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Sonaban aplausos. Al oír en seguida los primeros compases de Les Barricades Mysterieuses, comprendí que el pianista estaba ejecutando algunas de las piezas estudiadas aquella mañana en el piano del comedor, y con muchas copas bebidas, sin duda, pues a menudo los dedos se le descarrilaban en los ornamentos y appogiaiuras. En el entresuelo, detrás de las persianas de hierro, se bailaba. Todo el edificio estaba de fiesta. Estreché la mano al almacenista y me dispuse a correr, cuando sonó un tiro -uno solo -y una bala zumbó a pocos metros, a una altura que pudo ser la de mi pecho. Retrocedí, con un miedo atroz. Yo había conocido la guerra, ciertamente; pero la guerra, vivida como intérprete de Estado Mayor, era cosa distinta: el riesgo se repartía entre varios y el retroceder no dependía de uno. Aquí, en cambio, la muerte había estado a punto de darme la zancadilla por mi propia culpa. Más de diez minutos transcurrieron sin que un estampido rasgara la noche. Pero cuando me preguntaba si iba a salir nuevamente, se oyó otro disparo. Había como un atalayador solitario, apostado en alguna parte, que, de cuando en cuando, vaciaba su arma -un arma vieja, de vaqueta, sin duda- para tener la calle despejada. Unos segundos nada más tardaría yo en llegar a la acera del frente; pero esos segundos bastarían para que yo librara un terrible juego de azar. Pensaba por inesperada asociación de ideas, en el jugador de Buffon que arroja una varilla sobre un tablado, con la esperanza de que no se cruce con las paralelas del tablado. Aquí las paralelas eran esas balas disparadas sin blanco ni tino, ajenas a mis designios, que cortaban el espacio externo cuando menos se esperaba, y me aterraba la evidencia de que yo pudiera ser la varilla del jugador, y que, en un punto, en un ángulo de incidencia posible, mi carne se encontraría sobre la trayectoria del proyectil. Por otra parte, la presencia de una fatalidad no intervenía en ese cálculo de posibilidades ya que de mí dependía arriesgarme a perderlo todo por no ganar nada. Yo debía reconocer, al fin y al cabo, que no era el deseo de volver al hotel lo que me tenía exasperado en una banda de la calle. Repetíase lo que me había impulsado horas antes, dentro de mi borrachera, a viajar a través de aquel edificio de tantos corredores. Mi impaciencia presente se debía a mi poca confianza en Mouche. Pensándola desde aquí, en este lado del foso, del aborrecible tablado de las posibilidades, la creía capaz de las peores perfidias físicas, aunque nunca hubiera podido formular un cargo concreto contra ella, desde que nos conocíamos. Yo no tenía en qué fundar mi suspicacia, mi eterno recelo; pero demasiado sabía que su formación intelectual, rica en ideas justificadoras de todo, en razonamientos-pretextos, podía inducirla a prestarse a cualquier experiencia insólita, propiciada por la anormalidad del medio que esta noche la envolvía. Me decía que, por lo mismo, no valía la pena arrostrar la muerte por quitarme una mera duda de encima. Y, sin embargo, no podía tolerar la idea de saberla allí, en aquel edificio habitado por la ebriedad, libre del peso de mi vigilancia. Todo era posible en aquella casa de la confusión, con sus bodegas oscuras y sus incontables habitaciones, acostumbradas a los acoplamientos que no dejan huella.

No sé por qué se insinuó en mi mente la idea de que este cauce de la calle que cada tiro ensanchaba, ese foso, esa hondura que cada bala hacía más insalvable, era como una advertencia, como una prefiguración de acontecimientos por venir. En aquel instante ocurrió algo raro en el hotel. Las músicas, las risas, se quebraron a un tiempo. Sonaron gritos, llantos, llamadas, en todo el edificio. Se apagaron luces, se encendieron otras. Había como una sorda conmoción allí dentro; un pánico sin fuga. Y de nuevo se abrió la fusilería en la bocacalle más cercana.

Pero esta vez vi aparecer varias patrullas de infantería, con armas largas y ametralladoras. Los soldados empezaron a progresar lentamente, tras de las columnas de los soportales, alcanzando el lugar en donde estaba la tienda. Los francotiradores habían abandonado el tejado y las tropas regulares cubrían ahora el tramo de calle que me tocaba atravesar.

Haciéndome acompañar por un sargento llegué por fin al hotel. Cuando abrieron la reja y entré en el hall me detuve estupefacto: sobre una gran mesa de nogal transformada en túmulo, yacía el Kappelmeister, con un crucifijo entre las solapas de su frac.

Cuatro candelabros de plata, con adornos de pámpanos, sostenían -a falta de otros más apropiados- las velas encendidas: el maestro había sido derribado por una bala fría, recibida en la sien, al acercarse imprudentemente a la ventana de su cuarto.

Miré las caras que lo rodeaban: caras sin rasurar, sucias, estiradas por una borrachera que había pasmado la muerte. Los insectos seguían entrando por los caños y los cuerpos olían a sudor agrio. En el edificio entero reinaba un hedor de letrinas. Flacas, macilentas, las bailarinas parecían espectros. Dos de ellas, vestidas aún con los tules y mallas de un adagio bailado poco antes, se hundieron sollozando en las sombras de la gran escalera de mármol. Las moscas, ahora, estaban en todas partes, zumbando en las luces, corriendo por las paredes, volando a las cabelleras de las mujeres. Afuera, la carroña crecía.