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Andrei no decía nada, no se movía, no apartaba su mirada de Kira.

Kira se le acercó, cruzando las piernas con lenta decisión, echando el cuerpo hacia atrás. Le miraba con semblante repentinamente sereno e inexpresivo, con los ojos medio cerrados, la boca sin expresión ni color. Mientras hablaba, Andrei pensaba que su boca no se abría, sino que las palabras se escapaban de sus labios, y su voz le parecía espantosa de tan natural y segura como era. -Ahí está el problema, pues; ¿por qué no puede morir un aristócrata frente a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas? Tú no lo comprendes, ¿verdad? Ni tú ni tu poderoso comisario, ni millones de hombres como tú o como él. He aquí lo que habéis traído al mundo. Esta pregunta es vuestra respuesta. Un hermoso regalo, ¿no es verdad? Pero uno de vosotros ha encontrado su recompensa. En ti, os he pagado a todos. He pagado todo el dolor que tus camaradas han traído a este mundo de almas vivientes. ¿Estás satisfecho, camarada Taganov, de la Federación de todas las organizaciones comunistas? Puesto que nos habéis enseñado que nuestra vida no es nada frente a la del Estado, no debéis sufrir, ¿verdad? Ahora que yo te he hecho sentir las torturas más horribles que podías imaginar, ¿seguirás diciendo todavía que la vida no tiene importancia?

– La voz de Kira se elevaba de tono, como una fusta que le golpease las mejillas.- Tú has amado a una mujer, y ella te ha arrojado tu amor por la cara, ¿no es verdad? No importa: durante el mes pasado, las minas de la cuenca del Don han producido varios miles de toneladas de carbón. Tenías dos altares, y de pronto te has dado cuenta de que sobre el uno habías puesto a una mujerzuela y sobre el otro estaba el ciudadano Morozov. Pero no importa: durante el mes pasado, el Estado proletario ha exportado diez mil toneladas de trigo. ¿Has visto derrumbarse bajo tus pies todo aquello que sostenía tu vida? No importa: la República proletaria construye una nueva fábrica de electricidad en el Volga. ¿Por qué no te sonríes y no entonas un himno a la colectividad? Allí la tienes, a tu colectividad. Puedes ir a reunirte con ella. ¿Hay algo que no va como tú quieres? ¿Te ha sucedido realmente algo? No es más que un problema personal de una vida privada, una de esas cosas de las que sólo se ocupaba el antiguo régimen, ¿no es así? ¿Acaso no te queda algo más grande -"más grande" es la expresión favorita de tus camara-das- que constituye el verdadero objetivo de tu vida? ¿Acaso no te queda eso, camarada Taganov?

Andrei no contestó.

La muchacha había abierto los brazos, y bajo el raído vestido se erguían sus pechos, y a Andrei le parecía ver uno por uno todos los músculos de aquel cuerpo de mujer vibrante de ira.

– Ahora, mírame, mírame bien -gritó ella-. He nacido para vivir, y podía vivir, y sabía lo que quería. ¿Qué es lo que crees tú que vive en mí? ¿Por qué crees que vivo yo? ¿Porque tengo un estómago, y como y digiero? ¿Porque respiro y trabajo y soy capaz de ganar con qué comer? ¿O bien porque sé lo que quiero y cómo lo quiero? ¿No es eso la vida? ¿Y quién hay, en todo este universo maldito, que sea capaz de decirme por qué tengo que vivir, si no es por lo que yo quiero? ¿Quién es capaz de contestar con palabras humanas que hablen a la razón humana? Nadie, ni tú. Pero vosotros habéis intentado decirnos lo que debemos querer. Habéis venido como un solemne ejército a traer a los hombres una vida nueva. Les habéis arrancado de las entrañas aquella otra vida de la que no sabías nada, aquella vida palpitante que no os interesaba, y les habéis dicho qué debían pensar y qué debían sentir. Les habéis arrebatado todas las horas, todos los minutos, todos los nervios, todos los pensamientos, todos los sentimientos hasta lo más profundo de su alma, y luego les habéis dictado lo que debían pensar y sentir. Habéis venido a negar la vida a los vivientes. Nos habéis encerrado a todos en una jaula de hierro y luego habéis sellado las puertas; nos habéis dejado sin aire, hasta que las arterias de nuestro espíritu han estallado. Entonces habéis abierto los ojos y os habéis asombrado al ver lo que sucedía. Y bien, ¡mírame! Todos vosotros, si todavía os quedan ojos, ¡miradme bien! Rió, sacudiendo los hombros, y acercándose a él, le gritó a la cara: -¿Qué haces aquí? ¿Por qué no hablas? ¿No tienes nada que decir? Bien; ¡ahí estamos, tú y yo! Es hermoso, ¿no? ¿Te asombra no haber comprendido quién era yo? ¡Pues aquí me tienes! ¡He aquí lo que queda después que tú me robaste el corazón de mi vida, después que le asestaste el golpe mortal! ¿Y sabes qué significa esto? ¿Sabes lo que significa el haber profanado el más alto objeto de mi veneración…?

Se detuvo de pronto, conteniendo el aliento, como si la hubiesen abofeteado, se cerró a sí misma la boca con el dorso de la mano. Se quedó inmóvil en medio de un silencio de muerte, con la vista fija en algo que, de pronto, había visto claro por primera vez.

Andrei sonrió muy lentamente, con una gran dulzura; tendió las manos con las palmas hacia arriba, como si fuera a dar una explicación que ella ya no necesitaba.

– ¡Oh, Andrei! -gimió ella, y se alejó de su lado, mirándole llena de espanto.

– En tu lugar -dijo poco a poco Andrei- hubiera obrado exactamente igual que tú por la persona amada, por ti.

– ¡Oh, Andrei, Andrei, qué te he hecho! -se lamentó ella, con la mano sobre la boca.

Ahora estaba a su lado, con el cuerpo inclinado, esbelto y frágil como el de una niña asustada, con los ojos muy abiertos, demasiado abiertos para un rostro tan pálido.

El le cogió la mano con que se tapaba la boca y la estrechó, fría y temblorosa, entre sus dedos fuertes. Luego le habló, y sus palabras eran como los pasos de un hombre que hace un esfuerzo inmenso para andar con seguridad.

– Me has hecho un gran favor al hablarme como has hablado. Porque, ¿ves tú?, me has devuelto lo que yo ya creía haber perdido. Sigues siendo como yo te creía. Más aún; eres superior a la idea que tenía de ti. Pero… no se trata de lo que tú me hayas hecho; hay lo que tú has debido de sufrir. Y he sido yo… yo… quien te ha hecho padecer de ese modo. Y todos aquellos momentos eran para ti… para ti… -y la voz de Andrei se quebró en un sollozo, y Andrei inclinó la cabeza; pero en seguida se sobrepuso y siguió diciendo, en tono sereno como el de un médico-: Óyeme, niña; no hablemos más. Quiero que guardes silencio, incluso en el fondo de tu corazón. ¿Comprendes? Debes procurar no pensar nada. ¿Tiemblas? Debes descansar. Quédate aquí; siéntate; estáte quieta unos minutos.

La llevó hasta una silla. La cabeza de la joven cayó sobre el hombro de Andrei, y ella murmuró: -Pero… tú… Andrei…

– Olvídalo, olvídalo todo. Todo se arreglará. Estáte quieta y no pienses nada.

Acercó la silla al fuego. Kira no resistió, sino que se abandonó a los cuidados; al sentarse, sus rodillas quedaron al descubierto, y Andrei se dio cuenta de que todavía temblaban; se quitó la chaqueta de cuero y se la echó sobre las piernas, diciendo: -Así estarás mejor. Hace frío, aquí; el fuego no lleva mucho tiempo encendido. Procura calmarte.

Kira no se movió. Con los ojos cerrados, con la cabellera suelta, ensortijada como si cada cabello fuera un hilo de bronce, dejó caer la cabeza hacia atrás, sobre el respaldo de la silla. Un brazo le caía inerte a lo largo del cuerpo, y la rojiza luz de las llamas oscilaba suavemente sobre su fina mano inmóvil. Andrei, junto a la chimenea, la miraba en la oscuridad. En una de las salas del Centro, alguien tocaba La Internacional.

– ¿Te sientes mejor? -preguntó Andrei, cuando Kira, una vez pasado su momentáneo desfallecimiento, levantó la cabeza. Kira asintió con un leve movimiento de cabeza. -Ahora volverás a ponerte el abrigo y te acompañaré a tu casa. Quiero que te vayas a la cama. Descansa y no pienses en nada. Ella no resistió. Observó los dedos del joven mientras le abrochaba el abrigo; le miró a los ojos. Los de él le sonrieron en un silencioso asentimiento, tal como le habían sonreído la primera vez que se encontraron en el Instituto. Luego, Andrei la ayudó a bajar la escalinata oscura. Llamó un trineo, en cuanto llegaron a la puerta del jardín, y dio al conductor las señas de la casa de Leo. Mientras el trineo se ponía en marcha, le abotonó el oscuro abrigo de pieles sobre las rodillas, y le pasó el brazo por detrás de la nuca, para sostenerla. Guardaron silencio hasta que el trineo se detuvo; entonces él dijo: