A Jorge le interesaba de golpe el destino de su pelota de goma y del balero con chinches doradas. ^En qué valija los habían guardado? ¿Y ¡a novela de Davy Crockett?
– Encontraremos todo en la cabina -dijo Claudia.
– Qué lindo, una cabina para los dos. ¿Vos te mareas, mamá?
– No. Casi nadie se va a marear, salvo Persio, me temo, y también algunas de esas señoras y señoritas de la mesa donde cantaban tangos. Es fatal, sabés.
Felipe Trejo barajaba una lista imaginaria de escalas («a menos que inconvenientes insalvables obliguen a modificaciones de última hora», estaba diciendo el inspector). El señor y la señora de Trejo miraban hacia la calle, siguiendo cada farol de alumbrado como si no fueran a verlos más, como si la pérdida les resultara abrumadora.
– Siempre es triste irse de la patria -dijo el señor Trejo.
– ¿Qué tiene? -dijo la Beba -. Total volvemos.
– Eso, querida -dijo la señora de Trejo-. Siempre se vuelve al rincón donde empezó la existencia, como dicen en esa poesía.
Felipe elegía nombres como si fueran frutas, los daba vuelta en la boca, los apretaba poco a poco: Río, Dakar, Ciudad del Cabo, Yokohamá. «Nadie de la barra va a ver tantas cosas juntas -pensó-. Les voy a mandar postales con vistas…» Cerró los ojos, se estiró en el asiento. El inspector aludía a la necesidad ineludible de guardar ciertas precauciones.
– Debo señalar a ustedes la necesidad ineludible de guardar ciertas precauciones -dijo el inspector-. La Dirección ha cuidado todos los detalles, pero las dificultades de último momento obligarán quizá a modificar ciertos aspectos del viaje.
El cloqueo por completo inesperado de don Galo Porrino se alzó en el doble silencio de la pausa del inspector y un punto muerto del autocar:
– ¿En qué barco nos embarcamos? Porque eso de no saber en qué barco nos embarcamos…
XIII
«Esa es la pregunta -pensó Paula-. Exactamente la triste pregunta que puede estropear el juego. Ahora contestarán. "En el…"»
– Señor Porrino -dijo el inspector- el barco constituye precisamente una de las dificultades técnicas a que venía aludiendo. Hace una hora, cuando tuve el placer de reunirme con ustedes, la Dirección acababa de tomar un acuerdo al respecto, pero en el ínterin pueden haberse producido derivaciones insospechadas, de resultas de las cuales se modifique la situación. Creo, pues, más oportuno que esperemos unos pocos minutos, y así saldremos definitivamente de dudas.
– Cabina individual -dijo secamente don Galo-, con baño privado. Es lo convenido.
– Convenido -dijo amablemente el inspector- no es precisamente el término, pero no creo, señor Porrino, que se planteen dificultades en ese sentido.
«No es como un sueño, sería demasiado fácil -pensó Paula-. Raúl diría que es más bien como un dibujo, un dibujo…»
– ¿Un dibujo cómo? -preguntó.
– ¿Cómo un dibujo cómo? -dijo Raúl.
– Vos dirías que todo esto es más bien como un dibujo…
– Anamórfico, burra. Sí, es un poco eso. De modo que ni siquiera se sabe en qué buque nos meten.
Se echaron a reír porque a ninguno de los dos les importaba. No era el caso del doctor Restelli, conmovido por primera vez en sus convicciones sobre el orden estatal. A López y a Medrano la intervención de don Galo les había dado ganas de fumarse otro Fontanares. También ellos se divertían enormemente.
– Parece el tren fantasma -dijo Jorge, que comprendía muy bien lo que estaba ocurriendo-. Te metes adentro y pasan toda clase de cosas, te anda una araña peluda por la cara, hay esqueletos que bailan…
– Vivimos quejándonos de que nunca ocurre nada interesante -dijo Claudia-. Pero cuando ocurre (y sólo una cosa así puede ser interesante) la mayoría se inquieta. No sé lo que piensan ustedes, por mi parte los trenes fantasmas me divierten mucho más que el Ferrocarril General Roca.
– Por supuesto -dijo Medrano-. En el fondo lo que inquieta a don Galo y a unos cuantos más es que estamos viviendo una especie de suspensión del futuro. Por eso están preocupados y preguntan el nombre del barco. ¿Qué quiere decir el nombre? Una garantía para eso que todavía se llama mañana, ese monstruo con la cara tapada que se niega a dejarse ver y dominar.
– Entre tanto -dijo López- empiezan a dibujarse poco a poco las siluetas ominosas de un barquito de guerra y un carguero de colores claros. Probablemente sueco, como todos los barcos con la cara Ifmpia.
– Está bien hablar de suspensión del futuro -dijo Claudia-. Pero esto es también una aventura, muy vulgar pero siempre una aventura, y en ese caso el futuro se convierte en el valor más importante. Si este momento tiene un sabor especial para nosotros se debe a que el futuro le sirve de condimento, y perdónenme la metáfora culinaria.
– Lo que pasa es que no a todos les gustan las salsas picantes -dijo Medrano-. Quizá haya dos maneras radicalmente opuestas de intensificar la sensación de presente. En este caso la Dirección opta por suprimir toda referencia concreta al futuro, fabrica un misterio negativo. Los previsores se asustan, claro. A mí en cambio se me hace más agudo este presente absurdo, lo saboreo minuto a minuto.
– Yo también -dijo Claudia-. En parte porque no creo que haya futuro. Lo que nos ocultan no es nada más que las causas del presente. A lo mejor ellos mismos no saben cuánta magia nos traen con sus burocráticos misterios.
– Por supuesto que no lo saben -dijo López-. Magia, vamos… Lo que debe haber es un lío fenomenal de intereses y de expedientes y de jerarquías, como siempre.
– No importa -dijo Claudia-. Mientras nos sirva para divertirnos como esta noche.
El autocar se había detenido junto a uno de los galpones de la Aduana. El puerto estaba a oscuras, ya que no podía considerarse como luz la de uno que otro farol, y los cigarrillos de los oficiales de policía que esperaban junto a un portón entornado. Las cosas se perdían en la sombra unos pocos metros más allá, y el olor espeso del puerto en verano se aplastó en la cara de los que empezaban a bajar, disimulando la perplejidad o el regocijo. Ya don Galo se instalaba en su silla, el chófer la hacía rodar hacia el portón donde el inspector encaminaba al grupo. No era por casualidad, pensó Raúl, que todos marchaban formando un grupo compacto. Había como una falta de garantías en quedarse atrás.
Uno de los oficiales se adelantó, cortés.
– Buenas noches, señores.
El inspector sacaba unas tarjetas del bolsillo y las entregaba a otro oficial. Brilló una linterna eléctrica, coincidiendo con un lejano toque de bocina y la tos de alguien a quien no se alcanzaba a ver.
– Por aquí, si se molestan -dijo el oficial.
La linterna empezó a arrastrar un ojo amarillo por el piso de cemento lleno de briznas de paja, sunchos rotos, y uno que otro papel arrugado. Las pocas voces que hablaban crecieron de golpe reverberando en el enorme galpón vacío. El ojo amarillo contorneó el largo banco de la aduana y se detuvo para mostrar el paso a los que se acercaban cautelosos. Se oyó la voz del Pelusa que decía: «Qué espamento que hacen, decime si no parece una de Boris Karloff.» Cuando Felipe Trejo encendió un cigarrillo (su madre Jo contemplaba estupefacta al verlo fumar en su presencia por primera vez) la luz del fósforo hizo bambolearse por un segundo toda la escena, la procesión insegura que se encaminaba hacia el portón del fondo donde apenas se recortaba la oscura luz de la noche. Colgada del brazo de Lucio, Nora cerró los ojos y no quiso abrirlos hasta que estuvieron del otro lado, bajo un cielo sin estrellas pero donde el aire olía a abierto. Fueron los primeros en ver el buque, y cuando Nora excitada se volvía para avisar a los otros, los policías y el inspector rodearon el grupo, se apagó la linterna y en su lugar quedó el débil resplandor de un farol que iluminaba el nacimiento de una planchada de madera. Las palmadas del inspector sonaron secamente, y del fondo del galpón vinieron otfas palmadas más secas y mecánicas, como una burla temerosa.
– Les agradezco mucho su espíritu de cooperación -dijo el inspector-, y sólo me resta desearles un agradable crucero. Los oficiales del buque se harán cargo de ustedes en el puente y los acompañarán a sus respectivas cabinas. El barco saldrá dentro de una hora.
A Medrano le pareció de golpe que la pasividad y la ironía ya habían durado bastante, y se destacó del grupo. Como siempre en esos casos, le daban ganas de reírse, pero se contuvo. También como siempre, sentía el sordo placer de contemplarse a sí mismo en el momento en que iba a intervenir en cualquier cosa.