Выбрать главу

«No tanto -se dijo, vengativo-. Seguro que es la primera vez que lo sacan carpiendo en esa forma.» Eso le iba a enseñar a meterse con un hombre, maricón del diablo. Y pensar que hasta ese momento había estado engañado, había creído que era el único amigo con quien podría contar a bordo, en ese viaje sin mujeres que trabajarse, ni farra, ni por lo menos otros muchachos de su edad para divertirse en la cubierta. Ahora estaba listo, casi lo mejor era no salir de la cabina, total… Hacía un rato que la imagen de Paula se le aparecía como una sorpresa sumada a la otra, si en realidad la otra había sido una sorpresa. Pero Paula, ¿qué diablos representaba en el asunto? Barajaba dos o tres hipótesis instantáneas, igualmente crudas e insatisfactorias, y otra vez volvía a preocuparlo -pero precisamente entonces le nacían como vahos de satisfacción, momentos de gloria que le llenaban el pecho de aire y de humo de cigarrillo, ya no de pipa porque la pipa estaba tirada cerca de la puerta, y exactamente sobre ella, en la pared, la marca del choque rabioso-, otra vez lo preocupaba por qué tenía que haber sido él y no cualquier otro, por qué Raúl lo había buscado a él en seguida, casi la misma noche del embarque, en vez de irse a mariposear con otro. Casi no le importaba admitir que no había otro posible, que el repertorio era limitado y como fatal; en el hecho de que Raúl lo hubiera elegido encontraba al mismo tiempo la fuerza para estrellar una pipa contra la pared y para respirar profundamente, con los ojos entornados, como saboreando un privilegio especialísimo. Cómo se la iba a pagar, de eso podía estar bien seguro, se la iba a pagar pedacito a pedacito, hasta que aprendiera para siempre a no equivocarse. «Carajo. no es que yo le haya dado calce -se dijo enderezándose-. No soy Viana, yo, no soy Freilich, qué joder.» Le iba a demostrar hora por hora lo que era un hombre de verdad, aunque pretendiera sobrarlo con su cancha de pitucón platudo, con su pelirroja de puro cuento. Demasiado le había consentido que le diera consejos, que pretendiera ayudarlo. Se había dejado sobrar, y el otro había confundido una cosa con otra. Oyó un ruido en la puerta y se estremeció. Pucha que estaba nervioso. También… Miró de reojo a la Beba que olía el aire de la cabina frunciendo la nariz.

– Vos seguí fumando así y vas a ver -dijo la Beba, con su aire virtuoso-. Le voy a decir a mamá para que te esconda los cigarrillos.

– Andate a la mierda y quédate un tiempo -dijo Felipe casi amablemente.

– ¿No oíste que llamaban a comer? Por culpa del señor yo tengo que levantarme de la mesa y hacer el papelón de bajar a buscar al nene.

– Claro, como todos viven pendientes de vos.

– Dice papá que subas a comer en seguida.

Felipe tardó un segundo en contestar.

– Decile que me duele la cabeza. En todo caso voy después, para la fiesta.

– ¿La cabeza? -dijo la Beba -. Podrías inventar otra cosa.

– ¿Qué queiés decir? -preguntó Felipe, enderezándose. Otra vez había sentido como si le apretaran el estómago. Oyó el golpe de la puerta, y se sentó al borde de la cama. Cuando entrara en el comedor tendría que pasar obligadamente por delante de la mesa.número dos, saludar a Paula, a López y a Raúl. Empezó a vestirse despacio, poniéndose una camisa azul y unos pantalones grises. Al encender la luz central, vio la pipa en el suelo y la recogió. Estaba intacta. Pensó que lo mejor sería dársela a Paula, junto con la lata de tabaco, para que ella… Y al entrar en el comedor tendría que pasar por delante de la mesa, saludando. ¿Y si llevaba la pipa y la dejaba sobre la mesa, sin decir nada? Era idiota, estaba demasiado nervioso. Llevarla en el bolsillo y aprovechar después, en la cubierta, si lo veía salir a tomar fresco, acercarse y decirle secamente: «Esto es suyo», o algo por el estilo. Entonces Raúl lo miraría como miraba él, y empezaría a sonreír muy despacio. No, a lo mejor no se sonreiría, a lo mejor trataría de tomarlo del brazo, y entonces… Se peinó lentamente, mirándose desde todos los ángulos. No iría a cenar, lo dejaría con las ganas de verlo llegar y que se pusiera colorado al pasar delante de su mesa. «Si no me pusiera colorado», pensó, rabioso, pero contra eso no se podía luchar. Mejor quedarse en la cubierta, o en el bar, tomando una cerveza. Pensó en la escalerilla del pasadizo, en Bob.

Doña Rosita y doña Pepa fueron atentamente instaladas en la primera fila de butacas, y la señora de Trejo se les incorporó con un aire arrebolado que explicaba la inminente actuación artística de su hija. Detrás empezaron a tomar asiento los que llegaban del comedor. Jorge, muy solemne, se instaló entre su madre y Persio, pero Raúl no parecía dispuesto a sentarse y se apoyó en el mostrador esperando que el resto se ubicara a gusto. La silla de don Galo fue colocada en posición presidencial, y el chófer se apresuró a disimularse en la última fila donde también se había iustalado Medrano, que fumaba un cigarrillo tras otro con aire no demasiado contento. El Pelusa volvió a preguntar por su compañero de pruebas gimnásticas, y después de confiar la careta a doña Rosita, anunció que iría a ver cómo andaba Felipe. Detrás de una máscara vagamente polinesia, Paula imitaba para López la voz de la señora de Trejo.

El maître dio una orden al mozo y las luces se apagaron, encendiéndose al mismo tiempo un reflector en el fondo y otro en el suelo, cerca del piano laboriosamente metido entre el mostrador y una de las paredes. Solemne, el maître levantó la cola del piano. Sonaron algunos aplausos y el doctor Restelli, parpadeando violentamente, se encaminó a la zona iluminada. Por supuesto no era él la persona más indicada para abrir el sencillo y espontáneo acto de esparcimiento, por cuanto la idea original pertenecía en un todo al distinguido caballero y amigo don Galo Porrino, ahí presente.

– Siga usted, hombre, siga usted -dijo don Galo, alzando su voz sobre los amables aplausos-. Ya se imaginan ustedes que no estoy para hacer de maestro de ceremonias, de modo que adelante y viva la pepa.

En el silencio un tanto incómodo que siguió, el regreso de Atilio resultó más visible y sonoro de lo que él hubiera querido. Deslizándose en su silla, luego de dibujar una gigantesca sombra en la pared y el techo, informó en voz baja a la Nelly que su compañero de número no aparecía por ninguna parte. Doña Rosita le devolvió su careta, reclamando silencio entre implorante y enojada, pero el Pelusa estaba desconcertado y siguió quejándose y haciendo crujir la silla. Aunque no le. llegaban las palabras, Raúl sospechó lo que pasaba. Cediendo a un viejo automatismo, miró en dirección de Paula que se había quitado ta máscara y observaba estadísticamente la concurrencia. Cuando ella miró en su dirección, alzando las cejas con aire interrogativo, Raúl le contestó con un encogimiento de hombros. Paula sonrió antes de volver a ponerse la máscara y reanudar la charla con López, y a Raúl esa sonrisa le pareció algo así como un pasaporte, un sello estampándose sobre un papel, el tiro al aire que desata la carrera. Pero lo mismo hubiera salido del bar aunque Paula no lo hubiese mirado.