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– ¿A quién se le ocurre, por favor, mamá, con todo el río que ha corrido ya por debajo de los puentes?

Mamá estaba de pie. No volvió la cabeza, y a través del espejo contestó. Pero no a aquello del río y de los puentes, que tampoco tenía una contestación fácil, ésa es la verdad. Preguntó ella otra cosa, que es un estilo muy suyo.

– ¿Tú le quitarías las cerezas? -dijo, ajustándose la pamela y ladeándola un poco.

Lola tenía entonces dieciséis años, pero siempre ha parecido mayor de lo que es. Y le encanta ser ella quien diga la última palabra. Llevaba rotos los vaqueros, porque era moda.

– Las cerezas me dan igual -dijo-. Yo lo que quitaría es la ocurrencia esta del bodorrio, ¡qué cosa tan vulgar! Y encima un escopetazo. Os creeréis más modernos por avisarlo así de la noche a la mañana.

– Ya sabes que es un puro trámite -dijo mamá.

Yo arrugué la nariz y en ese momento Lola pasó de verme allí en el espejo como un bulto a mirarme directamente por primera vez. En la cara me notó, porque es más lista que el hambre, que a mí la palabra «trámite» se me había quedado zumbando alrededor de la cabeza como un moscardón de los que se dejan cazar mal. Apretó un dedo contra mi frente. Lo hacíamos alguna vez cuando jugábamos a las adivinanzas.

– ¿Ves? -dijo-. Ni siquiera Baltasar lo entiende de puro absurdo. ¿A que no?

Dije que no.

– Y eso que es el más listo de casa -siguió ella-. Por cierto -añadió, fijándose mejor en mí-, ¿así vas a ir? ¿Te encuentras cómodo con esa ropa?

Dije que no, pero que me daba igual. Me habían puesto pantalón largo, camisa azulina y un chaleco. Todo de estreno.

Llevaba la mañana entera vestido así, dando vueltas por la casa y jugando a imaginarme que entraba en cada habitación por primera vez en mi vida y hacía suposiciones sobre cómo se llevaban unos con otros los distintos vecinos. En algunas vivían animales que podían hablar, en otras bandidos, magos o el hombre invisible, en la mía el capitán de un barco pirata, pero al principio siempre parecían otra cosa porque se solían disfrazar y yo los tenía que ir siguiendo de puntillas. Ellos también podían descubrir mi disfraz. Es un juego que me inventé desde muy pequeño, cuando vivíamos en Segovia. Como defensa, supongo, contra un bloque familiar de tantas esquinas. Y desde que entendí lo que quiere decir la palabra «transformación»; empecé a llamarlo el juego de las transformaciones, todo para dentro de mí o haciendo dibujos en un cuaderno. A Lola sí le conté una vez que jugaba a eso, aunque al contarlo salía diferente, y por lo que más la querré hasta que me muera es porque me guardó el secreto.

De todas maneras, aquella mañana de la boda encontré elementos que alteraban el ritmo de la casa y me dieron mucho pie. Llamaron más de lo corriente a la puerta y al teléfono, mandaron paquetes y de todos los recodos salían voces raras. El pasillo era un río lleno de piraguas que chocaban unas con otras. Claro que lo realmente pasmoso fue la aparición de Olalla. Entré en mi cuarto y me la encontré allí, saltando a la pata coja de la ventana a la cama.

– No se te ocurra pisar por encima de esa raya blanca -dijo-. Y si pisas, luego no te quejes de que notas alfilerazos por todo el cuerpo.

Estuve a punto de decirle que quién le daba permiso para meterse en mi territorio y menos todavía para andar marcando lindes ni dando órdenes. Pero la curiosidad por entender lo que había dicho era mayor que todo. Y lo primero que pasó es que miré para el suelo y no vi ninguna raya. Me moví un poco hacia la izquierda.

– ¡Que la pisas, que la pisas! -avisó ella con voz de susto-. ¡Salta! ¡Ven!

Había bajado la pierna que tenía en alto y alargaba los brazos hacia mí, como si quisiera ayudarme a franquear una grieta peligrosa.

– ¿Qué raya? No veo ninguna raya.

A todas éstas, la miré a la cara, en vez de esconderme y disimular, como hago con la gente que no conozco. ¿De qué la conocía? No la había visto nunca, pero es como si la hubiera visto siempre. Tenía ojos negros de ratón, un poco juntos, coletas y cara de gnomo. Igual es que habían venido fotos suyas en algún anuncio, o sabe Dios.

– ¿Que no ves la raya? ¡Pues eso sí que es grave!

Para mí lo grave es que me estuviera diciendo aquellas cosas tan raras una niña de verdad, algo más bajita que yo. Por si era de mentira, le pregunté que cómo se llamaba, un nombre siempre da pistas. Es cuando me dijo que Olalla. Fue mi primera pregunta.

Le pegaba llamarse así. Tenía que haberme bastado y sobrado, pero necesitaba indagar más. A ella en cambio no se la veía intrigada ni lo más mínimo. Nada más se fijó en un cartel que tenía colgado en la pared con el perfil de una cara vista por dentro, con la lengua, el velo del paladar y la tráquea en distintos colores. Era de tela encerada, con una tirita de madera arriba, y llevaba letreros.

– Se respira, se habla y se bebe por el mismo sitio -dijo-. Bueno, y también se sopla.

Luego abrió la puerta, como si quisiera irse.

– Ten cuidado, hoy el pasillo es un río y bajan piraguas -le dije, porque estaba deseando que me admirase.

Asomó la cara y se echó a reír. El pasillo estaba seco, como siempre, con la alfombra de rombos. Me dio rabia.

– Pues no sé de qué te ríes. La raya blanca que has dicho tú también es mentira. O sea que tal para cual.

– De eso nada, guapo -dijo seria-. Yo soy de otra tribu.

Aquello fue el no va más. La palabra tribu es de las que más me gustan del mundo. A veces la digo bajito para dormirme.

– ¿Y con quién has venido, si eres de otra tribu? -le pregunté, después de mirarla ya descaradamente.

– Con mi abuelo, que es un sabio, el que hace los bebedizos.

– ¿El que hace los bebedizos?

Ahora se volvía a reír, pero más simpática, como cuando se acepta un juego. Dijo:

– Sí, los bebedizos. Esa pregunta no te la cuento, porque es de las de repetir tipo lorito. Y sólo te queda ya una. Son tres, para que lo sepas. Conque piénsatela bien.

Me había puesto nervioso y enseguida disparé un cartucho que a mí mismo me pilló de sorpresa.

– ¿Y yo quién soy, vamos a ver?

– ¿Tú? El niño cúbico. Adiós.

Me sacó la lengua, salió corriendo por el pasillo y se metió en el cuarto del fondo, donde casi siempre se encerraba Pedro a estudiar. Aquella mañana había gente allí hablando con mi padre, estaba la puerta entreabierta. Ella no salió más ni se asomó.

Me quedé mustio, pensando que pudiera no volver a ver a Olalla nunca jamás, si es que la había visto en serio. Por si acaso, no quise perseguirla. Estaba como tonto, casi con ganas de llorar. Era la primera vez que me entraba una pena así al despedirme de alguien. Me había acostumbrado a mirar a todas las personas como sombras que se mueven, cambian y desaparecen. Y me parecía cosa de su condición.

Fue cuando me puse a buscar a mi madre, que es para mí lo más seguro del mundo, aunque no será porque ella no cambie; nunca se sabe de qué humor vas a pillarla. Y la encontré en el cuarto de armarios probándose la pamela. Creo que me vio en el espejo, seguro, pero hizo como si no. Me quedé esperando a ver cómo le decía lo de Olalla. Y al cabo de un rato elegí la vía más corta: soltárselo sin rodeos, como dando un recado, y ya está. Es la mejor manera, sobre todo si se pone voz de indiferencia.

– Oye -le dije-, ha venido Olalla. Con su abuelo.

Se molestó mucho, sin venir a cuento.

– ¡Eres un hurón! ¡Siempre acabas metiendo las narices donde no te importa! ¡No sé por qué la han tenido que traer!

La voz le sonaba un poco ronca. La miré en el espejo, y, más que enfadarse, se escapaba de mí. Había bajado la persiana que le tapa la luz de los ojos cuando se pone triste. No me dio tiempo a más.

Enseguida es cuando vino Lola, que ya lo he contado, y me sacó del pasmo para meterme en otro. Las cosas en mi familia circulan a toda mecha, te atrope- llan, a poco que te descuides. Hay que andar con cien ojos.