Nora ni siquiera lo mira.
– Lo siento.
Dodds alza una ceja.
– Lo siento -repite Nora-. Como en Siento que vayas a quedarte decepcionado. O mejor todavía: lo siento, pero está usted interrumpiendo.
Él es demasiado hiperlisto para entablar una discusión con la hija del jefe, así que se limita a asentar jerarquías.
– ¡Frankie, enciende las luces!
El proyector se detiene y se encienden las luces. Nora y yo guiñamos los ojos y parpadeamos para adaptarlos a la luz. Ella se levanta de su asiento la primera y tira por el aire la bolsa de palomitas.
– ¿Qué demonios haces? -grita.
– Ya te lo he dicho, tenemos ahí fuera esperando un grupo de altos ejecutivos. Ya sabes en qué época estamos.
– Llévalos al dormitorio Lincoln.
– Ya lo he hecho -le replica-. Y por si así te sientes mejor, te diré que hace un mes que reservamos la sala. -Se refrena al darse cuenta de que se está calentando demasiado-. No te pido que te marches, Nora; en realidad, sería mucho mejor si te quedases. Así podrán decir que vieron una película con la Primera Hija.
– Largo de aquí, ésta es mi casa.
– Seguro que sí, pero si quieres vivir en ella otros cuatro años, será mejor que te muevas y dejes sitio. ¿Entiendes lo que te digo?
Por primera vez, Nora no responde.
– Olvídalo -digo poniéndole una mano en el hombro-. No es nada tan…
– ¡Cállate! -brama, apartándose.
– ¡Rebobínala, Frankie! -le grita Wesley.
– No te…
– Se acabó -le advierte él-. No me hagas llamar a tu padre.
Oh, mierda.
A Nora se le achican los ojos, pero Wesley no se mueve. Ella se echa hacia atrás y juro por Dios que pienso que está a punto de darle. Pero entonces, una sonrisa de diablo surge en su cara por arte de magia. Suelta una risita profunda, muy bajito. Definitivamente, tenemos problemas. Antes de que pueda decir nada, coge su bolso y sale corriendo hacia la puerta.
Fuera, en el vestíbulo, una docena de hombres de cincuenta a sesenta años están agrupados observando las fotografías en blanco y negro de las paredes. Nora pasa volando a su lado antes de que puedan siquiera reaccionar. Pero todos saben a quién han visto. Y aunque intentan jugar a hacerse los indiferentes, sus ojos se abren de emoción mientras se dan codazos y circulan el mensaje entre el grupo. «¿Has visto? Era-ya-sabes-quién.»
Es asombroso. Aquí dentro, hasta los más poderosos no son más que niños en el patio del colegio. Y por lo que veo, la primera regla del patio del colegio continúa vigente: siempre hay alguno que es mayor.
De regreso hacia el pasillo de la planta baja, voy sólo unos pasos detrás de Nora. La llamo pero no me responde. Es igual que aquella primera noche con los escoltas. No se parará por nada. Braceando con energía, avanza por la alfombra roja del pasillo. Doy por supuesto que se encamina a la Residencia, pero al llegar a la entrada de la escalera no gira. Se limita a seguir avanzando, directa por el pasillo, a través de la Sala de Palmeras, y luego fuera, por la columnata oeste. Justo antes de alcanzar la puerta que lleva al Ala Oeste, hace un giro brusco a la izquierda y pasa junto a un agente de traje oscuro. «¡Oh, no!», murmuro para mis adentros al verla avanzar por la explanada de cemento que rodea el Ala Oeste. Sólo hay un sitio al que pueda ir por ahí. La entrada trasera del Despacho Oval. Directamente a lo más alto. Como sé que nadie entra por ahí, piso fuerte los frenos. Por si había alguna duda, el agente me lanza una mirada de confirmación: la única excepción es Nora. Me apoyo contra una de las enormes columnas blancas que siguen hasta el Ala Oeste y observo el resto desde ahí.
Quince metros por delante, sin mirar atrás, Nora se para ante una doble puerta muy alta y aplasta la nariz contra los cristales, escudriñando el interior del despacho. Si fuera cualquier otra persona, ya le habrían pegado un tiro.
Las luces del interior de la estancia la iluminan como a una polilla rabiosa. Da golpes sonoros sobre los cristales para llamar la atención y luego coge el pomo de la puerta. Pero en cuanto la abre, toda su actitud cambia. Como si hubiera accionado un interruptor. Sus hombros pierden la rigidez y sus puños se abren. Luego, en vez de entrar, le hace gestos a él para que salga. El Presidente tiene a alguien dentro.
Aun así, si su hija lo llama…
El Presidente sale a la terraza y cierra la puerta tras él. Mide un buen palmo más que Nora, lo cual le permite inclinarse sobre ella con autoridad plenamente paternal. Por el modo en que se cruza de brazos, no le gusta que lo interrumpan.
Dándose cuenta de ello, Nora explica rápidamente su caso haciendo gestos expresivos para que se entienda su postura. No está furiosa, ni siquiera enfadada. Sus movimientos son controlados. Es como si estuviera contemplando a otra mujer. Apenas levanta la vista mientras habla con él. Todo en sordina.
Él la escucha con una mano en la barbilla y apoyando el codo en el brazo que tiene paralelo a la cintura. Con el Jardín de Rosas en primer término y ellos dos detrás, no puedo dejar de pensar en todas aquellas fotos en blanco y negro de John y Bobby Kennedy, que tenían sus famosas discusiones de pie exactamente en ese mismo lugar.
Lo siguiente que veo es que Hartson mueve la cabeza y pone cariñosamente una mano en el hombro de Nora. Es algo que no olvidaré mientras viva. Lo bien que conectan, la manera en que él la tranquiliza acariciándole la espalda. Un brazo sobre el hombro. En esa silueta, el poder ya no está, no son más que un padre y su hija. «Lo siento -dice su lenguaje corporal mientras continúa acariciándole la espalda-, esta vez las cosas tendrán que ser así.»
Antes de que Nora pueda discutirle, el Presidente vuelve a abrir la puerta de su despacho y hace un ademán a alguien para que salga. No logro ver quién es, pero se la presenta rápidamente: «Ésta es mi hija, Nora.» Ella se pone firme, instruida por toda una vida de etiqueta de campaña. El Presidente sabe lo que se hace. Ahora que hay un invitado presente, Nora no podrá decir nada.
Se gira para marcharse y el Presidente mira en mi dirección. Me muevo rápidamente y me pongo detrás de una columna blanca. No necesito hacer mi entrada hasta mañana.
– ¡Que se joda! -exclama Nora mientras nos apresuramos por el pasillo de la Planta Baja, desierto, sin que nadie la oiga.
– Olvídate -vuelvo a decirle, esta vez a su altura-. Déjalos que tengan su fiestecita.
– ¿Tú no lo entiendes, verdad? -pregunta mientras volvemos a cruzar entre la tienda de libros y nos acercamos al busto gigante de Lincoln a la puerta del cine-. ¡Lo estaba pasando realmente bien! ¡Para una vez que era divertido!
– Pues lo prepararemos para mañana. De todas formas, sólo íbamos a seguir allí diez minutos más.
– ¡Ésa no es la cuestión! ¡Esos diez minutos eran nuestros! ¡No suyos! Yo escogí la película, les hice preparar palomitas y te mandé el mensaje y entonces… -su voz se empieza a quebrar. Se frota la nariz con fuerza pero le tiemblan las manos-. Se supone que esto es una casa, Michael. Una puta casa de verdad, pero siempre pasa como en la Sala de Música -se pasa la mano por los ojos-, siempre es un show. -Se muerde el labio, intentando luchar contra las lágrimas, pero sus ojos rojos me dicen que no lo logrará-. No tenía que ser así. Cuando llegamos aquí, todo el mundo hablaba de los extras. «Oh, tendréis muchos extras. Espera a ver los extras.» ¡Bueno, todavía estoy esperando! ¿Dónde están, Michael? ¿Dónde?
Vuelve la mirada por encima de cada uno de sus hombros como si buscase esos extras físicamente. Lo único que ve es un guardia de uniforme sentado en su puesto a la entrada de la sala de cine y que nos mira fijamente.
– ¡Qué! -le grita Nora-. ¿Es que ya no puedo llorar en mi propia casa? -la voz se le quiebra aún más. No hace falta ser un lince para descubrir que se acerca el ataque.
Hago un gesto al guardia y le lanzo una mirada de interrogación. ¿Podemos-hablar-un-segundo? Él decide que es momento para un descanso, se levanta y desaparece tras la esquina. Por lo menos hay alguien aquí que tiene un poco de sentido común.