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– ¿Y éste es un asesino?

– Tiene toda la pinta.

– Me da la impresión de que no seguimos los mismos métodos.

– Proteger a los asesinos no es un método, señor Valence. Es un comportamiento.

– Y será el mío, señor Ruggieri, si vale la pena.

XI

Cuando llegó ante los muros del Vaticano, Richard Valence se detuvo para hacer una llamada.

– ¿Inspector Ruggieri? Necesito una información: un joven alto, de cabello oscuro, rostro bien dibujado, buen porte, de vestimenta rebuscada, camina con las manos cruzadas tras la espalda, ¿le dice algo?

– ¿Con una chaqueta negra?

– Sí.

– ¿Un pendiente de oro en la oreja?

– Es posible.

– Se trata de Thibault Lescale, alias «Tiberio».

– Entonces le prevengo de que ese emperador me sigue desde mi salida de las oficinas de la policía.

– ¿Está seguro?

– Cálmese, Ruggieri. Me sigue, bien es cierto, pero no pone la más mínima discreción, al contrario. Uno diría que más bien se divierte.

– Ya entiendo.

– Estupendo, Ruggieri, porque ya me lo explicará. Hasta más tarde.

– ¿Adónde va, señor Valence?

– Voy a visitar a monseñor Lorenzo Vitelli. No tengo mucho tiempo que perder y creo poder encontrarlo en su despacho, aun siendo domingo. Voy a empezar por un comparsa un poco exterior al tablero de ajedrez.

– Haría mejor en ir directamente al centro del juego.

– ¿Directamente a la herida? Siempre hay tiempo para eso. Si uno corre tras un animal, se escapa; en cambio, si uno lo cerca tras una batida, lo captura. Es un truco bastante conocido.

Ruggieri colgó secamente. Valence era cooperativo, decía adónde iba y decía lo que pensaba hacer, pero era tan cálido como un montón de piedras. Y Ruggieri, a quien le gustaban las conversaciones largas, el tiempo perdido, los argumentos y los rodeos de las demostraciones, es decir todo lo que conllevaba el placer de la palabra, preveía un contacto incómodo con este hombre parco en palabras y en gestos.

El obispo Lorenzo Vitelli estaba efectivamente trabajando y aceptó recibir a Richard Valence en su gabinete particular. Valence le sonrió estrechándole la mano. No sonreía a mucha gente pero este obispo alto le gustaba. Imaginó furtivamente que si hubiese sido más joven y atormentado, quizás hubiese requerido la ayuda de un hombre de este tipo. Valence lo contempló mientras volvía a ocupar su lugar tras la mesa. Tenía ademanes lentos pero sin esa apariencia cremosa marcada por la discreción que tienen a veces los hombres de leyes, los médicos y los eclesiásticos y que puede ser más repulsiva que tranquilizadora. El hábito no había hecho desaparecer su cuerpo y no resultaba desagradable a la vista. Éste era el amigo de infancia y adolescencia de Laura Delorme, Valhubert de casada.

– Se me ha advertido del tipo de misión que le trae a Roma -empezó Lorenzo Vitelli-. Conociendo la posición de Henri, quiero decir la de su hermano, ya me esperaba algo de este estilo. Imagino que Édouard Valhubert desea controlar este asunto a toda costa.

– Puede decir a cualquier precio. Se juega la seguridad de su cartera y, a través de él, la imagen de marca de un gobierno.

– Usted debe de saber ya más que yo. ¿Es indiscreto preguntarle dónde estamos en cuanto a Claudio Valhubert?

– Acaba de ser provisionalmente liberado, igual que sus dos amigos, con orden de mantenerse a disposición policial y no dejar Roma.

– ¿Cómo han reaccionado a los interrogatorios?

– No sé. ¿Se inquieta por ellos?

El obispo permaneció algunos instantes en silencio.

– Exactamente -dijo finalmente girando lentamente su rostro hacia Valence-. Quizás no me entienda pero resulta que estoy bastante ligado a estos tres chicos. Y me inquieto porque son imprevisibles. Pueden ponerse bruscamente a hacer cualquier cosa. No hay ninguna razón para que la policía aprecie a este tipo de persona. Pero ¿qué espera de mí en concreto?

– Que me hable de ellos. El inspector Ruggieri encuentra curioso que un hombre como usted los proteja.

Lorenzo Vitelli sonrió.

– ¿Y usted?

– Yo, nada.

– Son interesantes. Sobre todo, los tres juntos. Constituyen una especie de bloque que uno no puede evitar desear comprender. De los tres, Claudio -continuó, levantándose- es el que uno tarda más tiempo en apreciar. Cuando Henri me lo confió hace casi dos años, tuve prevenciones contra él. Su agresividad saltarina me exasperaba. Después lo aprecié. Cuando su febrilidad se calma, se vuelve seductor, realmente. La primera vez uno lo encuentra desagradable, y poco a poco uno lo va encontrando auténtico, conmovedor. ¿Entiende? La relación con su padre no era fácil. Llevaba dos días angustiado con la idea de verlo llegar a Roma. La policía ha debido de decirle que Claudio se ha hecho notar un poco aquí. Pero de todas formas, no da la talla para hacer daño y, en cierto modo, lo siento. Cuando tomé a mi cargo a Claudio, tuve que aceptar, quisiera o no, los dos paquetes que llevaba en su equipaje: Tiberio y Nerón, Lescale y Larmier si prefiere. Nerón es un amoral exaltado, capaz de absurdos desconcertantes. Confieso que disfruto en cierto modo contemplando cómo se las arregla en la vida, a pesar de que, según mi conciencia, no debiera hacerlo. Tiberio es con diferencia el más guapo de los tres. Tiene un espíritu prodigioso y es aquel al que más ayudo en sus estudios, aunque es al que menos falta le hace. Debiera ser odioso, con todo esto, pero es al revés. Muestra con toda tranquilidad una especie de inocencia principesca que no he visto muchas veces. Pero hay que verlos juntos. Es entonces cuando se dejan ver en todo su esplendor. ¿Qué le parece esta descripción?

– Halagadora.

– Tengo excusas. Están ligados los unos a los otros de manera bastante peculiar.

– ¿Hasta el punto de cometer un asesinato para ayudarse entre ellos?

– Teóricamente, sí. En realidad, no. O quizás no entiendo a los hombres en absoluto y tendría que tirar este hábito.

– El inspector Ruggieri desconfía de Claudio Valhubert.

– Ya lo sé. Y yo desconfío de la desconfianza policial. Y usted, ¿qué va a pensar de Claudio?

– Yo ya estoy pensando en otra cosa. ¿Y ese Miguel Ángel?

El obispo se volvió a sentar.

– Es posible que Henri haya descubierto algo -dijo-. De hecho estoy casi seguro. Ayer se comportó como un hombre que sabe algo demasiado grande y no puede guardarlo para sí. En los que vienen a verme, generalmente, este tipo de estado provoca rápidamente una confesión en el momento exacto en el que lo presiento. Pero no en Henri. Era un hombre que quería siempre hacerlo todo solo. Por lo cual no me comunicó nada preciso, sólo me hizo percibir, sin querer, ese estado de confesión inminente.

– ¿Quién se ocupa de la sección de archivos en la biblioteca?

– En principio, es Marterelli. En realidad está de viaje constantemente y es Maria Verdi la que lo reemplaza con la ayuda del escriba Prizzi. Ella está aquí desde hace al menos treinta años, ya no llevamos la cuenta, puede que sean doscientos cincuenta.

– ¿Hace bien su trabajo?

– Es pétrea y piadosa -dijo Lorenzo Vitelli con un suspiro-, nunca encontramos nada que reprocharle.

– ¿Aburrida?

– Mucho.

– Parece estar pensando en algo.

– Es posible.

– ¿En qué?

El obispo hizo una mueca. Este nuevo papel de delator en que la investigación lo situaba empezaba a resultarle violento.

– Si quiere ayudar a Claudio Valhubert… -sugirió Valence.

– Ya sé, ya sé -dijo Vitelli con impaciencia-. Pero no siempre resulta fácil, figúrese.

Valence se quedó silencioso esperando a que Vitelli se decidiese.

– Muy bien -retomó el obispo con una voz un poco apresurada-. Voy a decir qué es lo que pienso. Seamos claros: le doy esta información, que callé ante la policía esta mañana, porque su actuación aquí es oficiosa. Si esto le lleva a algo interesante, es libre de advertir a Ruggieri. En caso contrario, la olvidará y yo, por mi parte, intentaré justificar mis sospechas. ¿Me entiende? ¿Podremos arreglárnoslas así en este asunto?