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Lo que más se oía decir cuando éramos muchos era «Hazme sitio». Pero muchas veces estaba Fuencisla sola pelando judías y suspirando con los ojos en la ventana. Y es cuando más le gustaba verme llegar y sentarme allí a hacer garabatos en un bloc: mi manera de hacerle compañía. Me encantaba ver que me ponía un par de almohadones en la silla para que estuviera más cómodo, como dando por hecho que me iba a quedar bastante rato y que, aunque no se lo pidiera, estaba esperando a que me contara un cuento o me hiciera alguna pregunta de las que no tienen contestación y sólo pilla uno a medias. Las hacía como para ella, entre dientes, pero la entonación final era la de estar preguntando, eso se lo notas, y es que me hablaba a mí, a quién iba a ser, si cuando llegué estaba callada y no había nadie más. O sea que yo le daba pie, que pensaba que la podía entender, que nos parecíamos en algo. Yo también tenía mil preguntas por dentro, revueltas, haciendo su ovillo como gusanos de seda. Me lo debía de conocer ella en los ojos. Que cómo veía yo a Dios cuando pensaba en él, que si creía que castigaba sin palo ni piedra, que cómo me imaginaba la luna vista de cerca, que si pasaba miedo por las noches. Y eso el día que me lo preguntó le contesté que sí con la cabeza. Y ella dijo: «¡Dios mío, qué ganas tengo de ver el mar, no me querría morir sin verlo!»

En los cuentos que contaba Fuencisla pasaban cosas bastante terribles, de gente que se caía a un pozo, se colgaba de un árbol o se ahogaba en un río por salvar a otro, decía que eran sucedidos de su pueblo, hasta que una vez mamá entró en la cocina y le echó una bronca: «¡Por favor, Fuencis, no me asustes a Baltita, que luego no duerme, ¿no ves los ojos que pone?»; pero mi amor por la literatura se guisó en aquella cocina, y además entendí que había tres formas de fe: o se confiaba en la suerte, o en el ingenio, o en las propias dotes para vencer el terror. Y me quedé con esta posibilidad, que es la que más me gusta.

Otro misterio era que se oían ruidos encima del techo y en el resto de la casa no. Ruidos tenues pero ruidos. Cosa rara porque, al subir por la escalera -ascensor no había-, nuestro piso parecía el último.

Te encontrabas con una pared a la izquierda sin puerta ni nada. Y desde la calle tampoco se veía más que tejado sobre las habitaciones de delante. Así que aquellos vecinos debían de entrar por otro sitio. A veces sonaba como un torno trabajando madera. Y Fuencisla miraba hacia el techo y ponía más alta la radio. Radio Segovia, que la oía ella mucho y daban un programa de cuplés y zarzuela por las tardes.

Lola a veces traía a amigas suyas sin avisar antes. Entraban en la cocina riéndose, se sentaban y era que había que hacer merienda para todas. Cambiaba mucho de amigas, casi nunca venían las mismas, y cuando Fuencisla le preguntaba por alguna que le hubiera caído simpática y hacía tiempo que no la veía, Lola se encogía de hombros. «No la veo ya», decía, «no se puede una pasar la vida queriendo a la misma gente.» «Pues no sé de dónde sacas tanta variedad, dentro de poco Segovia se te va a quedar pequeña.» «Ya se me ha quedado pequeña», decía Lola, «tengo unas ganas de vivir en Madrid…» Yo sacaba en consecuencia que ése era un plan para el futuro, pero lo veía tan lejos como cuando piensas que te tienes que morir. La amiga que más le duró a Lola fue una que se llamaba Mati, mayor que ella, guapísima y muy descarada. Creo que todavía la ve algo. No tenía miedo a nada y presumía de no haber llorado nunca. Delante del ta- piz del pasillo, se quitaba los zapatos y se ponía a bailar, imitando las posturas de la gitana, sólo que ella moviendo los ojos y los brazos de verdad y dando saltos. Sonaban sus risas como en una cueva. «Ya viene Lola con ésas», decía Fuencisla cuando las oía llegar. «Pues hoy no sé lo que les voy a poder dar de merienda. ¡Virgen mía, qué zurriburri de casa!» Y entraba Lola invadiéndolo todo. Le pegaba un pellizquito a Fuencisla en el culo o le hacía cosquillas en el cogote.

«Es muy buena», les decía a sus amigas, «parece que se enfada, pero le chifla hacernos merienda.» Y luego, a ella: «¿Quién te quiere a ti, Fuencis?» Y Fuencis refunfuñaba mientras untaba las tostadas de pan con mantequilla o hacía chocolate, que le salía espesito y riquísimo. «Sí, sí, mucha zalema, pero aquí todo el mundo a abusar, vais a tener Fuencis para poco. Y entonces, cuando me largue, os enteraréis de lo que es llorar por la Fuencis, y dónde está y por qué se habrá ido.» «¿Irte? ¡Pero si tú no te puedes ir! ¿A que no?», decía Lola. Y le plantaba un beso.

Yo en eso pensaba igual. La Fuencis no se podía ir nunca. ¡Qué seguros estábamos! Aunque se pusiera como un león y gritase que no podía más, que se había hartado, aunque la viéramos haciendo la maleta en revoltijo, igual que pasa en las películas cuando la gente se enfada, nadie hacía caso. Sabíamos que de su pueblo estaba más harta todavía que de casa. Había reñido con la familia que le quedaba allí y no iba ni por las vacaciones de Navidad. Y además estaba enamorada de un carnicero que se llamaba Ramón y se acababa de quedar viudo, chiquitajo y bastante feo. Fuencisla le iba a ayudar los días que le tocaba salir y él le hacía confidencias de viudo inútil para llevar una casa, torpe para ligar y que ya no se ve tan joven. Según ella se le había juntado el cielo con la tierra al perder a su Paca y se estaba dando a la borrachera y a la perdición como en los corridos mexicanos, como debe ser. «Quedan pocos hombres así», decía, «capaces de querer de veras, los cuentas con los dedos de una mano y sobran dedos.» Pero la mancha de una mora con otra verde se quita, y ella, Fuencisla, no iba a consentir que un tío como aquél se hundiera en la miseria. Paciencia es lo que a ella le sobraba. Por lo visto, solía decir «será mío o yo del claustro». Esto me lo ha contado Lola y me entra carne de gallina cada vez que me acuerdo. Pobre Fuencis. No hay cosa más rara que el destino de las personas.

III. LOS MISTERIOS DE LA FONÉTICA

Entre el montón de cosas que pasan en la naturaleza, y cómo los hombres mandan en ellas y explican sus cambios, a mí nada me flipa tanto como la fonética. También me interesan las guerras, bueno, y la invención de la imprenta, y del cine y del fax, y antes de la rueda y las tijeras, que son cosas de las que ya nadie se acuerda, y el curso de los ríos cuando se salen de madre y allá van rodando pueblos enteros, y el culto a los muertos y la vida de los salvajes, pero fliparme de verdad, de eso que te quedas con los ojos a cuadros, la fonética. Todo acaba, si lo piensas, llevando al mismo empiece: a que la gente arrancó a hablar para entenderse. ¿Y cómo les saldría tan fácil al principio?

Ahora que me ha dado mucho por estudiar todo eso, entiendo que yo tardara tanto en decidirme a hablar, ya ves, como que se preocuparon en casa y pensaban llevarme a un especialista, pero Fuencisla dijo que yo lo entendía todo y que oía bien: «Se hará un lío de tanto pensar, déjenlo ustedes, en la garganta no tiene nada raro, su campanilla coloradita, que se la he visto yo con una cuchara cuando le dieron anginas, su lengua sana, y dice que sí y dice que no, sordomudo no es, pues vale.»