Mil flautas de dos notas, distintamente afinadas, se respondieron a través de las frondas. Y fueron peines de metal, sierras que mordían leños, lengüetas de harmónicas, tremulantes y rasca-rasca de grillos, que parecían cubrir la tierra entera. Hubo como gritos de pavo real, borborigmos errantes, silbidos que subían y bajaban, cosas que pasaban debajo de nosotros, pegadas al suelo; cosas que se zambullían, martillaban, crujían, aullaban como niños, relinchaban en la cima de los árboles, agitaban cencerros en el fondo de un hoyo. Estaba aturdido, asustado, febril.
Las fatigas de la jornada, la expectación nerviosa, me habían extenuado. Cuando el sueño venció el temor a las amenazas que me rodeaban, estaba a punto de capitular -de clamar mi miedo-, para oír voces de hombres.
XX
(Martes, 19 de junio)
Cuando fue la luz otra vez, comprendí que había pasado la Primera Prueba. Las sombras se ha bían llevado los temores de la víspera. Al lavarme el pecho y la cara en un remanso del caño, junto a Rosario que limpiaba con arena los enseres de mi desayuno, me pareció que compartía en esta hora, con los millares de hombres que vivían en las inexploradas cabeceras de los Grandes Ríos, la primordial sensación de belleza, de belleza físicamente percibida, gozada igualmente por el cuerpo y el entendimiento, que nace de cada renacer de sol -belleza cuya conciencia, en tales lejanías, se transforma para el hombre en orgullo de proclamarse dueño del mundo, supremo usufructuario de la creación. El amanecer de la selva es mucho menos hermoso, si en colores pensamos, que el crepúsculo. Sobre un suelo que exhala una humedad milenaria, sobre el agua que divide las tierras, sobre una vegetación que se envuelve en neblinas, el amanecer se insinúa con grisallas de lluvia, en una claridad indecisa que nunca parece augurar un día despejado. Habrá que esperar varias horas antes de que el sol, alto ya, liberado por las copas, pueda arrojar un rayo de franca luz por sobre las infinitas arboledas. Y, sin embargo, el amanecer de la selva renueva siempre el júbilo entrañado, atávico, llevado en venas propias, de ancestros que, durante milenios, vieron en cada madrugada el término en sus espantos nocturnos, el retroceso de los rugidos, el despeje de las sombras, la confusión de los espectros, el deslinde de lo malévolo.
Con el inicio de la jornada, siento como una necesidad de excusarme ante Rosario por las pocas oportunidades de estar solos que nos ofrece esta fase del viaje. Ella se echa a reír, canturreando algo que debe ser un romancillo: Yo soy la recién casada - que lloraba sin cesar - de verme tan mal casada - sin poderlo remediar. Y aún sonaban sus coplas maliciosas, llenas de alusiones a la continencia que el viaje nos imponía, cuando ya, bogando otra vez, desembocamos a un caño ancho que se internaba en lo que el Adelantado me anunció como la selva verdadera. Como el agua, salida de su cauce, anegaba inmensas porciones de tierra, ciertos árboles retorcidos, de lianas hundidas en el légamo, tenían algo de naves ancladas, en tanto que otros troncos, de un rojo dorado, se alargaban en espejismos de profundidad, y los de antiquísimas selvas muertas, blanquecinos, más mármol que madera, emergían como los obeliscos cimeros de una ciudad abismada.
Detrás de los sujetos identificables, de los morichales, de los bambúes, de los anónimos sarmientos orilleros, era la vegetación feraz, entretejida, trabada en intríngulis de bejucos, de matas, de enredaderas, de garfios, de matapalos, que, a veces, rompía a empellones el pardo cuero de una danta, en busca de un caño donde refrescar la trompa. Centenares de garzas, empinadas en sus patas, hundiendo el cuello entre las alas, estiraban el pico a la vera de los lagunatos, cuando no redondeaba la giba algún garzón malhumorado, caído del cielo. De pronto, una empinada ramazón se tornasolaba en el alborozo de un graznante vuelo de guacamayos, que arrojaban pinceladas violentas sobre la acre sombra de abajo, donde las especies estaban empeñadas en una milenaria lucha por treparse unas sobre otras, ascender, salir a la luz, alcanzar el sol. El desmedido estiramiento de ciertas palmeras escuálidas, el despunte de ciertas maderas que sólo lograban asomar una hoja, arriba, luego de haber sorbido la savia de varios troncos, eran fases diversas de una batalla vertical de cada instante, dominada señeramente por los árboles más grandes que yo hubiera visto jamás.
Arboles que dejaban muy abajo, como gente rastreante, a las plantas más espigadas por las penumbras, y se abrían en cielo despejado, por encima de toda lucha, armando con sus ramas unos boscajes aéreos, irreales, como suspendidos en el espacio, de los que colgaban musgos transparentes, semejantes a encajes lacerados. A veces, luego de varios siglos de vida, uno de esos árboles perdía las hojas, secaba sus líquenes, apagaba sus orquídeas. Las maderas le encanecían, tomando consistencia de granito rosa y quedaba erguido, con su ramazón monumental en silenciosa desnudez, revelando las leyes de una arquitectura casi mineral, que tenía simetrías, ritmos, equilibrios, de cristalizaciones. Chorreado por las lluvias, inmóvil en las tempestades, permanecía allí, durante algunos siglos más, hasta que, un buen día, el rayo acababa de derribarlo sobre el deleznable mundo de abajo. Entonces, el coloso, nunca salido de la prehistoria, acababa por desplomarse, aullando por todas las astillas, arrojando palos a los cuatro vientos, rajado en dos, lleno de carbón y de fuego celestial, para mejor romper y quemar todo lo que estaba a sus pies. Cien árboles perecían en su caída, aplastados, derribados, desgajados, tirando de lianas que, al reventar, se disparaban hacia el cielo como cuerdas de arcos. Y acababa por yacer sobre el humus milenario de la selva, sacando de la tierra unas raíces tan intrincadas y vastas que dos caños, siempre ajenos, se veían unidos, de pronto, por la extracción de aquellos arados profundos que salían de sus tinieblas destrozando nidos de termes, abriendo cráteres a los que acudían corriendo, con la lengua melosa y los garfios de fuera, los lamedodores de hormigas.
Lo que más me asombraba era el inacabable mimetismo de la naturaleza virgen. Aquí todo parecía otra cosa, creándose un mundo de apariencias que ocultaba la realidad, poniendo muchas verdades en entredicho. Los caimanes que acechaban en los bajos fondos de la selva anegada, inmóviles, con las fauces en espera, parecían maderos podridos, vestidos de escaramujos; los bejucos parecían reptiles y las serpientes parecían lianas, cuando sus pieles no tenían nervaduras de maderas preciosas, ojos de ala de falena, escamas de ananá o anillas de coral; las plantas acuáticas se apretaban en alfombra tupida, escondiendo el agua que les corría debajo, fingiéndose vegetación de tierra muy firme: las cortezas caídas cobraban muy pronto una consistencia de laurel en salmuera, y los hongos eran como coladas de cobre, como espolvoreos de azufre, junto a la falsedad de un camaleón demasiado rama, demasiado lapizlázuli, demasiado plomo estriado de un amarillo intenso, simulación, ahora, de salpicaduras de sol caídas a través de hojas que nunca dejaban pasar el sol entero. La selva era el mundo de la mentira, de la trampa y del falso semblante; allí todo era disfraz, estratagema, juego de apariencias, metamorfosis.
Mundo del lagarto-cohombro, la castaña-erizo, la crisálida-ciempiés, la larva con carne de zanahoria y el pez eléctrico que fulminaba desde el poso de las linazas. Al pasar cerca de las orillas, las penumbras logradas por varias techumbres vegetales arrojaban vaharadas de frescor hasta las curiaras. Bastaba detenerse unos segundos para que este alivio se transformara en un intolerable hervor de insectos.