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– ¿De verdad?

– ¡Vaya por Dios! -interrumpió Bea-. Pues lo único que faltaba es que alguien viniera a darle alas a un crío ya de por sí locatis.

Pero ni siquiera al hacer aquella advertencia perdió la sonrisa, y seguía mirando al marido aunque me hablara a mí, como cuando eran novios. Los dos estaban de acuerdo en que la educación infantil debe ser muy estricta.

– A los enanos hay que adaptarlos a la vida práctica cuanto antes -sentenció Bea, mientras él asentía.

– A los enanos -dije yo- basta con ponerles un gorro rojo en punta y buscarles una seta.

Pero era un diálogo entre ellos y fingieron no oírme. El niño se partía de risa. Ha quedado claro que me excluyen, que el tío Baltasar resulta incómodo y hasta un poco peligroso. No creo que vuelvan a invitarme más veces.

Viven en La Moraleja. Era una tarde templada de marzo y estábamos en el jardín, que lo riegan por aspersión. Se había discutido si merendar fuera o dentro, pero el chaval cogió una rabieta, porque prefería fuera, y se salió con la suya. Con la misma autoridad se negó a ponerse un jersey, aunque sus padres me informaron machaconamente sobre su propensión a los catarros. Total, que de la educación estricta adecuada a enanos pocos rastros vi. Y Pedro opinó que la culpa la tiene la madre de Bea, que mima mucho al nieto. Se pusieron a hablar de ella, pero yo no prestaba atención, obsesionado de repente, como antaño, por el misterio de los parentescos. «Esa señora no es nada mío», pensaba. «¿O tal vez sí? ¿Habrá también un nombre en las tablas de la ley para designar a la madre de una cuñada?» Bea, como si me la quisiera presentar, dijo que tiene un carácter muy dulce, que es la abuela que a ella le hubiera gustado conocer. No llegaron a discutir, ni a hacer comparaciones con mamá, a la que no nombraron ni para bien ni para mal. Pedro quitó hierro a su conato de crítica.

– Claro, mi vida, yo no he dicho que no sea un encanto tu madre. Los mimos son propios de hijo único, de nieto único. Cuando nazca la hermanita, a todos se nos pasará.

Faltaba poco para la puesta de sol y se había levantado un poco de viento. Las nubes se arremolinaban, se teñían de rojo y desaparecían.

– Es que se echan a correr, porque le tienen miedo al sol, ¿a que sí? -dijo el niño, que no dejaba de mirar al cielo-. ¿A que el sol es el jefe? Saca la pistola y las mata, ¡pum!, les sale sangre.

Dijo también que la luna mandaba menos que el sol, que en el cielo no hay cubos de basura para tirar lo que se rompe. Y que quería ser astronauta.

Me entró una nostalgia rara. Yo a su edad también les buscaba una explicación urgente a las cosas del cielo y de los astros y se me ocurrían disparates, aunque no se los decía en voz alta a nadie. Todo aquello lo estaba inventando para mí, pero no me atrevía a mirarle. Quería escaparse con el capitán Pluma, lo llamaba y él le estaba traicionando. Lo supe. Pedro y Bea eran dos rocas impidiendo el paso, y no me apetecía presentarles batalla.

– ¿Cuántos años tiene? -le pregunté a mi hermano.

– Cuatro cumplió en enero.

– Es pasmoso lo bien que habla, ¿no? Yo no le sigo.

Y me salió voz de persona mayor, de tío.

– Ni tú ni nadie. Es un mareo -protestó Bea, mientras me ofrecía otra taza de té-. No para de decir simplezas una detrás de otra. Y así desde que abre los ojos. A mí me tiene de los nervios, te lo juro.

– Eso también te pasó la otra vez, cielo -dijo Pedro-. Ya te lo ha advertido el médico. Es del nuevo embarazo.

Me informaron que ahora era una niña y que la esperaban para finales de julio.

Yo seguía distraído, asomado a un balcón de la plaza mayor de Segovia, mirando pasar las nubes del rosa al acero y desaparecer detrás de la catedral; aquellas nubes alimentaban mis enigmas.

– Pues a tu tío -dijo de repente Pedro-, cuando tenía tu edad, había que sudar para sacarle una palabra.

Me sobresaltó como entonces, cuando me reñía. Tuve ganas de esconderme.

– ¿No hablabas? -preguntó el niño-. ¿No sabías palabras?

– Las sabía, pero no las decía.

– ¿Ni siquiera «caca»?

– ¡No seas maleducado, Pedrito! -saltó impaciente Bea-. ¿No ves que estamos merendando? Termínate la tarta, anda.

– No me la termino. Sabe a jabón.

– Pues vete a jugar con la bici y déjanos un rato en paz. Pero lávate antes. ¡Te has puesto los dedos perdidos de chocolate!

– Me voy adentro con Toña, que me cuenta historias de miedo.

Toña era una doncella filipina que nos había servido la merienda en una mesa con mantel bordado.

Hubo un silencio cuando Pedrito se fue, y mis ojos se cruzaron con los de su padre, que es a la vez mi hermano mayor. Nos mantuvimos la mirada, y había un relámpago de verdad en todo. De pronto era como si esperáramos uno de otro algo que diera pie a un cierto reconocimiento.

– Las criadas siempre saben cuentos de miedo -dije yo-. ¿Te acuerdas de Fuencisla?

– Claro -contestó en voz baja, mientras clavaba los ojos en los bordados del mantel-. Ahora mismo me estaba acordando, pobre Fuencisla. ¡Pero tú eras tan pequeño!

– ¿Y eso qué tiene que ver?

Parecía sobrecogido. Fue el único momento a lo largo de toda la tarde en que Bea desapareció.

Después de merendar, entramos un rato en la casa, nos pusimos a mirar dos álbumes de fotos que tienen y es cuando caí en la cuenta de que mamá el día de su boda llevaba un traje color chocolate claro. Y me ha parecido rarísimo también acordarme de que yo a Bea y a Olalla las conocí el mismo día. Desde el domingo no paro de darle vueltas a eso, como al brocal de un pozo.

Pero bueno, tampoco es cosa de saltarse diez años de una zancada, aunque anoto, para que no se me olvide luego, que la visita al chalet de La Moraleja es lo que me ha revuelto la maraña de los parentescos. Y otra maraña más misteriosa todavía: la del paso del tiempo.

Me ha servido para arrancar a contar cosas de la boda de mis padres. Que tampoco importa la boda en sí misma, sino por lo que vino luego. Y también por lo que había enterrado antes, que no es poco. Algo saldrá, si no me aburro.

Sentiría aburrirme, ya que me he puesto.

II. LA CASA ZURRIBURRI

A lo primero vivíamos en Segovia. Lo peor de ser muchos es que tardas en saber cuál es tu sitio, depende de la hora, de la gente que haya en casa y de la cara que traiga alguien que entra de repente. Resulta difícil saber a quién estorbas y a quién no, nunca es al mismo, no hay leyes para medir la incomodidad que produces sin darte cuenta. ¿Sirve de algo culpar al cielo de un chaparrón? El primer dato aprovechable es sospechar que a ellos, de un parpadeo a otro, también les puede estar cayendo encima la nube y se los ve inquietos; igual les influye un ruido con el que no contaban, un recuerdo ingrato o alguna mirada impertinente, no sé, se quedan de un aire y les bajan sombras por la cara, quisieran salir volando por la ventana. Aunque sean mayores, eso no importa.

Así que a fuerza de tropezar, y de fijarte en cómo tropiezan los otros, te acabas colocando con astucia y vas ganando terreno en un mapa raro que tampoco coincide con el suyo. Como en la guerra. Ningún soldado sabe adonde va -aunque avancen- y al capitán pocos lo conocen. En esa etapa, capitán propiamente dicho no lo había. Yo, de guiarme por alguien, prefería copiar a Máximo, al único que de verdad los demás y sus humores le resbalaban. No se enfadaba con nadie, y si se enfadaban con él, impasible. Siempre hacía lo que le daba la gana. Claro que eso tampoco es ser un capitán, cargo que exige mando y no desentenderse. No había capitán, ya digo.

Cada cual tenía que echar mano de su propio ingenio, y el mío se afiló pronto a base de explorar lo conocido como si nunca lo hubiera visto, buscándole la trampa, sin prisa. Otro escalón y pararse. Las cosas pasaban como un río que no se oye correr, pero eran muchas distintas al mismo tiempo, y aunque se tapaban unas a otras, yo les veía brillar por debajo el farol de la aventura. Porque aventura es lo que no se entiende, una luz perseguida con obstinación. No hace falta que salgan piratas.