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Lucio notó que se había puesto el camisón en el baño. Sentándose frente al espejo, empezó a secarse el pelo, a cepillarlo con movimientos interminables.

– Francamente yo quisiera saber lo que te pasa -dijo Lucio, afirmando la voz-. ¿Te enojaste porque salí a dar una vuelta con esa chica? Vos también podías venir, si querías.

Arriba, abajo, arriba, abajo. El pelo de Nora empezaba a brillar poco a poco.

– ¿Tan poca confianza me tenes, entonces? ¿O te pensás que yo quería flirtear con ella? Estás enojada por eso, ¿verdad? No tenes ninguna otra razón, que yo sepa. Pero habla, habla de una vez. ¿No te gustó que saliera con esa chica?

Nora puso el cepillo sobre la cómoda. A Lucio le dio la impresión de estar muy cansada, sin fuerzas para hablar.

– A lo mejor no te sentís bien -dijo, cambiando de tono, buscando una apertura-. No estás enojada conmigo, ¿verdad? Ya ves que volví en seguida. ¿Qué tenía de malo, al fin y al cabo?

– Parecería que tuviera algo de malo -dijo Nora en voz baja-. Te defendés de una manera…

– Porque quiero que comprendas que con esa chica…

– Deja en paz a esa chica, que por lo demás me parece una desvergonzada.

– Entonces, ¿por qué estás enojada conmigo?

– Porque me mentís -dijo Nora bruscamente-. Y porque esta noche dijiste cosas que me dieron asco.

Lucio tiró ei cigarrillo y se le acercó. En el espejo su cara era casi cómica, un verdadero actor representando al hombre indignado u ofendido.

– ¿Pero qué dije yo? ¿Entonces a vos también se te está contagiando la tilinguería de los otros? ¿Querés que todo se vaya al tacho?

– No quiero nada. Me duele que te callaste lo que ocurrió por la tarde.

– Me lo olvidé, eso es todo. Me pareció idiota que se estuvieran haciendo los compadres por algo que está perfectamente claro. Van a arruinar el viaje, te lo digo yo. Lo van a echar a perder con sus pelotudeces de chiquitines.

– Podrías ahorrarte esas palabrotas.

– Ah, claro, me olvidaba que la señora no puede oír esas cosas.

– Lo que no puedo soportar es la vulgaridad y las mentiras.

– ¿Yo te he mentido?

– Te callaste lo de esta tarde, y es lo mismo. A menos que no me consideres bastante crecida para enterarme de tus andanzas por el barco.

– Pero, querida, si no tenía importancia. Fue una estupidez de López y los otros, me metieron en un baile que no me interesa y se lo dije bien claro.

– No me parece que fuera tan claro. Los que hablan claro son ellos, y yo tengo miedo. Igual que vos, pero no lo ando disimulando.

– ¿Yo, miedo? Si te referís a lo del tifus doscientos y pico… Precisamente, lo que sostengo es que hay que quedarse de este lado y no meterse en líos.

– Ellos no creen que sea el tifus -dijo Nora-, pero lo mismo están inquietos y no lo disimulan como vos. Por lo menos ponen las cartas sobre la mesa, tratan de hacer algo.

Lucio suspiró aliviado. A esa altura todo se pulverizaba, perdía peso y gravedad. Acercó una mano al hombro de Nora, se inclinó para besarla en el pelo.

– Qué tonta sos, qué linda y qué tonta -dijo-. Yo que hago lo posible por no afligirte…

– No fue por eso que te callaste lo de esta tarde.

– Sí, fue por eso. ¿Por qué otra cosa iba a ser?

– Porque te daba vergüenza -dijo Nora, levantándose y yendo hacia su cama-. Y ahora también tenes vergüenza y en el bar estabas que no sabías dónde meterte. Vergüenza, sí.

Entonces no era tan fácil. Lucio lamentó la caricia y el beso. Nora le daba resueltamente la espalda, su cuerpo bajo la sábana era una pequeña muralla hostil, llena de irregularidades; pendientes y crestas, rematando en un bosque de pelo húmedo en la almohada. Una muralla entre él y ella. Su cuerpo, una muralla silenciosa e inmóvil.

Cuando volvió del baño, oliendo a dentífrico, Nora había apagado la luz sin cambiar de postura. Lucio se acercó, apoyó una rodilla en el borde de la cama y apartó la sábana. Nora se incor poro bruscamente.

– No quiero, Andate a tu cama. Déjame dormir.

– Oh, vamos -dijo él, sujetándola del hombro.

– Déjame, te digo. Quiero dormir.

– Bueno, te dejo dormir, pero a tu lado.

– No, tengo calor. Quiero estar sola, sola.

– ¿Tan enojada estás? -dijo él con la voz con que se habla a los niños-. ¿Tan enojada está esa nenita sonsa?

– Sí -dijo Nora, cerrando los ojos como para borrarlo-. Déjame dormir.

Lucio se enderezó.

– Estás celosa, eso es lo que te pasa -dijo, alejándose-. Te da rabia que salí con Paula a la cubierta. Sos vos la que me ha estado mintiendo todo el tiempo.

Pero ya no le contestaban, quizá ni siquiera lo oían.

F

– No, no creo que mi frente de ataque sea más claro que un número de cincuenta y ocho cifras o uno de esos portulanos que llevaban las naves a catástrofes acuáticas. Se complica por un irresistible calidoscopio de vocabulario, palabras como mástiles, con mayúsculas que son velámenes furiosos. Samsara, por ejemplo: la digo y me tiemblan de golpe todos los dedos de los pies, y no es que me tiemblen de golpe todos los dedos de los pies ni que el pobre barco que me lleva como un mascarón de proa más gratuito que bien tallado, oscile y trepide bajo los golpes del Tridente. Samsara, debajo se me hunde lo sólido, Samsara, el humo y el vapor reemplazan a los elementos, Samsara, obra de la gran ilusión, hijo y nieto de Mahamaya…

Así van saliendo, perras hambrientas y alzadas, con sus mayúsculas como columnas henchidas con la gravidez más que espléndida de los capiteles historiados. ¿Cómo dirigirme al pequeño, a su madre, a estos hombres de argentino silencio, y decirles, hablarles del frente que se me faceta y esparce como un diamante derretido en medio de una fría batalla de copos de nieve? Me darían la espalda, se marcharían, y si optara por escribirles, porque a veces pienso en las virtudes de un manuscrito prolijo y alquitarado, resumen de largos equinoccios de meditación, arrojarían mis enunciaciones con el mismo desconcierto que los induce a la prosa, al interés, a lo explícito, al periodismo con sus muchos disfraces. ¡Monólogo, sola tarea para un alma inmersa en lo múltiple! ¡Qué vida de perro!

(Pirueta petulante de Persio bajo las estrellas.)

– Finalmente uno no puede interrumpirles la digestión de un plato de pescado con dialécticas, con antropologías, con la narración inconcebible de Cosmas Indicopleustes, con libros fulgurales, con la mántica desesperada que me ofrece allá arriba sus ideogramas ardientes. Si yo mismo, como una cucaracha a medias aplastada, corro con la mitad de mis patas de un tablón a otro, me estrello en la vertiginosa altura de una pequeña astilla nacida del choque de un clavo del zapato de Presutti contra un nudo de la madera… ¡Y sin embango empiezo a entender, es algo que se parece demasiado al temblor, empiezo a ver, es menos que un sabor de polvo, empiezo a empezar, corro hacia atrás, me vuelvo! Volverse, sí, ahí duermen las respuestas su vida larval, su noche primera. Cuántas veces en el auto de Lewbaum, malgastando un fin de semana en las llanuras bonaerenses, he sentido que debía hacerme coser en una bolsa y que me arrojaran a la banquina, a la altura de Bolívar o de Pergamino, cerca de Cashas o de Mercedes, en cualquier lugar con lechuzas en los palos del alambrado, con caballos lamentables buscando un pasto hurtado por el otoño. En vez de aceptar el toffee que Jorge se empecinaba en ponerme en los bolsillos, en vez de ser feliz junto a la majestad sencilla y cobijada de Claudia, hubiera debido abandonarme a la noche pampeana, como aquí esta noche en un mar ajeno y receloso, tenderme boca arriba para que la sábana encendida del cielo me tapara hasta la boca, y dejar que los jugos de abajo y de arriba me agusanaran acompasadamente, payaso enharinado que es la verdad de la carpa tendida sobre sus cascabeles, carroña de vaca que vuelve maldito el aire en trescientos metros a la redonda, maldito de fehacencia, maldito de verdad, maldito solamente para los malditos que se tapan la nariz con el gesto de la virtud y corren a refugiarse en su Plymouth o en el recuerdo de sus grabaciones de Sir Thomas Beecham, ¡oh imbéciles inteligentes, oh pobres amigos!