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Los resortes de la butaca, disparejamente vencidos, se incrustan ahora en mi carne con rigores de cilicio, imponiéndome una compostura de actitud que no me es habitual. Me veo con la tiesura de un niño llevado a visitas en la luna del conocido espejo que encuadra un espejo marco rococó, cerrado por el escudo de los Estherhazy. Renegando de su asma, apagando un cigarrillo de tabaco que lo asfixia para encender uno de estramonio que le hace toser, el Curador del Museo Organográfico anda a pasos cortos por la pequeña estancia atestada de címbalos y panderos asiáticos, preparando las tazas de un té que, por suerte, será acompañado de ron martiniqueño.

Entre dos estantes cuelga una quena incaica; sobre la mesa de trabajo, esperando la redacción de una ficha, yace un sacabuche de la Conquista de México, preciosísimo instrumento, cuyo pabellón es una cabeza de tarasca ornada de escamas plateadas y ojos de esmalte, con fauces abiertas que alargan hacia mí una doble dentadura de cobre. «Fue de Juan de San Pedro, trompeta de cámara de Carlos V y jinete famoso de Hernán Cortés», me explica el Curador, mientras comprueba el punto de la infusión.

Luego vierte el licor en las copas con la previa advertencia -cómica si se piensa en quien la escucha- de que un poco de alcohol, de cuando en cuando, es cosa que el organismo agradece por atavismo, ya que el hombre, en todas las épocas y latitudes, se las arregló siempre para inventar bebidas que le procuraran alguna embriaguez. Como resulta que mi regalo no se hallaba aquí, en este piso, sino donde fue a buscarlo una sirvienta sorda que camina despacio, miro mi reloj para fingir una repentina alarma ante el recuerdo de una cita ineludible. Pero mi reloj, al que no he dado cuerda anoche -me percato de ello ahora- para acostumbrarme mejor a la realidad del comienzo de mis vacaciones, se ha parado a las tres y veinte. Pregunto por la hora, con tono urgido, pero me responden que no importa; que la lluvia ha oscurecido prematuramente esta tarde de junio, que es de las más largas del año. Llevándome de una Pangelingua de los monjes de St. Gall a la edición príncipe de un Libro de Cifra para tañer la vihuela, pasando, acaso, por una rara impresión del Oktoechos de San Juan Damasceno, trata el Curador de burlar mi impaciencia, hostigada por el enojo de haberme dejado atraer a este piso donde nada tengo que hacer ya, entre tantas guimbardas, rabeles, dulzainas, clavijas sueltas, mástiles entablillados, organitos con los fuelles rotos que veo, revueltos, en los rincones oscuros. Ya voy a decir con tono tajante, que vendré otro día por el regalo, cuando regresa la sirvienta, quitándose los chanclos de goma. Lo que trae para mí es un disco a medio grabar, sin etiqueta, que el Curador coloca en un gramófono, eligiendo con cuidado una aguja de punta muelle. Al menos -pienso yo -el engorro será breve: unos dos minutos, a juzgar por el ancho de la zona de espiras. Me vuelvo para llenar mi copa cuando suena a mis espaldas el gorjeo de un ave.

Sorprendido, miro al anciano que sonríe con aire suavemente paternal, como si acabara de hacerme un presente inestimable. Voy a preguntarle, pero él reclama mi silencio con un gesto del índice hacia la placa que gira. Algo distinto va a escucharse ahora, sin duda. Pero no. Ya andamos por la mitad de lo grabado y sigue ese gorjeo monótono, cortado por breves silencios, que parecen de una duración siempre idéntica. No es siquiera el canto de un pájaro muy musical, pues ignora el trino, el portamento, y sólo produce tres notas, siempre las mismas, con un timbre que tiene la sonoridad de un alfabeto Morse sonando en la cabina de un telegrafista. Casi va terminando el disco y no acabo de comprender dónde está el regalo tan pregonado por quien fuera un tiempo mi maestro ni me imagino qué tengo yo que ver con un documento interesante, a lo sumo, para un ornitólogo. Termina la audición absurda y el Curador transfigurado por un inexplicable júbilo, me pregunta: «¿Te das cuenta? ¿Te das cuenta?» Y me explica que el gorjeo no es de pájaro, sino de un instrumento de barro cocido con que los indios más primitivos del continente imitan el canto de un pájaro antes de ir a cazarlo, en rito posesional de su voz, para que la caza les sea propicia. «Es la primera comprobación de su teoría», me dice el anciano, abrazándoseme casi con un acceso de tos.

Y por lo mismo que ahora comprendo demasiado lo que quiere decirme, ante el disco que suena nuevamente me invade una creciente irritación que dos copas, apuradas de prisa, vienen a enconar. El pájaro que no es pájaro, con su canto que no es canto, sino mágico remedo, halla una intolerable resonancia en mi pecho, recordándome los trabajos realizados por mí hace tanto tiempo -no me asustaban los años, sino la inútil rapidez de su transcurso- acerca de los orígenes de la música y la organografía primitiva. Eran los días en que la guerra había interrumpido la composición de mi ambiciosa cantata sobre el Prometheus Unbound. A mi regreso me sentía tan distinto, que el preludio terminado y los guiones de la escena inicial habían quedado empaquetados dentro de un armario, mientras me dejaba derivar hacia las técnicas y sucedáneos del cine y de la radio. En el engañoso ardor que ponía en defender esas artes del siglo, afirmando que abrían infinitas perspectivas a los compositores, buscaba probablemente un alivio al complejo de culpabilidad ante la obra abandonada y una justificación a mi ingreso en una empresa comercial, luego de que Ruth y yo hubiéramos destrozado, con nuestra fuga, la existencia de un hombre excelente. Cuando agotamos los tiempos de la anarquía amorosa me convencí muy pronto de que la vocación de mi mujer era incompatible con el tipo de convivencia que yo anhelaba. Por ello había tratado de hacerme menos ingratas sus ausencias en funciones y temporadas, orientándome hacia una tarea que pudiera llevarse a cabo los domingos y días de asueto, sin la continuidad de propósitos exigida por la creación. Así me había orientado hacia la casa del Curador, cuyo Museo Organográfico era orgullo de una venerable universidad.

Bajo este mismo techo había trabado yo conocimiento con los percutores elementales, troncos ahuecados, litófonos, quijadas de bestias, zumbadores y tobilleras, que el hombre hiciera sonar en los largos primeros días de su salida a un planeta todavía erizado de osamentas gigantescas, al emprender un camino que lo conduciría a la Misadel Papa Marcelo y El Arte de la Fuga. Impelido por esa forma peculiar de la pereza que consiste en darse con briosa energía a tareas que no son precisamente las que debieran ocuparnos, me apasioné por los métodos de clasificación y el estudio morfológico de esas obras de la madera, del barro cocido, del cobre de calderería, de la caña hueca, de la tripa y de la piel de chivo, madres de modos de producir sonidos que perduran, con milenaria vigencia, bajo el prodigioso barniz de los factores de Cremona o en el suntuoso caramillo teológico del órgano. Inconforme con las ideas generalmente sustentadas acerca del origen de la música, yo había empezado a elaborar una ingeniosa teoría que explicaba el nacimiento de la expresión rítmica primordial por el afán de remedar el paso de los animales o el canto de las aves. Si teníamos en cuenta que las primeras representaciones de renos y de bisontes, pintados en las paredes de las cavernas, se debían a un mágico ardid de caza -el hacerse dueño de la presa por la previa posesión de su imagen-, no andaba muy desacertado en mi creencia de que los ritmos elementales fueran los del trote, el galope, el salto, el gorjeo y el trino, buscados por la mano sobre un cuerpo resonante, o por el aliento, en la oquedad de los juncos.

Ahora me sentía casi colérico frente al disco que giraba al pensar que mi ingeniosa -y tal vez cierta – teoría se relegaba, como tantas otras cosas, a un desván de sueños que la época, con sus cotidianas tiranías, no me permitía realizar. De pronto, un gesto levanta el diafragma del surco. Deja de cantar el ave de barro. Y se produce lo que yo más temía: el Curador, acorralándome afectuosamente en un rincón, me pregunta por el estado de mis trabajos, advirtiéndome que dispone de mucho tiempo para escucharme y discutir. Quiere saber de mis búsquedas, conocer mis nuevos métodos de investigación, examinar mis conclusiones acerca del origen de la música -tal como pensé buscarlo alguna vez, a base de mi ingenios? teoría del mimetismo-mágico-rítmico -. Ante la imposibilidad de escapar, empiezo a mentirle, inventando escollos que hubieran diferido la elaboración de mi obra. Pero, por falta de hábito en su uso, es evidente que cometo risibles errores en el manejo de los términos técnicos, enredo las clasificaciones, no doy con los datos esenciales que, sin embargo, tenía por muy sabidos. Trato de apoyarme en bibliografías, para enterarme -por irónica rectificación de quien me escucha- de que ya están desechadas por los especialistas. Y cuando me voy a asir de la supuesta necesidad de reunir ciertos cantos de primitivos recién grabados por exploradores, me parece que mi voz me es devuelta con tales resonancias de mentira por el cobre de los gongs, que me varo sin remedio, en la mitad de una frase, sobre el olvido inexcusable de una desinencia organológica. El espejo me muestra la cara lamentable, de tramposo agarrado con naipes marcados en las mangas, que es mi cara en este segundo. Tan feo me encuentro que, de súbito, mi vergüenza se vuelve ira, e increpo al Curador con un estallido de palabras gruesas, preguntándole si cree posible que muchos puedan vivir, en este tiempo, del estudio de los instrumentos primitivos. El sabía cómo yo había sido desarraigado en la adolescencia, encandilado por falsas nociones, llevado al estudio de un arte que sólo alimentaba a los peores mercaderes del Tin-Pan-Alley, zarandeado luego a través de un mundo en ruinas, durante meses, como intérprete militar, antes de ser arrojado nuevamente al asfalto de una ciudad donde la miseria era más dura de afrontar que en cualquier otra parte. ¡Ah! Por haberlo vivido, yo conocía el terrible tránsito de los que lavan la camisa única en la noche, cruzan la nieve con las suelas agujereadas, fuman colillas de colillas y cocinan en armarios, acabando por verse tan obsesionados por el hambre, que la inteligencia se les queda en la sola idea de comer. Tan estéril solución era aquélla como la de vender, de sol a sol, las mejores horas de la existencia. «Además -gritaba yo ahora-, ¡estoy vacío! ¡Vacío! ¡Vacío!»… Impasible, distante, el Curador me mira con sorprendente frialdad, como si esta crisis repentina fuese para él una cosa esperada. Entonces vuelvo a hablar, pero con voz sorda, en ritmo atropellado, como sostenido por una exaltación sombría. Y así como el pecador vuelca ante el confesionario el saco negro de sus iniquidades y concupiscencias -llevado por una suerte de euforia de hablar mal de sí mismo que alcanza el anhelo de execración-, pinto a mi maestro con los más sucios colores, con los más feos betunes, la inutilidad de mi vida, su aturdimiento durante el día, su inconsciencia durante la noche. A tal punto me hunden mis palabras, como dichas por otro, por un juez que yo llevara dentro sin saberlo y se valiera de mis propios medios físicos para expresarse, que me aterro, al oírme, de lo difícil que es volver a ser hombre cuando se ha dejado de ser hombre. Entre el Yo presente y el Yo que hubiera aspirado a ser algún día se ahondaba en tinieblas el foso de los años perdidos. Parecía ahora que yo estuviera callado y el juez siguiera hablando por mi boca. En un solo cuerpo convivíamos, él y yo, sostenidos por una arquitectura oculta que era ya, en vida nuestra, en carne nuestra, presencia de nuestra muerte. En el ser que se inscribía dentro del marco barroco del espejo actuaban en este momento el Libertino y el Predicador, que son los personajes primeros de toda alegoría edificante, de toda moralidad ejemplar. Por huir del cristal, mis ojos fueron hacia la biblioteca.