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Yo al que menos entendía era a mi padre, lo que pintaba en casa. Para empezar, no vivía del todo con nosotros. Digo vivir a que dejara de ser una sorpresa encontrarlo o verlo salir a diario del dormitorio de la cama grande a las mismas horas. Ni presentarse a comer. Eso raras veces, y casi siempre como si estuviera invitado. Claro que una mesa bien puesta y todos juntos echando mano a la fuente de croquetas o diciendo «Hoy parece que tarda Lola» allí no se estilaba, más bien eran viajes de lobo estepario a la nevera o a una mesa con hule a cuadros cercana al fogón, donde Fuencisla revolvía los pucheros. «¿Pero tú no habías comido ya?», preguntaba. «Yo el día menos pensado, os lo juro, me largo a mi pueblo. Esto es un zurriburri.» Y a mí esa palabra se me quedó para siempre por dentro, porque es de las difíciles y que dan risa. Además pega con lo que quiere decir, lo pillas al momento, aunque nunca la hayas oído. La de Segovia, qué duda cabe, era una casa zurriburri. Y así la seguimos llamando Lola y yo cuando hablamos de esa época.

Mi padre era mayor que mi madre, serio, elegante y de buena planta. Tenía algunas canas y por la calle lo saludaban con respeto. Era asesor financiero, expresión más escurridiza para un niño que la de zurriburri, como todas las que tienen que ver con el dinero que no se ve en la mano para gastárselo en pegatinas o en un helado. La oficina de Segovia era sucursal de otra que tenía en Madrid, y por eso viajaría tanto. Era la palabra que más salía en esa compota de sonidos que rodean al niño cuando todavía no entiende casi nada, Madrid, ir a Madrid, venir a Madrid. Pero me parece que a mamá pocas veces la llevaba, y tampoco aquellos viajes eran la única razón de que no se despertara siempre en el cuarto de la cama grande, según fui sabiendo luego, ni se viera casi nunca ropa suya tendida a secar en las cuerdas del patio. Pedro dice que para los negocios esos de colocar el dinero de la gente fue siempre un águila, y debe de ser verdad porque ahora se forra, aprovechando que todo el mundo a quien aconseja también se forra el triple. Y hasta su oficio ha cambiado de nombre, broker, que es lo mismo que antes pero más rotundo, como dar un puñetazo.

Mi madre tenía un puesto por las mañanas en la concejalía de Cultura del Ayuntamiento, pero lo que le gustaba de verdad era leer novelas y coser trajes de mucha fantasía para marionetas, a las que también ponía escamas, zapatos, alas, pelo y de todo. En su costurero había muchísimos botones de tamaños y colores diferentes, lentejuelas, trocitos de terciopelo, de cuero y de ante, alambres, yo qué sé, a mí me encantaba hurgar en aquel costurero. Era de madera, se abría levantando la tapa y tenía un espejo por dentro.

Mi padre y mi madre no se llevaban bien. Cuando discutían, él decía algunas veces: «Dame la razón en eso por lo menos», pero como si nada. Bastaba ver cómo le miraba ella, aunque le estuviera contestando sin enfadarse, para entender que la razón no se la pensaba dar ni a tiros. A mi padre la casa zurriburri no le gustaba ni mucho ni poco, y tampoco nuestra forma de vivir, siempre se ponía nervioso por lo mismo. Y lo raro es que no lo decía, aunque daba igual, se le notaba a la legua. Hasta que supe que estaba de prestado allí, y que por eso no protestaba todo lo que quería.

Fue una tarde en que llegó de repente, cuando menos lo esperábamos. Llegaría de la calle, supongo; por casa a esas horas nunca pisaba. Era primavera, teníamos el balcón abierto y la radio puesta. Mamá estaba cosiendo los faldones de uno de aquellos muñecos con patitas de madera desmayado encima de sus rodillas, y yo mirando un libro de estampas, porque todavía no leía bien, sólo reconocía algunas letras, la e de elefante, la n de nube, la p de puerta. Igual de entretenidos mi madre y yo, igual de a gusto, el runrún de la radio, las voces en la plaza, y de pronto él que entra y se pone a gritar por lo que fuera, que no me acuerdo. Pero de lo que sí me acuerdo es de que agarró el muñeco, se lo quitó de las manos y lo tiró al suelo. Cayó boca arriba, no sé si era un ángel o una libélula. Mamá se había quedado con una de las alas entre los dedos, enhebrada a la aguja.

Miró a mi padre fijamente, sin decir nada. Pero era igual que si le estuviera apuntando con una pistola de las que sueltan rayos de ciencia ficción, todo en invisible. Aquel día la conocí de verdad. Supe que nunca la iba a poder comparar con ninguna madre de ningún amigo mío por muchos años que viviera, y que nunca la iba a conocer, y que eso era conocerla. Se inclinó a recoger la marioneta y la alisó sobre su falda, como si la estuviera acariciando.

– ¿Te pasa algo, Damián? -preguntó luego, sin levantar la cabeza.

Él resoplaba inquieto. Hacía ay, ay, ay, chu, chu, chu y se había puesto a pasear por la habitación. Por fin se paró delante de ella y estalló.

– ¡Pasa que aquí no hay quien viva!, que ese maldito pasillo de atrás había que condenarlo, ya te lo he dicho muchas veces, tapiarlo del dormitorio de los chicos para acá, yo ya he hablado con el arquitecto, y le parece que no será tanta obra, la cocina vieja ¡fuera!, y se pone otra más moderna en este cuarto de trastos de delante, que hay sitio de sobra, y los trastos se tiran, se acabó el reino de Frankenstein, y tú te dejas de coser nada para los de arriba…

– ¡Alto un momento! -le interrumpió ella con una voz que de puro tranquila era como un redoble de tambor-. ¿Es tuya esta casa?

– ¿Y eso qué diablos importa?

– Importa mucho. ¿Es tuya o no?

Salió volando, desintegrado, cada pedacito de su cuerpo por el aire, como en los accidentes. Le oímos que entraba a recoger algo en el dormitorio y que luego se largaba a la calle. Sonaron sus pasos apresurados escalera abajo. Tenía unos peldaños de madera bastante desgastados, vivíamos en el tercero y era una casa de techos altos. De reojo, a través del balcón abierto, le vi cruzar la plaza hacia la bocacalle que baja al río.

Por la noche hicieron las paces.

Pero yo ya me había enterado de que la casa no era suya. Y por primera vez, además, habían salido a relucir «los de arriba».

A mí aquella parte de atrás que mi padre quería hacer desaparecer sin más contemplaciones me atraía mucho, aunque también me daba algo de miedo, como todo lo que atrae. En cuanto se pasaba del cuarto donde dormían Pedro y Máximo, que era uno de los mayores y tenía ventanas a un patio, se iniciaba una geografía bastante absurda. Había que subir un escalón, y a partir de eso el pasillo se estrechaba y andabas un rato a la luz de una bombilla pelada, sin ver habitaciones a los lados, sólo un tapiz con unos señores antiguos que bebían vino sentados a una mesa y delante de ellos una gitana bailando descalza con pañuelo a la cabeza y castañuelas. Luego venía el hueco donde se guardaba la leña y el carbón tapado con cortina de saco. Ya entonces la bombilla quedaba atrás colgando de su hilo retorcido, se notaban las cosquillas del miedo y por la pared aparecían sombras alargadas. La verdad es que cuando iba solo apretaba el paso y acababa corriendo. Corría hacia la luz como un tren saliendo de un túnel. Y pitaba el tren. Falta poco. Un poco más. Animo. Hasta que aparecía un leve resplandor, y empezaban a oírse sonidos por fuera del propio respirar. Un almirez machacando, una canción en la radio. El corazón latía más a gusto. Ahora torcer a la izquierda y ya. Era el reino de Fuencisla, compuesto de tres guaridas: la despensa, la cocina y su propia habitación.

Fuencisla era de Turégano, llevaba gafas y tenía los pies planos. A mamá la trataba con mucha confianza, y dentro de lo poco que mandaba nadie en aquella comuna, un poco más que mamá yo creo que sí mandaba. A mi padre le molestaban mucho dos cosas: que la cocina fuera de carbón y que Fuencisla llamara a mamá por su nombre en vez de decirle señora. Podía molestarle lo que le diera la gana, pero ninguna habitación de la casa era más casa que aquella cocina enorme. Allí desayunábamos y comíamos casi siempre, encima de una mesa que ocupaba media pared y que cuando no tenía puesto el hule era de mármol negro y estaba llena de chismes que no eran de comer; allí se iba a buscar todo lo que se perdía, o en dos cajones grandes o en un par de cestas con cosas de costura y de electricidad y de juegos. Había una radio, ropa planchada, ceniceros, cajetillas de tabaco, cuadernos, lápices y paquetes diversos.