A la puesta del sol atracamos junto a un tosco muelle de pilones plantados en el barro. Al penetrar en un pueblo donde mucho se hablaba de coleadas y manganas, advertí que habíamos llegado a las Tierras del Caballo. Era, ante todo, ese olor a pista de circo, a sudor de ijares, que por tanto tiempo anduvo por el mundo, pregonando la cultura con el relincho.
Era ese martilleo de sonido mate que me anunció la proximidad del herrero, aún atareado sobre sus yunques y fuelles, pintado en sombra, con su mandil de cuero, ante las llamas de la fragua. Era el bullir de la herradura al rojo apagada en. el agua fría, y la canción que rimaba la hincada de los clavos en el casco. Y era luego el gualtrapear nervioso del corcel con zapatos nuevos, aún temeroso de resbalar sobre las piedras, y los encabritamientos y resabios, logrados a brida, ante la joven asomada a su ventana, luciendo una cinta en el pelo. Con el caballo había reaparecido la talabartería, perfumada de cueros, fresca de cordobanes, con sus operarios atareados bajo colgaduras de cinchas, estribos vaqueros, arciones de guadamecí y cabezadas para domingos con tachuelas de plata en la frontolera. En las Tierras del Caballo parecía que el hombre fuera más hombre.
Volvía a ser dueño de técnicas milenarias que ponían sus manos en trato directo con el hierro y el pellejo, le enseñaban las artes de la doma y la monta, desarrollando destrezas físicas de que alardear en días de fiesta, frente a las mujeres admiradas de quien tanto sabía apretar con las piernas, de quien tanto sabía hacer con los brazos. Renacían los juegos machos de amansar al garañón relinchante y colear y derribar al toro, la bestia solar, haciendo rodar su arrogancia en el polvo. Una misteriosa solidaridad se establecía entre el animal de testículos bien colgados, que penetraba sus hembras más hondamente que ningún otro, y el hombre, que tenía por símbolo de universal coraje aquello que los escultores de estatuas ecuestres tenían que modelar y fundir en bronce, o tallar en mármol, para que el corcel de buen ver respondiera por el Héroe sobre él montado, dando buena sombra a los enamorados que se daban cita en los parques municipales. Gran reunión de hombres había en las casas de muchos caballos cabeceando en los soportales; pero donde un solo caballo aguardaba en la noche, medio oculto entre malezas, debía el amo haberse quitado las espuelas para entrar más quedo en la casa donde le aguardaba una sombra. Me resultaba interesante observar ahora que, luego de haber sido la máxima fortuna del hombre de Europa, su máquina de guerra, su vehículo, su mensajero, el pedestal de sus próceres, el adorno de sus metopas y arcos de triunfo, el caballo alargaba en América su grande historia, pues sólo en el Nuevo Mundo seguía desempeñando cabalmente y en tan enorme escala sus oficios seculares. De haberse dejado en claro sobre los mapas, como las tierras ignotas de medioevo, las Tierras del Caballo blanquearían la cuarta parte del hemisferio, evidenciándose la magna presencia de la Herradura en un ámbito donde la Cruz de Cristo hiciera su entrada a caballo, no arrastrada, sino enhiesta, llevada en alto por hombres que fueron tomados por centauros.
XII
(Jueves, 14)
Reanudamos la navegación con la luna llena, pues el patrón tenía que recoger a un capuchino en el puerto de Santiago de los Aguinaldos, en la orilla opuesta del río, y quería salvar en horas de la mañana un paso de raudales particularmente impetuosos, aprovechándose la tarde para hacer algún alijo. Cumplido el propósito, con magistral manejo del timón y una que otra peña sorteada a la pértiga, me hallé aquel mediodía en una prodigiosa ciudad en ruinas. Eran largas calles, desiertas, de casas deshabitadas, con las puertas podridas, reducidas a las jambas o al cabestrillo, cuyos tejados musgosos se hundían a veces por el mero centro, siguiendo la rotura de una viga maestra, roída por los comejenes, ennegrecida de escarzos. Quedaba la columnata de un soportal cargando con los restos de una cornisa rota por las raíces de una higuera. Había escaleras sin principio ni fin, como suspendidas en el vacío, y balcones ajemizados, colgados de un marco de ventana abierto sobre el hielo. Las matas de campanas blancas ponían ligereza de cortinas en la vastedad de los salones que aún conservaban sus baldosas rajadas, y eran oros viejos de aromos, encarnado de flores de Pascuas en los rincones oscuros, y cactos de brazos en candelera que temblaban en los corredores, en el eje de las corrientes de aire, como alzados por manos de invisibles servidores. Había hongos en los umbrales y cardones en las chimeneas. Los árboles trepaban a lo largo de los paredones, hincando garfios en las hendeduras de la mampostería, y de una iglesia quemada quedaban algunos contrafuertes y archivoltas y un arco monumental, presto a desplomarse, en cuyo tímpano divisábanse aún, en borroso relieve, las figuras de un concierto celestial, con ángeles que tocaban el bajón, la tiorba, el órgano de tecla, la viola y las maracas. Esto último me dejó tan admirado que quise regresar al barco en busca de lápiz y papel, para revelar al Curador, por medio de algunos croquis, esta rara referencia organográfica. Pero en ese instante sonaron tambores y agudas flautas y varios Diablos aparecieron en una esquina de la plaza, dirigiéndose a una mísera iglesia, de yeso y ladrillo, situada frente a la catedral incendiada. Los danzantes tenían las caras ocultas por paños negros, como los penitentes de cofradías cristianas; avanzaban lentamente, a saltos cortos, detrás de una suerte de jefe y bastonero que hubiera podido oficiar de Belcebú de Misterio de la Pasión, de Tarasca y de Rey de los Locos, por su máscara de demonio con tres cuernos y hocico de marrano. Una sensación de miedo me demudó ante aquellos hombres sin rostro, como cubiertos por el velo de los parricidas; ante aquellas máscaras, salidas del misterio de los tiempos, para perpetuar la eterna afición del hombre por el Falso Semblante, el disfraz, el fingirse animal, monstruo o espíritu nefando. Los extraños danzantes llegaron a la puerta de la iglesia y golpearon repetidas veces con la aldaba. Largo tiempo permanecieron de pie ante la puerta cerrada, llorando y plañendo. Pero, de súbito, los batientes se abrieron con estrépito y en una nube de incienso apareció el Apóstol Santiago, hijo de Zebedeo y Salomé, montado en un caballo blanco que los fieles llevaban en hombros. Ante su corona de oro retrocedieron los diablos despavoridos, como atacados de convulsiones, tropezando unos con otros, cayendo, rodando en tierra. Detrás de la imagen había brotado un himno, apoyado, en vieja sonoridad de sacabuche y chirimía, con un clarinete y un trombón:
Primus ex apostolis
Mártir Jerosolimis
Jacobus egregio
Sacer est martirio.
Una campana era volteada arriba, a todo lo que diera, por varios niños montados a horcajadas sobre la espadaña, que la impulsaban a patadas. La procesión dio lentamente la vuelta a la iglesia, siempre llevada por el falsete nasal del párroco, mientras los diablos, remedando tormentos de exorcisados, retrocedían en grupo gimiente bajo las aspersiones del hisopo. Al fin, la figura de Santiago Apóstol, el de Campus Stellae, sombreado por un palio de terciopelo raído, volvió a engolfarse en el templo, cuyas puertas se cerraron con rudo encontronazo de los batientes sobre un tembloroso escarceo de luminarias y cirios. Entonces los diablos, dejados afuera, echaron a correr, riendo y brincando, pasados de demonios a bufones, y se perdieron entre las ruinas de la ciudad preguntando por las ventanas, a gritos groseros, si allí las mujeres seguían pariendo. Los fieles se dispersaron. Y quedé solo en medio de la plaza triste, cuyo embaldosado era levantado y roto por raíces de árboles. Rosario, que había ido a encender una vela por el restablecimiento de su padre, apareció poco después en compañía del capuchino barbudo que iba a embarcar con nosotros, y se me presentó como fray Pedro de Henestrosa. Usando de muy pocas palabras, en un hablar sentencioso y lento, el fraile me explicó que era costumbre singular sacar aquí el Santiago en la festividad del Corpus, porque en tarde de Corpus había llegado a esta villa, a poco de fundada, la imagen del santo tutelar, y desde entonces se observaba la tradición. Pronto se nos juntaron dos punteadores negros, de bandolas terciadas, quejosos de que este año la fiesta se hubiera reducido a meras salvas y procesiones, prometiendo no regresar más. Supe entonces que esto había sido antaño una ciudad de arcas repletas, próspera en ajuares, en armarios llenos de sábanas de Holanda; pero los continuos saqueos de una larga guerra local habían arruinado sus palacios y heredades, colgando la yedra de los blasones. Quien lo pudo emigró, deshaciéndose de las casas solariegas a cualquier precio. Luego había sido el azote de las plagas surgidas de arrozales que, por abandono, se volvieron pantanos. Esa vez, la muerte acabó por entregar los palacios a las gramas y guisaseras, iniciándose la ruina de los arcos, techos y dinteles. Hoy no era sino una población de sombras, en la sombra de lo que hubiera sido, un tiempo, la rica villa de Santiago de los Aguinaldos. Muy interesado por el relato del misionero, estaba pensando en ciudades arruinadas por guerras de Barones, asoladas por la peste, cuando los punteadores, invitados por Rosario a distraernos con alguna música de su antojo, preludiaron en las bandolas. Y de súbito, su canto me llevó mucho más allá de mis evocaciones. Aquellos dos juglares de caras negras cantaban décimas que hablaban de Carlomagno, de Rolando, del obispo Turpín, de la felonía de Ganelón y de la espada que tajara moros en Roncesvalles. Cuando llegamos al atracadero se dieron a evocar la historia de unos Infantes de Lara, que me era desconocida, pero cuyo añejo acento tenía algo de sobrecogedor al pie de tantos paredones resquebrajados y cubiertos de hongos, como los de muy antiguos castillos abandonados. Al fin zarpamos cuando el crepúsculo alargó las sombras de las ruinas.