– ¿Tienes algún informe secreto?
– Sí -repuso Andrei.
En la pantalla desfilaba una manifestación por las calles de una ciudad, celebrando una victoria. Banderas y rostros pasaban lentamente, moviéndose como figuras de cera que obedecían a hilos invisibles: semblantes jóvenes enmarcados por pañuelos oscuros, semblantes viejos arrebujados en bufandas hechas a mano; rostros bajo gorras militares, rostros bajo gorras de pieles, todos iguales, impasibles y sombríos, con la mirada vacía, los labios sin forma ni expresión. Desfilaban sin alterarse, sin músculos, sin más voluntad que los adoquines que pisaban sus pies que parecían inmóviles, sin más energía que las banderas rojas semejantes a velas izadas al viento, sin más fuego que el calor sofocante de millares de epidermis, de millones de músculos relajados y débiles; sin más aliento que el olor a sobaco sudado, a nuca inclinada, a pies cansados: desfilaban, desfilaban en un incesante y monótono movimiento que no parecía vivir.
Kira levantó la cabeza con un estremecimiento que la recorrió hasta las rodillas y dijo:
– Vamonos, Andrei.
El se levantó en seguida, obediente.
Una vez en la calle, al ir a llamar a un trineo, Kira propuso: -Vayamos a pie, ¿quieres?
– ¿Qué te ocurre, Kira? -preguntó él, mientras pasaba su brazo por el de ella.
– Nada; esta película no me ha gustado -dijo ella, escuchando el crujido de la nieve bajo sus pasos.
– Lo siento, querida. Tienes razón. Por su bien, yo también preferiría que no hicieran películas como ésta.
– Andrei, tú estabas dispuesto a dejarlo todo y huir al extranjero, ¿no es cierto? -Sí.
– Entonces, ¿para qué empezar una campaña… contra alguien, en servicio de unos jefes a quienes no deseas obedecer más? -Quiero saber si todavía merecen mis servicios.
– ¿Qué te importaría?
– De ello puede depender toda mi vida; ya ves tú.
– ¿Qué quieres decir?
– Me concedo a mí mismo una última esperanza. Tengo algo que ofrecerles. Sé lo que deberían hacer, pero también temo saber lo que harán. Hasta ahora sigo siendo miembro del Partido. Dentro de poco sabré por cuanto tiempo.
– ¿Quieres hacer una prueba, Andrei? ¿A costa de las vidas de otros?
– A costa de algunas vidas que merecen ser destruidas.
– ¡Andrei!
Andrei se quedó sorprendido al ver el pálido semblante de la joven.
– ¿Qué te pasa, Kira? Nunca me has interrogado acerca de mi trabajo; nunca hemos hablado de él. Sabes que decide la vida… y tal vez la muerte de alguien, si es necesario. Y nunca te asustaste por ello. Es algo de que no se debe hablar entre nosotros.
– ¿Me lo prohibes?
– Sí; y tengo que decirte todavía otra cosa. Óyeme bien, te lo ruego, y no me contestes, porque no quiero saber tu respuesta, sea la que fuere. Quiero que te calles porque prefiero no saber hasta qué punto estás informada del asunto que investigo. Temo haber comprendido que estás demasiado enterada de él. Espero de los hombres con quienes debo tratar una integridad absoluta; no quieras que por mi parte tenga que tratar con ellos en un plan de integridad inferior.
Kira dijo, esforzándose en mantenerse serena, pero sin poder evitar que le temblase la voz, una voz con una vida y un terror propios, que ella no podía contener:
– No te contestaré, Andrei. Pero ahora óyeme tú, y no me preguntes nada. Por favor, no me preguntes nada. Lo único que tengo que decirte es que te ruego, ¿comprendes? te lo ruego por todo cuanto hay en mí, si soy algo para ti, y ésta es la primera vez que te lo recuerdo, te ruego que, ahora que todavía está en tus manos, renuncies a investigar este asunto. Te lo pido por una sola razón: por mí.
Andrei se volvió, y Kira vio un rostro que no había visto jamás: el rostro del camarada Taganov de la G. P. U., una cara capaz de contemplar a sangre fría, dura e implacablemente, las ejecuciones secretas en las oscuras celdas de una checa.
Lentamente, le preguntó: -¿Qué es para ti ese hombre, Kira?
La voz de Andrei le dio a entender que para proteger mejor a Leo era preferible seguir guardando su secreto. Por esto replicó, encogiéndose de hombros:
– Sólo un amigo. No hablemos más del asunto, Andrei. ¿Quieres acompañarme a casa? Pero en cuanto él la hubo dejado en casa de sus padres, ella aguardó sólo a que se desvaneciese el rumor de sus pasos y echó a correr hasta encontrar un taxi. Entró en el coche y ordenó:
– Al teatro Marinsky, lo más de prisa que pueda.
En el vestíbulo desierto y oscuro del teatro, oyó el rumor de la orquesta al otro lado de las puertas cerradas, en una confusión de sonidos violentos y desordenados.
– No se puede entrar ahora, ciudadana -le dijo severamente un acomodador.
Kira le puso un billete en la mano, murmurando: -Tengo que encontrar a una persona, camarada. Se trata de un caso de vida o muerte. Su madre está agonizando. Entró silenciosamente entre cortinas de terciopelo a una sala oscura y casi desierta. En el escenario, un grupo de esbeltas bailarinas en breves trajes de tul rojo evolucionaban agitando sus finos brazos empolvados, adornados de cadenas de cartón dorado: era una Danza del trabajo.
Leo y Antonina Pavlovna estaban sentados en cómodas butacas en una fila casi vacía. Antonina Pavlovna tenía entre las suyas una mano de Leo. Al ver entrar a Kira, los dos se pusieron de pie, y algunos espectadores murmuraron: " ¡sentarse!"
– Ven en seguida, Leo -murmuró Kira-. Ocurre algo grave.
– ¿Qué?
– Vamos y te lo contaré. ¡Salgamos!
Leo la siguió por el corredor desierto. Antonina Pavlovna, echando la barbilla hacia adelante, se apresuraba tras ellos. En un rincón, Kira expuso en breves palabras:
– Es la G. P. U., Leo. Están investigando acerca de tu comercio. Saben algo.
– ¿Qué dices? ¿Cómo lo sabes?
– He visto a Andrei, y…
– ¿Has visto a Andrei Taganov? ¿Dónde? Creía que ibas a tu casa.
– Le encontré por la calle, y…
– ¿Por qué calle?
– ¡Oh, Leo, déjate de tonterías ¿no comprendes que no tienes tiempo que perder?
– ¿Qué ha dicho?
– No mucho. Sólo he adivinado algo. Me dijo que si no quería que me detuvieran procurase no ir contigo. Habló de tu comercio y de Pavel Syerov, y dijo que presentaría un informe a la G. P. U. Creo que lo sabe todo.
– ¿De modo que te dijo que no fueras conmigo?
– ¡Leo! Te niegas a…
– Me niego a dejarme asustar por los celos de un imbécil.
– No le conoces, Leo. Cuando se trata de la G. P. U. no bromea. Y no tiene por qué estar celoso de ti.
– ¿En qué sección de la G. P. U. trabaja?
– En el servicio secreto.
– ¿Entonces no está en la sección de economía?
– :No. Investiga por su propia cuenta.
– Vamos, pues. Iremos a ver a Syerov y a Morozov. Syerov se pondrá al habla con su amigo de la sección económica y descubriremos qué es lo que está tramando tu querido Taganov. No te me pongas histérica; no hay motivo de asustarte. El amigo de Syerov se encargará de todo. Vamos.
– Leo -dijo con precipitación Antonina Pavlovna, corriendo detrás de la pareja mientras se dirigían al taxi-, Leo, yo no tengo nada que ver con la tienda. Si hacen un registro, acuérdate de que yo no tengo nada que ver. Yo sólo llevaba el dinero a Syerov, pero ignoraba de dónde salía. ¡No lo olvides, Leo!
Una hora después, un trineo llegaba silenciosamente a la puerta trasera del local ocupado por la tienda de Leo. Dos hombres bajaron furtivamente por los oscuros peldaños que conducían al sótano, donde Leo y el dependiente, a la luz de una vieja linterna, les estaban aguardando. Los recién llegados no hicieron ruido ninguno. Leo, sin pronunciar una palabra, señaló las cajas y los sacos, y ellos, rápidamente, fueron llevándolos al trineo, que cubrieron luego con una manta de pieles. En menos de cinco minutos el sótano quedó vacío.