Me volví hacia Rosario. Ella me miraba soslayadamente, con cierta gravedad irónica que no sabía cómo interpretar. Quise iniciar una conversación cualquiera que nos alejara de lo presente, pero las palabras no me venían a la boca. Mouche, mientras tanto, se había acercado al griego con una sonrisa tan incitante y nerviosa que la ira me encendió las sienes. Apenas habíamos salido de un percance que hubiera podido tener consecuencias lamentables, se gozaba en aturdir al minero que la tratara media hora antes como a una prostituta. Esa actitud era tan literaria, debía tanto al espíritu que había exaltado, en este tiempo, la taberna de marineros y los muelles de brumas, que la hallé increíblemente grotesca, de pronto, en su incapacidad de desasirse, ante cualquier realidad, de los lugares comunes de su generación. Tenía que elegir un hipocampo, por pensar en Rimbaud, donde vendían toscos relicarios de artesanía colonial; había de burlarse de la ópera romántica en el teatro que, precisamente, devolvía su fragancia al jardín de Lamermoore, y no veía que la prostituta de las novelas de la Evasión se había transformado, aquí, en una mezcla de feriante oportuna y de Egipcíaca sin olor de santidad. La miré de modo tan ambiguo que Rosario, creyendo tal vez que iba a pelear de nuevo, por celos, me salió al paso en maniobra de aplacamiento con una frase oscura que tenía de proverbio y de sentencia: «Cuando el hombre pelea, que sea por defender su casa.» No sé lo que entendía Rosario por «mi casa»; pero tenía razón si pretendía decir lo que quise comprender: Mouche no era «mi casa».
Era, por el contrario, aquella hembra alborotosa y rencillosa de las Escrituras, cuyos pies no podían estar en la casa. Con la frase se tendía un puente por sobre el ancho de la mesa entre Rosario y yo, y sentí, en aquel momento, el apoyo de una simpatía que se hubiera dolido, tal vez, de verme vencido nuevamente. Por lo demás, la joven crecía ante mis ojos a medida que transcurrían las horas, al establecer con el ambiente ciertas relaciones que me eran cada vez más perceptibles. Mouche, en cambio, iba resultando tremendamente forastera dentro de un creciente desajuste entre su persona y cuanto nos circundaba. Un aura de exotismo se espesaba en torno a ella, estableciendo distancias entre su figura y las demás figuras; entre sus acciones, sus maneras, y los modos de actuar que aquí eran normales. Se tornaba, poco a poco, en algo ajeno, mal situado, excéntrico, que llamaba la atención, como llamaba la antención antaño, en las cortes cristianas, el turbante de los embajadores de la Sublime Puerta. Rosario, en cambio, era como la Cecilia o la Lucía que vuelve a engastarse en sus cristales cuando termina de restaurarse un vitral. De la mañana a la tarde y de la tarde a la noche se hacía más auténtica, más verdadera, más cabalmente dibujada en un paisaje que fijaba sus constantes a medida que nos acercábamos al río. Entre su carne y la tierra que se pisaba se establecían relaciones escritas en las pieles ensombrecidas por la luz, en la semejanza de las cabelleras visibles, en la unidad de formas que daba a los talles, a los hombros, a los muslos que aquí se alababan, una factura común de obra salida de un mismo torno. Me sentía cada vez más cerca de Rosario, que embellecía de hora en hora, frente a la otra que se difuminaba en su distancia presente, aprobando cuanto decía y expresaba. Y, sin embargo, al mirar a la mujer como mujer, me veía torpe, cohibido, consciente de mi propio exotismo, ante una dignidad innata que parecía negada de antemano a la acometida fácil. No eran tan sólo botellas las que se alzaban ahí, en barrera de vidrio que imponía cuidado a las manos: eran los mil libros leídos por mí, ignorados por ella; eran creencias de ella, costumbres, supersticiones, nociones, que yo desconocía y que, sin embargo, alentaban razones de vivir tan válidas como las mías. Mi formación, sus prejuicios, lo que le habían enseñado, lo que sobre ella pasaba, eran otros tantos factores que, en aquel momento, me parecían inconciliables. Me repetía a mí mismo que nada de esto tenía que ver con el siempre posible acoplamiento de un cuerpo de hombre y un cuerpo de mujer, y, no obstante, reconocía que toda una cultura, con sus deformaciones y exigencias, me separaba de esa frente detrás de la cual no debía haber siquiera una noción muy clara de la redondez de la tierra, ni de la disposición de los países sobre el mapa. Eso pensaba yo al recordar sus creencias sobre el espíritu unípedo de los bosques. Y al ver la pequeña cruz de oro que le colgaba del cuello, observé que el único terreno de entendimiento que podíamos tener en común, el de la fe en Cristo, lo habían desertado mis antepasados paternos hacía mucho tiempo: desde que, hugonotes expulsados de la Saboya por la revocación del Edicto de Nantes, pasados a la Enciclopedia por un tatarabuelo mío, amigo del barón de Holbach, conservaran Biblias en la familia, sin creer ya en las Escrituras, únicamente por aquello de que no estaban exentas de una cierta poesía… La taberna se vio invadida por los mineros de otro turno. Las mujeres rojas regresaban de los cuartos del patio, guardándose el dinero de los primeros tratos. Por acabar con la situación falsa que nos tenía desasosegados en torno a la mesa, propuse que anduviéramos hacia el río. El Buscador de Diamantes estaba como cohibido ante la insinuante deferencia de Mouche, que le hacía contar sus andanzas en la selva, aunque sin escucharlo, en un francés de tan pocas palabras que nunca lograba cerrar una frase. Ante mi propuesta de salir, compró botellas de cerveza fría, como aliviado, y nos llevó a una calle recta que se perdía en la noche, alejándose de los fuegos del valle. Pronto llegamos a la orilla del río que corría en la sombra, con un ruido vasto, continuando, profundo, de masa de agua dividiendo las tierras. No era el agitado escurrirse de las corrientes delgadas, ni el chapoteo de los torrentes, ni la fresca placidez de las ondas de poco cauce que tantas veces hubiera oído de noche en otras riberas: era el empuje sostenido, el ritmo genésico de un descenso iniciado a centenares y centenares de leguas más arriba, en las reuniones de otros ríos venidos de más lejos aún, con todo su peso de cataratas y manantiales.
En la oscuridad parecía que el agua, que empujaba el agua desde siempre, no tuviera otra orilla y que su rumor lo cubriera todo, en lo adelante, hasta los confines del mundo. Andando en silencio llegamos a una ensenada -un remanso más bien- que era cementerio de viejos barcos abandonados, con sus timones dejados al garete y los sollados llenos de ranas. En medio, encallado en el limo, había un antiguo velero, de muy noble estampa, con proa de mascarón que era una Anfitrite de madera tallada, cuyos senos desnudos surgían de velos alargados hasta los escobenes, en movimiento de alas. Cerca del casco nos detuvimos, casi al pie de la figura que parecía volar sobre nosotros cuando era enrojecida de súbito por la llamarada tornadiza de un mechurrio. Emperezados por el frescor de la noche y el ruido perenne del río en marcha, acabamos por recostarnos en la grava de la orilla. Rosario se soltó el pelo y empezó a peinarlo lentamente, con gesto tan íntimo, tan sabedor de la proximidad del sueño, que no me atreví a hablarle. Mouche, en cambio, contaba nimiedades, interrogaba al griego, celebraba sus respuestas con risas en diapasón agudo, sin advertir, al parecer, que estábamos en un lugar cuyos elementos componían una de esas escenografías inolvidables que el hombre encuentra muy pocas veces en su camino. El mascarón, las llamas, el río, los barcos abandonados, las constelaciones: nada de lo visible parecía emocionarla. Creo que fue ése el momento en que su presencia comenzó a pesar sobre mí como un fardo que cada jornada cargaría de nuevos lastres.