Vi luego la maraca ritual, atravesada por una rama emplumada, las trompas de cuerno de venado, las sonajeras de adornos y el botuto de barro para llamar a los pescadores extraviados en los pantanos.
Ahí estaban los juegos de caramillos, en su condición primordial de antepasados del órgano. Y ahí estaba, sobre todo, dotada de la cierta gravedad desagradable que reviste todo aquello que de cerca toca a la muerte, la jarra de sonido bronco y siniestro, con algo ya de resonancia de sepultura, con sus dos cañas encajadas en los costados, tal cual estaba representada en el libro que la describiera por vez primera. Al concluir los trueques que me pusieron en posesión de aquel arsenal de cosas creadas por el más noble instinto del hombre, me pareció que entraba en un nuevo ciclo de mi existencia. La misión estaba cumplida. En quince días justos había alcanzado mi objeto de modo realmente laudable, y, orgulloso de ello, palpaba deleitosamente los trofeos del deber cumplido. El rescate de la jarra sonora -pieza magnífica-, era el primer acto excepcional, memorable, que se hubiera inscrito hasta ahora en mi existencia. El objeto crecía en mi propia estimación, ligado a mi destino, aboliendo, en aquel instante, la distancia que me separaba de quien me había confiado esta tarea, y tal vez pensaba en mí ahora, sopesando algún instrumento primitivo con gesto parecido al mío. Permanecí en silencio durante un tiempo que el contento interior liberó de toda medida.
Cuando regresé a la idea de transcurso, con desperezo de durmiente que abre los ojos, me pareció que algo, dentro de mí, había madurado enormemente, manifestándose bajo la forma singular de un gran contrapunto de Palestrina, que resonaba en mi cabeza con la presente majestad de todas sus voces.
Al salir de la choza en busca de lianas para atar, observé que un alboroto inhabitual había roto el ritmo de las faenas de la aldea. Fray Pedro se movía con ligereza de danzante, entrando y saliendo de la churuata, seguido de Rosario, en medio de un corro de indias que gorjeaban. Frente a la entrada había dispuesto, sobre una mesa de ramas tornapuntadas, un mantel de encajes, muy roto, remendado con hilos de distintos grosores, entre dos jicaras rebosantes de flores amarillas. En medio, plantó la cruz de madera negra que le colgaba del cuello. Luego, de un maletín de cuero pardo, muy raído, que siempre llevaba consigo, sacó los ornamentos y objetos litúrgicos -algunos muy mellados-, mordidos por negras herrumbres, a los que frotaba con el vuelo de las mangas antes de disponerlos sobre el altar. Yo veía con creciente sorpresa cómo el Cáliz y la Hostia se dibujaban sobre la Piedra de Ara; cómo el Purificador se abría sobre el Cáliz, y el Corporal se situaba entre las dos luminarias rituales. Todo aquello, en semejante lugar, me parecía a la vez absurdo y sobrecogedor. Sabiendo que el Adelantado se las daba de espíritu fuerte, le interrogué con la mirada. Como si se tratara de una cosa distinta, que poco tuviera que ver con la religión, me habló de una misa prometida en acción de gracias durante la tempestad de la noche anterior. Se acercó al altar, ante el cual se encontraba Rosario. Yannes, que debía ser hombre de iconos, pasó a mi lado mascullando algo acerca de que Cristo era uno solo. Los indios, a cierta distancia, miraban. El jefe de la Aldea, a medio camino, observaba una actitud respetuosa -todo arrugado en medio de sus collares de colmillos-. Las madres acallaban los chillidos de sus crios. Fray Pedro se volvió hacia mí: «Hijo, estos indios rehusan el bautismo; no quisiera que te vieran indiferente. Si no quieres hacerlo por Dios, hazlo por mí.» Y apelando a la más universal de las dudas, añadió, con acento más áspero: «Recuerda que tú estabas en las mismas barcas y también tuviste miedo.» Hubo un largo silencio. Luego: In nomine Patris, et Filie et Spiritus Sancti. Amén. Una dolorosa sequedad se hizo en mi garganta. Aquellas palabras inmutables, seculares, cobraban una portentosa solemnidad en medio de la selva -como brotadas de los subterráneos de la cristiandad primera, de las hermandades del comienzo -, hallando nuevamente, bajo estos árboles jamás talados, una función heroica anterior a los himnos entonados en las naves de las catedrales triunfantes, anterior a los campanarios enhiestos en la luz del día. Sane tus, Sanctus, Sane tus, Dominus Deus Sabaoth… Troncos eran las columnas que aquí hacían sombra. Sobre nuestras cabezas pesaban follajes llenos de peligros. Y en torno nuestro estaban los gentiles, los adoradores de ídolos, contemplando el misterio desde su nartex de lianas. Yo me había divertido, ayer, en figurarme que éramos Conquistadores en busca de Manoa. Pero de súbito me deslumhra la revelación de que ninguna diferencia hay entre esta misa y las misas que escucharon los Conquistadores del Dorado en semejantes lejanías. El tiempo ha retrocedido cuatro siglos. Esta es misa de Descubridores, recién arribados a orillas sin nombre, que plantan los signos de su migración solar hacia el Oeste, ante el asombro de los Hombres del Maíz.
Aquellos dos -el Adelantado y Yannes- que están arrodillados a ambos lados del altar, flacos, renegridos, uno con cara de labriego extremeño, otro con perfil de algebrista recién asentado en los Libros de la Casa de la Contratación, son soldados de la Conquista, hechos a la cecina y a lo rancio, curtidos por las fiebres, mordidos de alimañas, orando con estampa de donadores, junto al morrión dejado entres las yerbas de acres savias. Miserere nostri, Dómine, miserere nostri. Fiat misericordia -salmiza el capellán de la Entrada, con acento que detiene el tiempo-. Acaso transcurre el año 1540. Nuestras naves han sido azotadas por una tempestad y nos narra el monje ahora, a tenor de la sacra escritura, cómo fue hecho en el mar tan gran movimiento que el barco se cubría de las ondas; mas El dormía, y llegándose sus discípulos le despertaron diciendo: Señor, sálvanos que perecemos; y El les dice: ¿Por qué teméis, hombres de poca fe?, y entonces, levantándose, reprendió a los vientos y a la mar y fue grande bonanza. Acaso transcurre el año 1540. Pero no es cierto. Los años se restan, se diluyen, se esfuman, en vertiginoso retroceso del tiempo. No hemos entrado aún en el siglo xvi. Vivimos mucho antes.
Estamos en la Edad Media. Porque no es el hombre renacentista quien realiza el Descubrimiento y la Conquista, sino el hombre medieval. Los enlistados en la magna empresa no salen del Viejo Mundo por puertas de columnas tomadas al Palladio, sino pasando bajo el arco románico, cuya memoria llevaron consigo al edificar sus primeros templos del otro lado del Mar Océano, sobre el sangrante basamento de los teocalli. La cruz románica, vestida de tenazas, clavos y lanzas, fue la elegida para pelear con los que usaban parecidos enseres de holocausto en sus sacrificios. Medievales son los juegos de diablos, paseos de tarascas, danzas de Pares de Francia, romances de Carlomagno, que tan fielmente perduran en tantas ciudades que hemos atravesado recientemente.
Y me percato ahora de esta verdad asombrosa: desde la tarde del Corpus en Santiago de los Aguinaldos, vivo en la temprana Edad Media. Puede pertenecer a otro calendario un objeto, una prenda de vestir, un remedio. Pero el ritmo de vida, los modos de navegación, el candil y la olla, el alargamiento de las horas, las funciones trascendentales del Caballo y del Perro, el modo de reverenciar a los Santos, son medievales -medievales como las prostitutas que viajan de parroquia a parroquia en días de feria, como los patriarcas bragados, orgullosos en reconocer cuarenta hijos de distintas madres que les piden la bendición al paso-. Comprendo ahora que he convivido con los burgueses de buen trago, siempre prestos a catar la carne de alguna moza del servicio, cuya vida jocunda me hiciera soñar tantas veces en los museos; he trinchado los lechoncillos de tetas chamuscadas, de sus mesas, y he compartido la desmedida afición por las especias que les hicieron buscar los nuevos caminos de Indias. En cien cuadros había conocido yo sus casas de toscas baldosas rojas, sus cocinas enormes, sus portones claveteados.