colocaban, precisamente, al calificador en un terreno cogitante y cartesiano, opuesto a la verdad perseguida.
Querían renovar la música de Occidente imitando ritmos que jamás hubieran tenido una función musical para sus primitivos creadores. Estas reflexiones me llevaban a pensar que la selva, con sus hombres resueltos, con sus encuentros fortuitos, con su tiempo no transcurrido aún, me había enseñado mucho más, en cuanto a las esencias mismas de mi arte, al sentido profundo de ciertos textos, a la ignorada grandeza de ciertos rumbos, que la lectura de tantos libros que yacían ya, muertos para siempre, en mi biblioteca. Frente al Adelantado he comprendido que la máxima obra propuesta al ser humano es la de forjarse un destino. Porque aquí, en la multitud que me rodea y corre, a la vez desaforada y sometida, veo muchas caras y pocos destinos. Y es que, detrás de esas caras, cualquier apetencia profunda, cualquier rebeldía, cualquier impulso, es atajado siempre por el miedo. Se tiene miedo a la reprimenda, miedo a la hora, miedo a la noticia, miedo a la colectividad que pluraliza las servidumbres; se tiene miedo al cuerpo propio, ante las interpelaciones y los índices tensos de la publicidad; se tiene miedo al vientre que acepta la simiente, miedo a las frutas y al agua; miedo a las fechas, miedo a las leyes, miedo a las consignas, miedo al error, miedo al sobre cerrado, miedo a lo que pueda ocurrir. Esta calle me ha devuelto al mundo del Apocalipsis, en que todos parecen esperar la apertura del Sexto Sello -el momento en que la luna se vuelva de color de sangre, las estrellas caigan como higos y las islas se muevan de sus lugares-. Todo lo anuncia: las cubiertas de las publicaciones expuestas en las vitrinas, los títulos pregonados, las letras que corren sobre las cornisas, las frases lanzadas al espacio. Es como si el tiempo de este laberinto y de otros laberintos semejantes estuviera ya pesado, contado, dividido.
Y me viene a la mente, en este momento, como un alivio, el recuerdo de la taberna de Puerto Anunciación donde la selva vino a mí en la persona del Adelantado. Me vuelve a la boca el sabor del recio aguardiente avellanado, con su limón y su sal, y me parece que se pintan, tras de mi frente, las letras con ornamentos de sombras y de guirnaldas, que componían el nombre del lugar: Los Recuerdos del Porvenir. Yo vivo aquí, de tránsito, acordándome del porvenir -del vasto país de las Utopías permitidas, de las Icarias posibles-. Porque mi viaje ha barajado, para mí, las nociones de pretérito, presente, futuro. No puede ser presente esto que será ayer antes de que el hombre haya podido vivirlo y contemplarlo; no puede ser presente esta fría geometría sin estilo, donde todo se cansa y envejece a las pocas horas de haber nacido. Sólo creo ya en el presente de lo intacto; en el futuro de lo que se crea de cara a las luminarias del Génesis. No acepto ya la condición de Hombre-Avispa, de Hombre-Ninguno, ni admito que el ritmo de mi existencia sea marcado por el mazo de un cómitre.
XXXVI
(20 de octubre)
Cuando, hace tres meses, me fueron devueltas las cuartillas de mi reportaje, sin una excusa, el terror me dobló las piernas, dejándome todo tembloroso.
Había caído en la trampa, al hacerse pública la noticia de mi instancia de divorcio. El periódico no me perdonaba el dinero gastado en mi rescate, ni el ridículo de haber armado el más edificante alboroto en torno mío, frente a un público cuyos Pastores deben considerarme como transgresor de la Ley, objeto de abominación. Tuve que vender mi relato a vil precio a una revista de cuarto orden, y un acontecimiento internacional llegó a tiempo para difuminar la actualidad de mi figura. Y empezó mi lucha encarnizada con una Ruth vestida de negro, sin carmín en los labios, empeñada en seguir representando su papel de esposa herida en el corazón y en el vientre ante los jueces de la nación. Lo de su embarazo fue una mera alarma. Pero esto, en vez de simplificar mi caso, lo ha enredado un poco más, pues su hábil abogado explota el hecho de que mi esposa hubiera querido romper su carrera dramática al menor indicio de gravidez. Era yo, pues, el hombre despreciable de las Escrituras, que edifica casa y no vive en ella, que planta la viña y no la vendimia. Ahora, aquel escenario de la Guerra de Secesión que tanto torturara a Ruth por el automatismo cotidiano de la tarea impuesta, pasaba a ser un santuario del arte, el camino real de una carrera, del que ella no había vacilado en salir, sacrificando gloria y fama, para darse más plenamente a la sublime labor de tornear una vida -una vida que la amoralidad de mi procedimiento le negaba-. Tengo todas las de perder en ese embrollo que mi esposa alarga indefinidamente con el ánimo de poner el tiempo de su lado y hacerme regresar, olvidado de mi evasión, a la existencia de antes. En fin de cuentas, ella ha tenido el mejor papel en la gran comedia armada, y Mouche quedó eliminada de su terreno. Así, desde hace tres meses, una tarde y otra tarde, doblo las mismas esquinas, viajo de piso a piso, abro puertas, aguardo, interrogo a los secretarios, firmo lo que quieren hacerme firmar, encontrándome nuevamente, luego, en las mismas aceras enrojecidas por los anuncios luminosos.