muy mala, Damián. Y es demasiado sensible. Como nunca protesta de nada, no nos damos cuenta.

– Sí -concedió él-. Puede que tenga razón Pedro.

– ¡Claro que la tiene, más que un santo! Hay que mandarlo fuera. Mañana mismo. Necesita cambiar de aires.

Oí varias veces la palabra «campamento». Después me desmayé.

III. BIENES MUEBLES E INMUEBLES

Si no hubiera llevado conmigo el cuaderno que me vendió el tío de Isidoro, de aquella temporada en el campamento de verano quedarían pocos rastros. Pero lo llevé. Tiene sobre todo dibujos y al mirarlos recupero el olor de los pinos, la voz de un chico que aparece tocando la guitarra, el ruido de la lluvia que a veces caía mansa y oblicua entre el pinar y la playa, paseos montaña arriba, un cangrejo en una roca, y aquel consuelo creciente de bañarme en el mar, de cansarme, de dormir; de no oponer resistencia a la caricia del olvido.

Hay un dibujo hecho con cuidado especial y coloreado en tonos suaves. Es el que más me gusta. Se ve a un chico de espaldas, dentro de una cabina telefónica, mirando a través de los cristales el sol que asoma sobre el lomo del mar. Del auricular que tiene agarrado y pegado al oído, sale una nubecita de cómic con la palabra «tesoro», rodeada de rayos amarillo limón iguales a los del sol naciente. Eran las llamadas de mamá. Ella sabía que soy madrugador y que a otras horas el locutorio de aquel campamento estaba muy solicitado. Su voz, que conozco tan bien, tiene dos maneras de decir «tesoro», palabra que me encantaba ya mucho antes de hablar ni de saber lo que significaba. Y pronto empecé a distinguir también que unas veces me llegaba rodeada de rayos de sol como en el dibujo y otras entre nubes de impaciencia y desgana. Luego he pensado que la magia de ciertos sonidos depende del hueco del alma de donde salgan. Y también que las palabras de cariño no deben repetirse mucho porque corren el peligro de convertirse en adorno. O sea que vuelven rutinario cualquier argumento. Pero en cambio a las llamadas de mamá aquel verano le daban vida. Unas veces estaba en Madrid, otras en Segovia, daba igual. Yo la veía subir por las dunas de la playa con una túnica empapada, sonriendo y apretando entre sus manos el cofre del tesoro. También hay otro dibujo en tres recuadros donde avanza así. Al final se arrodilla, abre el cofre delante de mí y me deja meter las manos en aquellas rarezas enterradas en el fondo del mar. Hablábamos poco, casi siempre de lo mismo. Yo de Segovia no le preguntaba nada en absoluto, como si no existiera, y aunque una vez me dijo que habían alquilado una casa en Madrid para irnos a finales de septiembre, no encontró eco aquel borroso futuro en las paredes que me escondían de todo menos de aquel milagro del día presente. Sobre mi salud, en cambio, siempre le daba informes concisos pero verdaderos. Estaba mejor, en serio, mucho mejor. Dormía sin pesadillas, daba paseos, le pegaba duro al inglés, me estaba aficionando al ping-pong y se me había abierto el apetito. Me gustaba Galicia, te entra sin ruido y te moja el alma. Con los chicos bien, ningún problema, muchos eran de pueblos de por allí y algunos cantaban demasiado alto. Pero yo me escapaba solo a explorar rincones desconocidos, playas a las que se llega saltando por las rocas cuando la marea está baja. Y era fantástico.