Выбрать главу

– ¿Finlandeses? No, qué vamos a ser finlandeses. Aquí somos un poco de todo, pero no hay finlandeses.

La luz de dos lámparas fijas en el cielo raso caía duramente sobre las caras. Sentado al borde de un banco, Felipe se sentía incómodo y no encontraba qué decir, pero el marinero seguía atando la correa con mucho cuidado. Después se puso a ordenar unas leznas y dos alicates. Alzaba a cada momento los ojos y miraba a Felipe, que sentía cómo el cigarrillo se le iba acortando entre los dedos.

– Tú sabés que no tenías que venir por este lado -dijo el marinero-. Tú haces mal en venir.

– Bah, qué tiene -dijo Felipe-. Si me gusta bajar a charlar un rato… Por allá es aburrido, sabe.

– Puede ser, pero no tenías que venir aquí. Ahora que has venido, quédate. Orf no llegará hasta dentro de un rato y nadie sabrá nada.

– Mejor -dijo Felipe, sin entender demasiado cuál era el riesgo de que los demás supieran algo. Más seguro, corrió el banco hasta que pudo apoyar la espalda en la pared; se cruzó de piernas y tragó el humo en una larga bocanada. Le empezaba a gustar la cosa, y había que seguir adelante.

– En realidad vine para hablar con usted -dijo. ¿Por qué diablos el otro lo tuteaba y él en cambio…?-. No me gusta nada todo este misterio que están haciendo.

– Oh, no hay ningún misterio -dijo el marinero.

– ¿Por qué no nos dejan ir a la popa, entonces?

– Yo tengo la orden y la cumplo. ¿Para qué quieres ir allá? Si no hay nada.

– Quiero ver -dijo Felipe.

– No verás nada, chico. Quédate aquí, ya que has venido. No puedes pasar.

– ¿De aquí no puedo pasar? ¿Y esa puerta?

– Si quieres pasar esa puerta -dijo sonriendo el marinero- te tendré que romper la cabeza como un coco. Y tienes una linda cabeza, no te la quiero romper como un coco.

Hablaba lentamente, eligiendo las palabras. Felipe supo desde el primer momento que no hablaba en vano y que más le valía quedarse donde estaba. Al mismo tiempo le gustaba la actitud del hombre, su manera de sonreír mientras lo amenazaba con una fractura de cráneo. Sacó el atado de cigarrillos y le ofreció uno. El marinero movió la cabeza.

– Tabaco para mujeres -dijo-. Tú fumarás del mío, tabaco para el mar, ya verás.

Parte de la serpiente desapareció en un bolsillo y volvió con una bolsa de tela negra y un librito de papel para armar. Felipe hizo un gesto negativo, pero el hombre arrancó una hoja de papel y se la alcanzó, mientras cortaba otra para él.

– Yo te enseño, verás. Tú haces como yo, te vas fijando y haces como yo. Ves, se echa así… -las arañas peludas danzaban finamente en torno a la hoja de papel, de pronto el marinero se pasó una mano por la boca como si tocara una armónica, y en sus dedos quedó un perfecto cigarrillo.

– Mira si es fácil. No, así se te va a caer. Bueno, tú fumas éste y yo hago otro para mí.

Cuando se puso el cigarrillo en la boca, Felipe sintió la humedad de la saliva y estuvo a punto de escupirlo. El marinero lo miraba, lo miraba continuamente y sonreía. Empezó a armar su cigarrillo, y después sacó un enorme encendedor ennegrecido. Un humo espeso y penetrante ahogó a Felipe, que hizo un gesto apreciativo, agradeciendo.

– Mejor no tragues mucho el humo -dijo el marinero-. Es un poco fuerte para ti. Ahora verás qué bien queda con ron.

De una caja de lata colocada debajo de la mesa sacó una botella y tres cubiletes de estaño. La serpiente azul llenó dos cubiletes y pasó uno a Felipe. El marinero se sentó a su lado, en el mismo banco, y levantó el cubilete.

– Here's to you, chico. No te lo bebas de un trago.

– Hm, es muy bueno -dijo Felipe-. Seguro que es ron de las Antillas.

– Claro que sí. De modo que te gusta mi ron y mi tabaco, ¿eh? ¿Y cómo te llamas, chico?

– Trejo.

– Trejo, eh. Pero eso no es un nombre, es un apellido.

– Claro, es mi apellido. Yo me llamo Felipe. -Felipe. Está bien. ¿Cuántos años tienes, chico?

– Dieciocho -mintió Felipe, escondiendo la boca en el cubilete-. ¿Y usted, cómo se llama?

– Bob -dijo el marinero-. Me puedes llamar Bob aunque en realidad tengo otro nombre, pero no me gusta.

– Dígamelo, de todos modos. Yo le dije mi verdadero nombre.

– Oh, también a ti te parecerá muy feo. Imaginate que me llamara Radcliffe o algo así, a ti no te gustaría. Mejor es Bob, chico. Here's to you.

– Prosit -dijo Felipe, y bebieron otra vez-. Hm, se está bien aquí.

– Claro que sí.

– ¿Mucho trabajo a bordo?

– Más o menos. Va a ser mejor que no bebas más, chico.

– ¿Por qué? -dijo Felipe, encrespándose-. Estaría bueno, justo ahora que me empieza a gustar. Pero dígame, Bob… Sí, es un tabaco formidable, y el ron… ¿Por qué no tengo que beber más?

El marinero le quitó el cubilete y lo dejó sobre la mesa.

– Eres muy simpático, chico, pero después tienes que volverte solo arriba, y si bebes todo eso se van a dar cuenta.

– Pero si yo puedo beber todo lo que me da la gana en el bar.

– Hm, con el barman que tienen allí arriba no será muy fuerte lo que bebas -se burló Bob-. Y tu mamá debe andar cerca, además… -parecía gozar viendo los ojos de Felipe, el rubor que íe llenaba de golpe la cara-. Vamos, chico, somos amigos. Bob y Felipe son amigos.

– Está bien -dijo hoscamente Felipe-. Me mando mudar y se acabó. ¿Y esa puerta?

– Te olvidas de esa puerta -dijo el marinero, suavemente- y no te enojes, Felipe. ¿Cuándo puedes volver?

– ¿Y para qué voy a volver?

– Chico, para fumar y beber ron conmigo, y charlar -dijo Bob-. En mi cabina, donde nadie nos molestará. Aquí puede venir Orf en cualquier momento.

– ¿Dónde está su cabina? -dijo Felipe, entornando los ojos.

– Ahí -dijo Bob, mostrándole la puerta prohibida-. Hay un pasillo que va a mi cabina, justo antes de la escotilla de popa.

XXIX

El llamado del gongo se deslizó en mitad de un párrafo de Miguel Ángel Asturias, y Medrano cerró el libro y se estiró en la cama, preguntándose si tenía o no ganas de cenar. La luz en la cabecera invitaba a quedarse leyendo y a él le gustaba Hombres de maíz. En cierto modo la lectura era una manera de apartarse por un rato de la novedad que lo rodeaba, reingresar en el orden de su departamento de Buenos Aires, donde había empezado a leer el libro. Sí, como una casa que se lleva consigo, pero no le gustaba la idea de refugiarse ex profeso en el relato para olvidar el absurdo de tener ahí, en un cajón de la cómoda la alcance de la mano, un Smith y Wesson treinta y ocho. El revólver era un poco la concreción de todo lo otro, del Malcolm y sus pasajeros, de las vagas torpezas del día. El placer del rolido, la comodidad masculina y exacta del camarote eran otros tantos aliados del libro. Hubiera sido necesario algo resueltamente insólito, oír galopar un caballo en el pasillo u oler incienso, para decidirlo a saltar de la cama y hacer frente a lo que ocurría. «Se está demasiado bien para molestarse», pensó, acordándose de las caras de López y de Raúl cuando habían vuelto de la incómoda expedición vespertina. Quizá Lucio tenía razón y era absurdo ponerse a jugar al detective. Pero las razones de Lucio eran sospechables; por el momento lo único que le importaba era su mujer A los otros y a él mismo los irritaba de manera más directa ese misterio barato y ese andamiaje de mentira. Más irritante todavía era pensar, apartándose con dificultad de la página abierta, que de no haber estado tan cómodos a bordo habrían procedido con más energía, forzando la situación hasta salir de dudas. Las delicias de Capua, etcétera. Delicias más severas, de tono nórdico, entonadas en la gama del cedro y el fresno. Probablemente López y Raúl propondrían un nuevo plan, o él mismo si se aburría en el bar, pero todo lo que hicieran sería más un juego que una reivindicación. Tal vez lo único sensato fuera imitar a Persio y a Jorge, pedir los tableros del ajedrez y pasar el tiempo lo mejor posible. La popa, bah. En fin, la popa. Hasta la palabra, como un puré para infantes. La popa, qué idiotez.

Eligió un traje oscuro y una corbata que le había regalado Bettina. Había pensado un par de veces en Bettina mientras leía Hombres de maíz, porque a ella no le gustaba el estilo poético de Asturias, las aliteraciones y el tono resueltamente mágico. Pero hasta ese momento no le había preocupado para nada lo ocurrido con Bettina. Se divertía demasiado con los episodios del embarque y las adversidades en pequeña escala como para aceptar con gusto cualquier recurrencia al pasado inmediato. Nada mejor que el Malcolm y sus gentes, hurrah la popa papilla (Asturias de pacotilla, se echó a reír buscando más rimas): astilla y polilla. Buenos Aires podía esperar, ya tendría tiempo para el recuerdo de Bettina – si llegaba por su cuenta, si se le daba como un problema. Pero sí, era un problema, tendría que analizarlo como a él le gustaba, a oscuras en la cama y con las manos en la nuca. De todas maneras, ese desasosiego (Asturias o cenar; cenar, corbata regalada por Bettina, ergo Bettina, ergo fastidio) se insinuaba como una conclusión anticipada del análisis. A menos que no fuera más que el rolido, el aire con tabaco de la cabina. No era la primera vez que plantaba a una mujer, y también una mujer lo había plantado a él (para ir a casarse al Brasil). Absurdo que la popa y Bettina fueran en ese momento un poco la misma cosa. Le preguntaría a Claudia lo que pensaba de su actitud. Pero no, por qué tenía que plantearse esa especie de arbitraje de Claudia en términos de deber. Por supuesto no tenía obligación alguna de hablarle a Claudia de Bettina. Charla de viaje vaya y pase, pero nada más. La popa y Bettina, era realmente estúpido que todo eso fuera ahora un punto doloroso en la boca del estómago. Nada menos que Bettina, que ya andaría armando programa para no perderse una noche de Embassy. Sí, pero también había llorado.