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– Eso no se sostiene, Valence.

– Voy a colgar, Paul, tengo trabajo. Acepte esta misión. Se las arreglará muy bien.

– No. Debe ser usted y nadie más.

Valence rió.

– Es usted un cobarde, Valence. Se agarra al primer pretexto para escapar de una misión que lo atemoriza, sólo porque hace años que ya no trabaja sobre el terreno, en el corazón de verdaderos crímenes con verdadera sangre, y se distrae lejos de la escena formulando teorías y produciendo kilos de papel que no están nunca impregnados de sangre. Ahora todo eso le da asco. Ya no es como antes.

– Es usted un cerdo, Paul, y un imbécil.

Después Valence permaneció un momento sin decir nada. Paul trataba de pensar en Esteban.

– ¿Cuál es el horario del tren para Roma?

– Dentro de tres cuartos de hora.

– Vaya a decirle al ministro que me voy. Que volveré dentro de quince días como muy tarde con el asunto terminado. Que volveré con una maleta llena de sangre, de vísceras, de lágrimas y que la vaciaré sobre sus mesas y que la vaciaré lo suficiente como para hacerles vomitar.

– Buena suerte, Valence.

Cuando Paul colgó el teléfono, sus manos temblaban un poco, no tanto porque había conseguido que Richard Valence se moviese, sino a causa de la brutalidad de la conversación. Este tipo siempre lo había atraído y repelido al mismo tiempo. Había logrado enviarlo a Roma. No tenía más que esperar aquella maleta repleta de vísceras. Valence era un hombre de gusto y no le gustaban las vísceras. Paul no hubiese querido estar en su lugar en aquel momento.

X

El inspector Ruggieri, que se había visto obligado a liberar a Claudio y a sus amigos al final de la mañana a petición del gobierno italiano, había decidido hacer la vida imposible al francés que le enviaban de Milán para impedirle hacer su trabajo. En cuanto ellos detectasen algo inconveniente en el caso, lo encubriría diciendo que no había encontrado nada, que el hombre había matado por error, que probablemente había querido matar a alguna otra persona. Diría también que la policía italiana no había sido capaz de comprender lo ocurrido y que había cerrado el caso.

Pero el hombre que se presentó en su despacho no era el tipo despreciable con el que esperaba enfrentarse. Era una alta figura pálida con espesos cabellos negros, un cuerpo enorme y una mirada extraordinaria en la que Ruggieri no detectó ninguna huella sospechosa. Puesto que era así, Ruggieri se sintió obligado a cambiar un poco de opinión. Quizás existiese la posibilidad de pactar con él un acuerdo de colaboración leal.

– ¿Cuáles son las acusaciones que pesan sobre Claudio Valhubert? -preguntó Valence después de que Ruggieri se hubiese instalado frente a él.

Ruggieri puso mala cara.

– Ninguna, de hecho. Encontrarse en el lugar equivocado.

– ¿Qué edad tiene el chico?

– Veintiséis años. Sabemos que temía a su padre. Ahora, claro, lloriquea y lo llama. En realidad, su padre les dificultaba la existencia. Claudio Valhubert está en la escuela francesa de Roma desde hace casi dos años, pero no consigue seguir los pasos de su padre que, según se dice, ha dejado allí un rastro luminoso. He creído comprender que Henri Valhubert humillaba incesantemente a su hijo forzándolo a mejorar. Este chico se ha metido en montones de líos desde que está en Roma. Escándalos nocturnos, estados de embriaguez y problemas con las chicas. Valhubert padre no debía enterarse.

– ¿Eso es todo en lo que concierne a Claudio?

– Sí.

– ¿Y sus amigos?, ¿los que se lo llevaban de la plaza la noche del asesinato?

– Están muy ligados a él, hasta el punto de haberlo seguido a Roma. Entre los tres existe algo que se sale de lo ordinario, una amistad un poco alienante, si se me permite.

– ¿Edades y situaciones?

– Thibault Lescale, alias Tiberio, tiene veintisiete años. David Larmier, alias Nerón, tiene veintinueve. Ninguno de los dos forma parte de la escuela francesa. Han acompañado a Claudio y estudian por libre compartiendo una beca de la universidad. Son brillantes, según lo que he oído.

– ¿Y monseñor Lorenzo Vitelli?

– Le hemos encomendado una parte de la investigación en el Vaticano. Nos resulta difícil intervenir de forma manifiesta en el Vaticano. Su vigilancia, ejercida desde el interior del Estado, donde cuenta con influencias, será indispensable. Hemos utilizado como argumento para convencerlo de que nos ayudase la inminencia del peligro al que estaba expuesto Claudio Valhubert.

– ¿Cómo conoció a Henri Valhubert?

– Monseñor Vitelli es el amigo más antiguo de su mujer, Laura, casi como su hermano. Gracias a él se conocieron en Roma hace más de veinte años. Cuando Valhubert envió a su hijo a la escuela francesa, pidió naturalmente a Lorenzo Vitelli, puesto que es un erudito de prestigio, que ayudase a su hijo. Y el que toma a Claudio Valhubert bajo su ala protectora, toma asimismo a Tiberio y a Nerón. Es un lote. Tengo la impresión de que el obispo ha empezado a apreciar a los tres chicos. Es bastante curioso en un eclesiástico, porque los chicos tienen algunas cosas bastante especiales.

– ¿Y esos tres chicos especiales tienen coartadas sólidas?

– Precisamente, no. No son de esos que miran el reloj en medio de una fiesta, o de esos que saben dónde se encuentran concretamente en cada momento del día. Son más bien de ese tipo de personas que improvisan su existencia.

– Ya veo. ¿Y el obispo tiene coartada?

– Señor Valence, monseñor no necesita coartada.

– Responda primero a mi pregunta.

– Tampoco tiene ninguna coartada.

– Perfecto. ¿Qué hacía ayer por la noche?

– Trabajaba en su casa, un palacete de la villa que comparte con cuatro hermanos. Los otros prelados estaban acostados. Tiberio lo despertó esta mañana para ponerlo al corriente del drama y para que nos trajese la carta que le había enviado Henri Valhubert.

– Entonces, ninguno de los cuatro tiene coartada y esto demuestra, casi de inmediato, que son inocentes. Cuando se prepara un crimen como éste, uno se las arregla para organizar una defensa seria y convincente. Todos los asesinos que he conocido y que tuvieron la sangre fría de preparar y utilizar veneno tenían coartadas solidísimas. Debemos buscar a aquellos que tengan coartadas serias y convincentes. ¿Qué más?

– La señora Laura Valhubert ha sido prevenida. Estará en Roma esta noche para la identificación del cadáver. Su hijastro no hubiese soportado la prueba. Ella ha solicitado hacerlo en su lugar. ¿Quiere conocer su coartada?

– ¿Es indispensable?

Ruggieri se encogió de hombros.

– Después de todo, es la mujer del muerto. Pero su coartada es seria y convincente. Ayer por la noche estaba en su propiedad de las inmediaciones de París, es decir, a dos mil kilómetros de Roma. Ha leído hasta bien avanzada la noche, y la guardesa lo confirma. Se ha despertado esta mañana a mediodía. No tienen teléfono allí y nos ha llevado cierto tiempo ponernos en contacto con ella. Nadie sabía que se había ido al campo. No ha reaccionado bien ante la noticia de la muerte de su marido, pero tampoco demasiado mal. Digamos que he oído cosas peores.

– Eso no significa nada.

– Claudio Valhubert espera a su madrastra como al Mesías -añadió Ruggieri sonriendo-. Los tres chicos parecen sentir una pasión por ella, hablan de ella juntos. ¿Qué dice de eso? ¿Singular, no?

Valence alzó vivamente los ojos y por alguna razón desconocida Ruggieri bajó los suyos.

– Da igual -murmuró mientras Valence se levantaba para irse-. Haga su trabajo de silenciar el caso por su lado, es su problema, de usted y de su ministro. Yo no me desviaré de mi deber.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Que si el joven Claudio es culpable, lo haré saber de una manera o de otra. No me gustan los asesinos.