Medrano se sacó la corbata de un tirón. No le salía bien el nudo, esa corbata había sido siempre rebelde. Psicología de las corbatas. Se acordó de una novela donde un valet enloquecido cortaba a tijeretazos la colección de corbatas de su amo. La habitación llena de pedazos de corbatas, una carnicería de corbatas por el suelo. Eligió otra, de un gris modesto, que consentía un nudo perfecto. Por supuesto que habría llorado, todas las mujeres lloran por mucho menos que eso. La imaginó abriendo los cajones de la cómoda, sacando fotografías, quejándose por teléfono a sus amigas. Todo estaba previsto, todo tenía que suceder. Claudia habría hecho lo mismo después de separarse de Lewbaum, todas las mujeres. Repetía: «Todas, todas», como queriendo englobar en la diversidad un mísero episodio bonaerense, echar una gota en el mar. «Pero al fin y al cabo es una cobardía», se oyó pensar, y no supo si la cobardía era la gota en el mar o el hecho desnudo de haber plantado a Bettina. Un poco más o menos de llanto, en este mundo… Sí, pero ser la causa, aunque nada de eso tuviera importancia y Bettina estuviera paseando por Santa Fe o haciéndose peinar chez Marcela. Qué importaba Bettina, no era Bettina, no era Bettina misma y tampoco que no se pudiera ir a la popa, ni el tifus 224. Lo mismo eso en la boca del estómago, y sin embargo sonreía cuando abrió la puerta y salió al pasillo, pasándose la mano por el pelo sonreía como el que está haciendo un descubrimiento agradable, está ya al borde, entrevé lo que buscaba y siente el contento de todos los términos alcanzados. Se prometió volver sobre sus pasos, dedicar el comienzo de la noche a pensar más despacio. Tal vez no fuera Bettina sino que Claudia había hablado demasiado de sí misma, con su voz grave había hablado de sí misma, de que todavía estaba enamorada de León Lewbaum. Pero maldito si a él le importaba eso, aunque también Claudia llorara por la noche pensando en León.
Dejando que el Pelusa acabara de explicarle al doctor Restelli las razones por las cuales Boca Juniors tenía que hacer capote en el campeonato, decidió volver a su cabina para vestirse. Pensó regocijadamente en las toilettes que se verían esa noche en el comedor; probablemente el pobre Afilio aparecería en mangas de camisa y el maître pondría la cara típica de los sirvientes cuando asisten entre satisfechos y escandalizados a la degradación de los amos. Un impulso lo movió a regresar y mezclarse de nuevo en la charla. Apenas logró cortar las efusiones deportivas del Pelusa (que había encontrado en el doctor Restelli un parsimonioso pero enérgico defensor de los méritos de Ferrocarril Oeste), Raúl hizo notar como de paso que ya era hora de prepararse para la cena.
– En realidad hace calor para tener que vestirse -dijo- pero respetaremos la tradición del mar.
– ¿Cómo, vestirse? -dijo el Pelusa, desconcertado.
– Quiero decir, ponerse una incómoda corbata y un saco -dijo Raúl-. Uno lo hace por las señoras, claro.
Dejó al Pelusa entregado a sus reflexiones y subió la escalerilla. No estaba demasiado seguro de haber obrado bien, pero desde un tiempo a esa parte tendía a poner en duda la justificación de casi todas sus acciones. Si Atilio prefería aparecer en el comedor con una camiseta a rayas, allá él; de todos modos el maître o algún pasajero acabaría por darle a entender que estaba incorrecto, y el pobre muchacho lo pasaría peor, a menos que los mandase al diablo. «Obro por razones exclusivamente estéticas -pensó Raúl, otra vez divertido-, y pretendo justificarlas desde el punto de vista social. Lo único cierto es que me revienta todo lo que está fuera de ritmo, desencajado. La camiseta de ese pobre muchacho me echaría a perder el potage Hublet aux asperges. Ya bastante mala es la iluminación del comedor…» Con la mano en el picaporte, miró hacia la entrada del pasadizo que comunicaba los dos pasillos. Felipe se detuvo bruscamente, perdiendo un poco el equilibrio. Parecía muy desconcertado, como si no lo conociera.
– Hola -dijo Raúl-. No se te ha visto en toda la tarde.
– Es que… Qué idiota soy, me equivocaba de pasillo. Mi camarote es al otro lado -dijo Felipe, iniciando una media vuelta. La luz le dio de lleno en la cara.
– Parece que has tomado demasiado sol -dijo Raúl.
– Bah, no es nada -dijo Felipe, fabricándose un tono hosco que le salía a medias-. En el club me paso las tardes en la pileta.
– En tu club no habrá un aire tan fuerte como aquí. ¿Te sentís bien?
Se había acercado y lo miraba amistosamente. «Por qué no me dejará de joder», pensó Felipe, pero a la vez lo halagaba que Raúl volviera a hablarle con ese tono después de la mala jugada que le había hecho. Contestó con un movimiento afirmativo y completó una media vuelta hacia el pasadizo, pero Raúl no quería dejarlo ir así.
– Seguro que no trajiste ningún calmante para las quemaduras, a menos que tu madre… Vení un momento, te voy a dar algo que para que te pongas al acostarte.
– No se moleste -dijo Felipe, apoyando un hombro en el tabique-. Me parece que la Beba tiene sapolán o alguna otra porquería de esas.
– Llévalo, de todos modos -insistió Raúl, retrocediendo para abrir la puerta de su cabina. Vio que Paula no estaba pero que había dejado las luces encendidas-. Además tengo otra cosa para vos. Vení un momento.
Felipe parecía decidido a quedarse en la puerta. Raúl, que buscaba en un neceser, le hizo una seña para que entrara. De golpe se daba cuenta de que no sabía qué decirle para vencer esa hostilidad de cachorro ofendido. «Yo mismo me lo busqué como un imbécil -pensó, revolviendo en un cajón lleno de medias y pañuelos-. Qué mal lo ha tomado, Dios mío.» Enderezándose, repitió el gesto. Felipe dio dos pasos, y sólo entonces Raúl se dio cuenta de que se tambaleaba un poco.
– Ya me parecía que no te sentías bien -dijo, acercándole un sillón. Cerró la puerta con un empujón del pie. Aspiró el aire un par de veces y soltó upa carcajada.
– Sol embotellado, entonces. Y yo que creía que te habías insolado… ¿Pero qué tabaco es ese? Oles a alcbhol y a tabaco que da miedo.
– ¿Y qué? -murmuró Felipe, que luchaba contra una náusea creciente-. Si bebo una copa y fumo… no veo que…
– Hombre, por supuesto -dijo Raúl-. No tenía la menor intención de reprenderte. Pero la mezcla de sol con lo otro es un poco explosiva, sabés. Yo te podría contar…
Pero no tenía ganas de contarle, prefería quedarse mirando a. Felipe que había palidecido un poco y miraba fijamente en dirección al ojo de buey. Se quedaron callados un momento que a Raúl le pareció muy largo y muy perfecto, y a Felipe un torbellino de puntos rojos y azules bailándole delante de los ojos.