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Mamá acabó de abrocharse un prendedor en el escote, se miró por última vez al espejo y ya no hizo más comentarios. Estaba guapísima. El traje era color chocolate claro. Al salir a pasos rápidos del cuarto de armarios, casi se tropezó con nosotros, como si no nos viera.

– De verdad te lo digo que estás loca, mamá -insistió Lola-. La gente se va a reír.

– ¿Y desde cuándo te importa a ti lo que diga la gente?

– A mí nada. Pero a ti bastante. Y a él más. Por vosotros lo digo, que sois los que hacéis el ridículo.

Ella se paró. En calma. Puso una mano en el hombro de Lola. No sonreía, pero tampoco tiraba a matar. Algo cansada sí parecía.

– No hace falta que vengas -le dijo-. Ya quedó hablado anoche, ¿no? No hace falta que vengáis ninguno. Ni siquiera Baltita, si no le apetece. Que es a quien más le debía interesar tener unos padres como Dios manda.

Yo me encogí de hombros.

– A mí me da igual.

Y al final fuimos todos. Lola llegó con Máximo en la moto. Se había cambiado los vaqueros por unos pantalones de ante negro. Máximo llevaba un anorak de cremallera. Da igual. Se ponga lo que se ponga, echa a andar y es como esos modelos que desfilan en la tele y parece que no se dan cuenta del cuerpo que tienen ni de la facilidad con que lo mueven.

Se quitó cada uno su casco y se quedaron un rato con ellos en la mano agitándolos, riéndose mucho mientras empujaban la moto. Luego Lola le ayudó a sujetarlos al manillar. Una Suzuki tenía entonces Máximo. Me daba envidia de las llavecitas que ponen en los candados, y también de lo fenomenal que se llevan esos dos. Por los gestos y las risas antes de dejar la moto subida a la acera, entendí que se estaban imaginando la cara de la gente si se atrevían a entrar con los cascos puestos, como si fueran sombreros elegantes. «Yo al mío le planto unas cerezas, ¿qué te parece?», dijo Lola, aunque no la oí. El don de adivinar de lejos las conversaciones lo tengo desde muy pequeño. A los cuatro años ya era de asustar, acertaba un noventa por ciento. Luego decaí algo, porque imaginar cosas por cuenta propia distrae de concentrarse en los demás. Pero sigo siendo bastante experto. Y Lola lo de las cerezas lo dijo seguro.

Casi cuando ya estaba entrando toda la gente, llegó Pedro en coche con unos amigos, y se emparejó con Lola y con Máximo. Yo me pegué a ellos.

Era un edificio feo y por dentro oscuro, con pinta más bien de garaje, aunque con bancos. No sé a qué venía lo de tener unos padres como Dios manda, si en aquella boda no apareció ningún cura, que son los que bendicen. Claro que era un trámite, y eso debe de incluir que curas no.

– Ya no se lleva esto, y mamá no se entera -dijo Máximo, cuando nos estábamos sentando en uno de los bancos de atrás-. Ha perdido la brújula.

– La tiene averiada hace bastante -dijo Pedro, tan bajito que creo que sólo le oí yo.

Pero luego le dio como apuro, porque es menos de criticar que ninguno de la familia. Y además la gente nos miraba. No se había sentado y se le veía inquieto.

– Es mejor que nos pongamos más adelante. Resulta desairado quedarse aquí, como si tuviéramos que escondernos de algo.

– Ahora se vuelve a los trajes blancos de mucha cola y velo por la cara -dijo Lola, como si no le hubiera oído-. En los Jerónimos con órgano y sermón, y si no, nada.

– Aquí huele como a cemento de obra -dijo Máximo.

– ¿Te vienes, Balti? -me preguntó Pedro, en vista del poco caso que le hacían sus otros dos hermanos.

– Yo no. Estoy bien aquí.

Pedro es el mayor. Se lleva tres años con Máximo, y Máximo con Lola otros tres. Iba de azul oscuro, la chaqueta y el pantalón haciendo juego. Y corbata.

Se encogió de hombros y, según avanzaba hacia el banco donde se habían puesto los amigos que llegaron con él, saludó a algunas señoras. Anda algo patoso y pasa por feo, claro que comparado con Máximo no me extraña. Pero a mí, más que feo, me parece triste y sin misterio. Había terminado Derecho, toda la carrera con matrículas de honor, y ya estaba trabajando en el bufete de un abogado. Salía con una chica rubia como desteñida, a la que conocí luego en el restaurante donde fuimos todos a comer.

Habían puesto un autobús para los que no llevaran coche y estaba lejos de Madrid. Creo que había sido la casa de un señor muy rico que luego murió y sus parientes la alquilaban para bodas. Yo cuando los aperitivos me puse a explorar por allí, había un jardín con estatuas, muchas escaleras que llevaban a galerías que nunca eran la misma, una armadura y cabezas de ciervos disecadas. Los camareros que pasaban con bandejas me miraban como a un marciano, porque niños no había y yo debía de tener pinta de estar perdido o equivocado de sitio. No sabían si ofrecerme bebida o no, y uno llegó a preguntarme que si estaba buscando a alguien. Le dije que no, pero era mentira, porque andaba oteando por todas partes a ver si aparecía Olalla saliendo de algún rincón. Hasta llegué a desconfiar de la armadura y llamé desde fuera con los nudillos. Pero sólo sonó a hueco. En el garaje de la boda tampoco la había visto con el sabio de su tribu, y no sabía cómo disimular aquella curiosidad tan incómoda que no me dejaba fijarme en nada ni entretenerme pensando en otra cosa. Ni casi respirar. Aunque -eso sí- decidí no preguntarle a nadie por la niña de las coletas, y yo cuando decido una cosa la cumplo.

Pedro me presentó muy formalmente a su novia la rubia, y durante la comida me tocó sentarme en la mesa con ellos y otra gente. Había un chico que competía en campeonatos de tenis y era bastante famoso, al parecer se le había visto en televisión. Pocas veces he sentido estar pintando menos en un sitio, sobre todo porque se me había atrancado el pasadizo por donde me escapo a inventar cosas por mi cuenta. Y además a Pedro le molesta que me calle. Desde que lo conozco, se esfuerza por hacerme brillar ante los demás y meterme en la cabeza la moral del éxito. Se ha empeñado en que tengo problemas de timidez y me hace un caso que me agobia.

Yo a la rubia desteñida no sabía si darle la mano, un beso o qué. Le pregunté que si era algo mío.

– Tu cuñada -aclaró Pedro muy seguro-. Todavía no, pero no tardando.

La noción de fraternidad política es la más escurridiza de los parentescos, aunque todas lo son cantidad. Tengo la ventaja de ser larguirucho, y ella tamaño bolsillo, así que le di la mano, y parece que le gustó. Luego le pregunté por lo único que ayuda a situarse ante lo desconocido, por su nombre.

– Beatriz. O Bea, como prefieras.

– Bueno, Bea es más corto.

– O sea, que te gusta lo corto.

– No sé. Según con quién esté hablando.

Se rió como si le pareciera muy gracioso, pero no me miraba al reírse, sino a Pedro, hecha unas puras mieles. Es de las que se ríen más de lo normal. Y no se fía uno.

En eso sigue igual. Ahora ya se han casado, como era de esperar. Pedro gana mucho dinero y tienen un niño de cuatro años que nació de penalti. Lola dice que es un poco repipi, que no calla.

El domingo pasado estuve a conocerlo, y me extrañó que nada más verme me llamara tío Baltasar. Traté de meterle en la cabeza que esto de los parentescos es una cosa sin fuste y que sólo tengo diecisiete años. También le pregunté que si le gustan los trabalenguas. ¿No jugaba a los trabalenguas? Dijo que no.

– Pues mira: tío-tío-tío-oti-oti-tioti-otitío. ¿Qué es

tío?

– Nada.

– ¿Ves? Pues me llamas por mi nombre, me inventas uno, o me dices «oye» y nada más. ¿Ya somos amigos?

Creí que me estaba oyendo como quien oye llover, pero me preguntó inmediatamente que si me podía llamar capitán Pluma.

– Estupendo. ¿Es un nombre que se te ha ocurrido

a ti?

– No. Es de un cómic. Pero te pareces.

Desde el primer momento noté que a Bea le hacía poca gracia mi intimidad con el chico, que llegó a llorar y a patalear cuando me fui, porque caprichoso sí parece. El capitán Pluma era flaco y con la nariz grande, como yo. Venía en unos suplementos infantiles todos arrugados que fue a buscar a su cuarto. Le prometí que cuando volviera a visitarle traería plumas en la cabeza y una espada de madera.