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Édouard Valhubert tendió una mano rápida y observó la carta, manteniéndola bastante lejos de sus ojos.

– Se trata en efecto de la escritura de mi hermano, fea y pretenciosa. La razón de este desplazamiento es extraña, sobre todo teniendo en cuenta que necesitaba razones imperiosas para moverse durante el verano. Quizás no lo haya dicho todo.

– Aquí tiene otra carta, ésta más larga, que le dirigió al mismo tiempo a monseñor Lorenzo Vitelli. Se trata de…

– Ya sé. Es un viejo amigo de Henri y de su esposa. Un tipo noble y lúcido, su opinión me interesa. ¿Se sabe lo que piensa de todo este asunto?

– Que Henri Valhubert debía de saber más sobre ese tráfico de manuscritos de lo que decía, y que la cosa debía de tocarlo bastante cerca puesto que se decidió a desplazarse él mismo. El obispo estuvo con él en el Vaticano, la mañana misma de su llegada. Henri Valhubert estaba agitado. Ni siquiera estuvo en la biblioteca, y se quedaron hablando en el gabinete particular de monseñor Vitelli durante una hora y media. Henri Valhubert no quiso almorzar con el obispo, dijo que volvería. Incluso con Vitelli, permaneció reservado y misterioso. Se contentó con informarse sobre el reciente paso de lectores asiduos a los archivos, y ambos revisaron el libro de consultas que Vitelli fue a buscar.

– ¿Es posible que Henri sospechase de alguno de sus conocidos comunes?, ¿de un viejo amigo?

Paul se encogió de hombros.

– La policía italiana ha pedido oficiosamente al obispo Lorenzo Vitelli que abra una investigación en el seno del Vaticano, que vigile a los escribas que se ocupan de los archivos, que verifique los fondos. Vitelli ha aceptado.

– Haga lo necesario para que mi sobrino sea liberado de inmediato, así como sus dos amigos. Ese arresto es prematuro y ridículo y supone ya una vergüenza considerable para mí.

– No se trata de un arresto, sino más bien de un control prolongado. Además, se encontraban en primera fila aquella noche. Y los dos amigos en cuestión se llevaban a Claudio de la plaza.

Édouard Valhubert tuvo un gesto de impaciencia.

– Eso no tiene nada que ver. Haga lo necesario para que no empiecen a hablar de mi sobrino. Es un chico difícil, capaz de meternos en líos con la policía italiana. Hay que intervenir, frenar la publicidad y detener a los periodistas. Sería desastroso. No quiero que ocurra eso a ningún precio. Hace falta silenciar el asunto allí mismo, Paul, y desde hoy mismo.

– A menos que encontremos al asesino durante el día de hoy, no veo cómo podemos hacer tal cosa. Además, es domingo.

– No me entiende. Me da igual. Me importa un comino el asesino que ha matado a mi hermano. Deseo solamente que no se hable del asunto. ¿Está claro?

– Muy claro. Si enviamos a la policía francesa, se agravarán las cosas. Conflicto de autoridad con los italianos, será peor.

– He pensado en Richard Valence -cortó Édouard Valhubert-. ¿No está en este momento de misión en Milán?

– Exactamente. Prepara un informe sobre las formas de acción judicial contra el hampa.

– Muy bien. Vamos a desplazar a Richard Valence. Parecerá natural puesto que está casi en el lugar de los hechos. Y como no es poli, no habrá enfrentamiento. Valence sabrá lo que hacer. Es un jurista de primera fila. Además estoy seguro de que tendrá la fuerza de persuasión necesaria para hacerse obedecer sin golpes efectistas. Es un hombre que no retrocede y, sobre todo, que no habla.

– En efecto.

– Prevéngalo de inmediato. Que deje Milán y se vaya a Roma al momento, misión especial. Que se meta de lleno en el asunto, que lo resuelva lo antes posible y que se las arregle para que no se filtre nada de los círculos autorizados. Dése prisa, Paul, es urgente.

– Ya lo he intentado, señor ministro. Tuve a Richard Valence al teléfono hace un instante. Se niega.

– ¿Qué está diciendo?

– Que se niega.

Édouard Valhubert entornó los ojos.

– Richard Valence es su amigo, ¿verdad?

– En cierto modo.

– Espero por el bien de ambos que esté en Roma dentro de dos horas. Es una misión de cuyo éxito le hago a usted directamente responsable.

Édouard Valhubert se levantó y abrió la puerta a su secretario.

– De hecho, creo que es una orden -añadió.

IX

Richard Valence dejaba reposar el auricular sobre sus hombros. Tenía los ojos cerrados mientras escuchaba de lejos el zumbido de la voz de Paul.

– Ya he sido bastante claro esta mañana, Paul -dijo-. ¿Espera hacerme cambiar de opinión?

– Es una orden del ministro, Valence.

– Dígale que se vaya a tomar por el culo. Yo no recibo órdenes.

Paul apretó los dedos sobre el teléfono. Sentía perfectamente que Richard Valence no lo escuchaba con atención. Debía de estar haciendo otra cosa al mismo tiempo, leer el periódico o responder al correo. Contradecir a Valence era algo agotador. Lo que estaba bien del teléfono era que al menos no tenía que soportar su mirada.

Paul miró fijamente el techo de su despacho.

– Está equivocado, Valence. Muy equivocado. Va a meterse en el peor avispero de su carrera.

Escuchó una exclamación. No necesitaba estar en Milán para conocer el efecto que debía producir su terquedad sobre Richard Valence. Paul pensó en los insectos que zumbaban en redondo alrededor de aquel toro negro cerca de su casa en España. Sabía que no era un pensamiento fácil, este asunto de insectos y de toro negro, pero siempre le venía a la cabeza cada vez que hablaba de esta suerte con Valence. También ocurría a la inversa, no podía evitar pensar en Valence cada vez que iba a ver a aquel toro en España. El toro se llama Esteban. Paul está enamorado de ese toro y no le gusta la idea de que un día Esteban muera antes que él. Hacen falta muchos insectos muy insistentes para conmover a Esteban. Quizás, tras una hora de acoso, el poderoso animal desplace su cuerpo. Es una masa pesada e inquietante. La línea de las vértebras dibuja su espalda, y a uno le gustaría poder seguirla con los dedos, para ver qué pasa. Pero en el último minuto, la línea de esa espalda o el movimiento de su cornamenta, nos hace retroceder. De hecho, Valence le hace retroceder.

– Si no acepta esta misión al momento, Valence, está acabado. Valhubert ha sido muy claro.

– No me canse con eso, Paul, yo sabré siempre arreglármelas. No es la primera misión que rechazo.

– Valhubert tiene la intención de hacerme responsable de su negativa. Por lo cual, estará destrozando mi carrera al mismo tiempo que la suya.

Valence rió brevemente.

– Por eso tengo derecho a saber -continuó Paul-. ¿Por qué rechaza esta misión?

Paul apretó las mandíbulas. Nadie acostumbraba a hacer preguntas directas a Richard Valence. Valence podía decidirse a responder de la misma manera que podía decidirse a no volver a verte, dependía. Y nadie había comprendido aún de qué dependía. En este momento, Valence no decía nada, se limitaba a respirar ante el auricular.

– Sólo hay dos cosas que podrían impedirle hacerse cargo de esta investigación -respondió Paul-. La primera razón sería estar muerto. ¿Está muerto, Valence?

– Creo que no.

– La segunda es ser juez y parte.

– Precisamente. Conozco a la víctima.

– Lo siento. ¿Era amigo suyo?

– No, lo conocí hace mucho tiempo, hace al menos dieciocho años.

– ¿Dieciocho años? ¿Y eso es para usted conocer a la víctima? ¿Y a su hijo? ¿Y a su mujer?, ¿ha conocido también a su familia?

– A ella la he visto. Si mal no recuerdo, pertenecía, sin lugar a dudas, al género de la mujer eterna. No sabía que tenían un hijo. Lo esencial, Paul, es que no tengo ganas de mezclarme en la muerte del señor Henri Valhubert. Me molesta. Y por una vez seguiré la ley: uno no se mezcla en un asunto criminal si conoce a uno de los figurantes, por poco que sea. Es una cuestión de deontología, se lo puede contar al ministro.