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Pero esa referencia no me había sugerido la posibilidad del espectáculo prodigioso que ahora se ampliaba a cada vuelta del camino. Sobre una llanura pelada, era un vasto bailar de llamaradas que restallaban al viento como las banderas de algún divino asolamiento. Atadas al escape de gases de los pozos se mecían, tremolaban, envolviéndose en sí mismas, girando, a la vez libres y sujetas a corta distancia de los mechurrios -astas de ese fuego enjambre, de ese fuego árbol, parado sobre el suelo, que volaba sin poder volar, todo silbante de púrpuras exasperadas. El aire las transformaba, de súbito, en luces de exterminio, en teas enfurecidas, para reunirlas luego en un haz de antorchas, en un solo tronco rojinegro que tenía fugaces esguinces de torso humano; pero pronto se rompía lo amasado y el ardiente cuerpo, sacudido de convulsiones amarillas, se enroscaba en zarza ardiente, hincada de chispas, sonora de bramidos, antes de estirarse hacia la ciudad, en mil latigazos zumbantes, como para castigo de una población impía. Junto a esas piras encadenadas proseguían su trabajo de extracción, incansables, regulares, obsesionantes, unas máquinas cuyo volante tenía el perfil de una gran ave negra, con pico que hincaba isócronamente la tierra, en movimientos de pájaro horadando un tronco. Había algo impasible, obstinado, maléfico, en esas siluetas que se mecían sin quemarse, como salamandras nacidas del flujo y reflujo de las fogaradas que el viento encrespaba, en marejadas, hasta el horizonte. Daban ganas de darles nombres que fuesen buenos para demonios y me divertía en llamarlas Flacocuervo, Buitrehierro o Maltrídente, cuando terminó nuestro camino en un patio donde unos cochinos negros, enrojecidos por el resplandor de las llamas, chapaleaban en charcos cuyas aguas tenían costras jaspeadas y ojos de aceite. El comedor de la fonda estaba lleno de hombres que hablaban a gritos, como aneblados por el humo de las parrilladas. Con las máscaras antigases colgadas aún debajo de la barbilla, sin haberse quitado todavía las ropas del trabajo, parecía que sobre ellos se hubieran fijado, en coladas, borrones y pringues, las más negras exudaciones de la tierra. Todos bebían desaforadamente con las botellas empuñadas por el gollete, entre naipes y fichas revueltas sobre las mesas. Pero de pronto, las briscas quedaron en suspenso y los jugadores se volvieron hacia el patio en una grita de júbilo. Allí se producía un golpe de teatro: traídas por no sé qué vehículo, habían aparecido mujeres en traje de baile, con zapato de tacón y muchas luces en el pelo y el cuello, cuya presencia en aquel corral fangoso, orlado de pesebres, me pareció alucinante. Además, la mostacilla, las cuentas, los abalorios que adornaban los vestidos, reflejaban a la vez las llamaradas que a cada cambio de viento daban nuevo rumbo a su ronda de resplandores. Esas mujeres rojas corrían y trajinaban entre los hombres oscuros, llevando fardos y maletas, en una algarabía que acababa de atolondrarse con el espanto de los burros y el despertar de las gallinas dormidas en las vigas de los sobradillos. Supe entonces que mañana sería la fiesta del patrón del pueblo, y que aquellas mujeres eran prostitutas que viajaban así todo el año, de un lugar a otro, de ferias a procesiones, de minas a romerías, para aprovecharse de los días en que los hombres se mostraban espléndidos. Así, seguían el itinerario de los campanarios, fornicando por San Cristóbal o por Santa Lucía, los fieles Difuntos o los Santos Inocentes, a las orillas de los caminos, junto a las tapias de los cementerios, sobre las playas de los grandes ríos o en los cuartos estrechos, de palangana en tierra, que alquilaban en la trastienda de las tabernas. Lo que más me asombraba era el buen humor con que las recién llegadas eran acogidas por la gente de fundamento, sin que las mujeres honestas de la casa, la esposa, la joven hija del posadero, hicieran el menor gesto de menosprecio.

Me parecía que se las miraba un poco como a los bobos, gitanos o locos graciosos, y las fámulas de cocina reían al verlas saltar, con sus vestidos de baile, por sobre los cochinos y los charcos, cargando sus hatos con ayuda de algunos mineros ya resueltos a gozarse de sus primicias. Yo pensaba que esas prostitutas errantes, que venían a nuestro encuentro, metiéndonse en nuestro tiempo, eran primas de las ribaldas del Medioevo, de las que iban de Bremen a Hamburgo, de Amberes a Gante, en tiempos de feria, para sacar malos humores a maestros y aprendices, aliviándose de paso a algún romero de Compostela, por el permiso de besar la venera de tan lejos traída. Después de recoger sus cosas, las mujeres entraron en el comedor de la fonda con gran alboroto. Mouche, maravillada, me invitó a seguirlas, para observar mejor sus vestidos y peinados. Ella, que hasta ahora había permanecido indiferente y soñolienta, estaba como transfigurada. Hay seres cuyos ojos se encienden cuando sienten la proximidad del sexo. Insensible, quejosa desde la víspera, mi amiga parecía revivir en la primera atmósfera turbia que la salía al paso. Declarando ahora que esas prostitutas eran formidables, únicas, de un estilo que se había perdido, comenzó a acercarse a ellas. Al ver que se sentaba en uno de los bancos del fondo, junto a una mesa que ocupaban las recién llegadas, buscando conversación por gestos con una de las más vistosas, Rosario me miró con extrañeza, como queriendo decirme algo. Por eludir una explicación que probablemente no entendería, cargué con el equipaje y fui en busca de nuestro cuarto. Sobre las bardas del patio danzaba el resplandor de los fuegos. Estaba sacando cuentas de lo gastado últimamente cuando me pareció que Mouche me llamaba con voz angustiada.

En el espejo del armario la vi pasar, al otro extremo del corredor, como huyendo de un hombre que la perseguía. Cuando llegué adonde estaban, el hombre la había agarrado por el talle y la empujaba dentro de una habitación. Al recibir mi puñetazo se volteó bruscamente y su golpe me arrojó sobre una mesa cubierta de botellas vacías que se estrellaron al caer. Me colgué de mi adversario y rodamos en el piso, sintiendo las hincadas de los vidrios en las manos y en los brazos. Al cabo de una rápida lucha, en que el otro me dejó sin fuerzas, me vi preso entre sus rodillas, de espaldas en el suelo, bajo la anchura de dos puños que se levantaban para caer mejor, como una maza, sobre mi cara. En aquel instante, Rosario entró en el cuarto, seguida del posadero.

«¡Yannes! -gritó-. ¡Yannes!» Agarrado por las muñecas, el hombre se levantó lentamente, como avergonzado de lo hecho. El posadero le explicaba algo que por mi excitación nerviosa no acertaba a oír. Mi adversario parecía humilde; ahora me hablaba con tono compungido: «Yo no sabía… Equivocación…

Debió decir tenía marido.» Rosario me limpiaba la cara con un paño untado de ron: «La culpa fue de ella; estaba metida entre las otras.» Lo peor de todo era que yo no sentía verdadera cólera contra el que me había golpeado, sino contra Mouche, que, en efecto, por un alarde muy propio de su carácter, había ido a sentarse con las prostitutas. «No ha pasado nada… No ha pasado nada», proclamaba el posadero ante los curiosos que llenaban el corredor.

Y Rosario, como si nada hubiera ocurrido, en efecto, me hizo dar la mano al que ahora se deshacía en excusas. Para acabar de aplacarme, me hablaba de él, afirmando que lo conocía de mucho tiempo, pues no era de este lugar, sino de Puerto Anunciación, el pueblo cercano a la Selva del Sur, donde la esperaba su padre enfermo con el remedio de la milagrosa estampa. El título de Buscador de Diamantes me hizo interesante, de pronto, al que poco antes me golpeara. Pronto nos vimos en la cantina, con media botella de aguardiente bebida, olvidados de la estúpida pelea. Ancho de pecho, espigado de cintura, con algo de ave de presa en la mirada, el minero movía un semblante sombreado por un filo de barba que podía haberse desprendido de un arco de triunfo por la decisión y el empaque del perfil. Al saber que era griego -explicándoseme así la tremenda eliminación de artículos que caracterizaba su manera de hablar- estuve a punto de preguntarle, por broma, si era uno de los Siete contra Tebas. Pero en eso apareció Mouche, con aire indiferente, como si ignorara lo de la riña que nos había llenado las manos de cortaduras. Le hice algunos reproches a medias palabras que expresaban insuficientemente mi irritación. Ella se sentó del otro lado de la mesa, sin hacer caso, y se dio a examinar al griego -tan respetuoso ahora, que había apartado su escabel para no estar demasiado cerca de mi amiga- con un interés que me pareció un reto exasperante en semejante momento. A las excusas del Buscador de Diamantes, que se calificaba a sí mismo de «bruto idiota maldecido», respondió que el suceso no tenía importancia.