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Hasta que Lola intervino un día y salió a decir la última palabra, se acabó el pleito definitivamente, ¡zas! Fue un alivio y también una sorpresa.

– No te preocupes más, madre, que Baltasar habla -le dijo a mamá.

– ¿Quieres decir que hablará? -preguntó ella-. ¿O qué quieres decir?

Yo iba en ese momento a entrar en el cuarto de estar, las vi sentadas de cara al balcón, la nuca de una inclinada hacia la de la otra, y me quedé escondido detrás de la cortina de la puerta, con el corazón que me hacía «pumba-pumba», como si se hubiera vuelto loco. Siempre las vuelvo a ver así. Ahora que soy tan aficionado a la fotografía, a veces, cuando voy a disparar, me quedo como dudando, porque pienso que con tantas fotos como he tomado de sitios que al mirarlos en la cartulina los recuerdo, muchas más son las que me han quedado agarradas de cuando no llevaba la máquina. Y siempre aparecen menos veladas. Como ahora aquella de mamá y Lola, quietas allí, juntas, a contraluz, antes de que Lola dijera lo que siguió y yo estaba, sin saberlo, dándole al botón de una máquina que no existía. Hizo una pausa, porque siempre le ha gustado el suspense, y luego dijo, rotunda:

– Quiero decir lo que he dicho. Que habla.

– ¿Y eso cómo puede ser? ¿Cuándo habla? ¿Lo has oído tú?

– Sí, lo he oído yo. Habla por las noches, en la cama.

En una prehistoria de la que no recuerdo nada, mi cuna estuvo algunos meses (pocos serían, hasta que dejé de mamar) en el dormitorio de ellos. Pero enseguida la trasladaron al cuarto de Lola, y luego esa cuna, que era de barrotes azules, pasó al trastero de delante, en cuanto aprendí a bajarme solito a hacer pis sin pedirlo, que tendría yo un año, según dicen, y llamó la atención. Allí se quedó esa parte de mi prehistoria, en el cuarto revuelto donde iba a parar todo lo que no servía y que mi padre soñaba sucesivamente con transformar en cocina, despachito o dormitorio para mí. El caso es que seguí durmiendo con Lola, pero ya en cama turca. Y mi padre habló con bastante autoridad de ponerme un cuarto «como Dios manda», que esa frase la decía mucho él y se la pegó a mamá, que nunca había creído en Dios. Lo cierto es que, hasta dos años antes de dejar Segovia, seguí durmiendo con Lola y que fui yo mismo -que para entonces ya hablaba- quien pidió que la cama turca me la pusieran en el trastero, se fuera a arreglar o no, que quería dormir solo y no molestar a nadie. Y en aquel trastero que inmediatamente pasó a llamarse mi casita de papel empecé a ser mayor, mirando plegada contra la pared la cuna de barrotes azules, que no me decía nada, aunque me hacía llorar. Lloré mucho de noche en ese cuarto, sin saber bien por qué, que es cuando se le saca más gusto a llorar, puede que de puro alivio de estar solo. Y también de que ese último año en Segovia pasaron muchas cosas.

Pero, en fin, a lo que iba: que todo ha empezado, y sigue empezando, por la fonética.

– ¿Cómo que habla por las noches? ¿Y qué dice?

¿Habla contigo? -dijo mamá, que es muy amiga de hacer preguntas de tres en tres.

– Conmigo no -aclaró Lola-, Habla él solo. Cuando apago la luz. Todo seguido. Algunas veces no lo oiré, porque me duermo. Y lo que dice, pues no sé, madre, serán cosas suyas; no lo entiendo bien.

– Pues habría que saber lo que dice.

– ¡Y eso qué más da! -estalló Lola con la voz de cuando se enfada-. Lo que os preocupaba es que fuera mudo, ¿no? Pues habla. Y punto. No os volváis a calentar la cabeza con Baltasar, y mucho menos a tenerme de espía, porque yo no soy espía ni de Baltasar ni de nadie. ¿Okey?

Decía mucho «okey» porque estaba aprendiendo inglés. Pero a mí nunca me llamó Baltita. A veces, en tono cariñoso, me llamaba «rey moro», y yo me veía a lomos de un camello, con la cara tiznada de negro, llevando juguetes dentro de un saco grande.

Me fui de puntillas sin que me oyeran. Respiraba mejor, pero estaba bastante pasmado. No creía haber hablado alto antes de dormirme; creía que lo que pensaba para dentro de mí no salía en palabras. De lo que sí me acuerdo es de que tenía un lío fenomenal. Y era de puro asombro ante la dichosa fonética. Que lo sigo teniendo, y no paro de darle vueltas a lo mismo, pero ya en plan de estudio, menuda diferencia. Sobre todo porque sé que se llama fonética, y las cosas cuando tienen un nombre te tranquilizan. En eso pasa igual con las personas. Vas a tientas y el nombre es la primera pista, una luz; si no lo sabes te lo acabas inventando.

Yo, por ejemplo, a una señora mayor a la que se veía mucho por Segovia, y que tiene un papel importante en esta historia, la llamaba, hasta que me enteré de su nombre, la señora del palo, porque llevaba bastón. Me gustaba más que «la duquesa», que es como la llamaban otros. Pero de ella hablaré luego. No se puede meter todo junto a mogollón. Ahora eso no toca. Es lo que nos enseña la lengua misma (digo la que está mojada de saliva) cuando tapa el aire para que no se cuele una consonante si todavía no le tocaba salir a trabajar. No es poco arte.

Para mí la fonética era «el aire que suena», por eso también me parecía que hablaban los árboles y el río sacudidos por la tormenta. Y un gato cuando dice miau. Y en una librería antigua, que parece que la estoy viendo, me enamoré de una lámina encerada con el perfil de un hombre al que desde media nariz para abajo se le ven por dentro todos los mecanismos del habla, como piezas de un reloj. Y me quedaba tan pegado mirándola que mamá lo notó, se lo dijo a papá y me la echaron por Reyes. La tengo todavía. Es la que vio Olalla en mi cuarto-como-Dios-manda de Madrid. Y el flechazo vino de que ella se fijara.

Miro la lámina, ahí sigue colgada en la pared con su listoncito de madera por arriba. Es un perfil que podría dibujar con los ojos cerrados. Y poco más abajo del párpado, que es cuando empieza a descubrir el bisturí las tripas que en la vida real esconden la sonrisa y los mofletes, se ve un revoltijo de montañitas, tubos y senderos. La lengua es la protagonista principal, Fuencisla la llamaba «la sin hueso», y para ella «darle a la sin hueso» era enrollarse a hablar. En el dibujo está quieta, claro, pero ya sabemos que no para de atrás para adelante, que se mete entre los dientes y se frota contra el paladar y que le cierra el paso a la epiglotis o se lo abre, según convenga. Ahora ya todo eso me lo sé, aunque me siga extrañando. Vienen luego dos pares de membranas: las cuerdas vocales. Y colocaditos debajo, cada uno a lo suyo, como los músicos en algunos teatros cuando no se los ve, están la laringe -que es un tubo ancho muy importante-, la tráquea y los bronquios. Forman una caja de resonancia que imprime su timbre especial al aire que sale por la glotis. Lo estoy copiando de un libro, por eso lo explico tan bien. Las consonantes ponen un obstáculo al paso del aire; lo típico de las vocales, en cambio, es que ellas burlan este obstáculo, yo las veo como una moto entre coches o un delantero centro regateando para abrirse camino hacia la portería. A, E, I, O, U: cinco clases de gol. A para entender, e para llamar, i para llorar, o para extrañarse, u para asustar.

Los pulmones ya no salen en la lámina que me trajeron los Reyes, pero ésos llevan todo el peso de la oficina, son el depósito del aire. Lo lanzan para arriba y sube por la tráquea, llega a la laringe, a la faringe y a la boca. ¡Menudo viaje de moscardón en busca de una ventana abierta, rebotando contra las paredes! Ahí empieza el lío, en las paredes. Cavidad bucal superior, alvéolos, paladar duro, dientes, paladar blando, campanilla. Te mareas sólo de pensarlo, de imaginar lo bien que se tiene que entender esa orquesta invisible para dejar cada vez el sitio justo al aire entre lengua y paladar, exactito, ni más ancho ni más estrecho, ¡es que hay que darse cuenta! Y encima a toda mecha y sin ensayo, increíble total, ¡hala!, lo que tiene que sonar ahora es una gutural. Y suena la gutural, como si nada.

Porque vamos a pensar otra cosa que tampoco sea fáciclass="underline" por ejemplo, jugar al ajedrez. Un completo rompecabezas, vale, pero sabes que estás jugando, te acuerdas de lo que te ha costado aprender esas reglas y de que las tienes que estar repasando en la cabeza todo el rato en cuanto se sienta enfrente el otro jugador y lo ves allí serio, a cazarte. Si no te concentras cada vez que mueves ficha, te has metido por donde no era, y jaque a la reina. O sea que de natural nada, hay que andar al acecho, cosa que hablando no.