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– ¿Qué te pasa, Taganov? ¿Te has vuelto loco?

– Será mejor que te estés quieto y me escuches. Te diré lo que debes hacer.

– ¿Me dirás lo que debo hacer? ¿Por qué?

– Después te diré la razón. De momento, te vestirás y te irás a encontrar a tu amigo; ya sabes a quién me refiero: al alto funcionario de la G. P. U.

– ¿A estas horas?

– Si es necesario, hazle levantar de la cama. Lo que le dirás y cómo se lo dirás no es cosa mía. Lo único que quiero es que Leo Kovalensky sea puesto en libertad dentro de cuarenta y ocho horas.

– Y ahora, ¿quieres enseñarme la varita mágica de virtudes que me hará hacer eso?

– Es una varita hecha de un pedazo de papel, Syerov; o mejor dicho, de dos.

– ¿Escritos por quién?

– Por ti.

– ¿Cómo?

– Para hablar con más exactitud, son unas fotografías de una esquela tuya.

Pavel Syerov se levantó lentamente y se apoyó con ambas manos sobre la mesa.

– Taganov, maldito animal, el momento no me parece indicado para bromear.

– Celebro que puedas creer que se trata de una broma. Pero no me parece una opinión prudente.

– ¿Ah, sí? Bueno; voy en seguida a ver a mi amigo. Y tú verás a Leo Kovalensky, y mucho antes de cuarenta y ocho horas. Procuraré que te encierren en una celda al lado de la suya, y ya veremos qué documentos puedes…

– Te he dicho que hay dos fotografías. Lo que sucede es que yo no tengo ni siquiera una.

– ¿Qué? ¿Qué has hecho?

– Tengo dos amigos en quienes puedo confiar. Es inútil que te esfuerces en buscar sois nombres, y supongo que me conoces lo suficiente para descartar la idea de la cámara de tortura de la G. P. U., si por casualidad se te ha ocurrido. Las instrucciones que les he dado son de que, si me sucediera algo antes de que Leo Kovalensky fuera puesto en libertad, envíen las fotografías a Moscú. Lo mismo deberán hacer si me sucediera algo después de su liberación.

– ¡Maldito…!

– Supongo que no querrás que esas fotos lleguen a Moscú. Si llegara ese caso, tu amigo no podría salvar tu vida, ni quizás la suya. Por lo demás, no tienes que preocuparte de que yo te pueda ocasionar ninguna molestia. Lo único que tienes que hacer es obtener la libertad de Kovalensky y no hablar más del asunto. No oirás hablar más de las fotos, ni tendrás por qué verlas. Pavel Syerov se pasó el pañuelo por la frente.

– ¡Estás mintiendo! -dijo con voz ronca-. No tomaste ninguna foto.

– Quizá no -repuso Andrei-. ¿Quieres hacer la prueba?

– Siéntate -dijo Syerov cayendo sobre el diván. Andrei se sentó al borde de la mesa y cruzó las piernas.

– Óyeme, Andrei; entendámonos -dijo Syerov-. Tienes el látigo por el mango, lo reconozco. Pero ¿sabes lo que pides?

– Tan bien como tú mismo.

– Pero, Andrei, por el amor de Dios, se trata de un caso grave, y hemos organizado una campaña de propaganda formidable: los diarios ya tienen a punto los grandes titulares para…

– No tienes más que detenerlos.

– Pero, ¿cómo puedo hacerlo? ¿Cómo puedo pedírselo? ¿Qué puedo decirle a ese hombre?

– Eso no es cosa mía.

– Pero, después que me ha salvado a mí…

– No olvides que también él tiene interés en el asunto. Puede tener amigos en Moscú, pero también puede tener enemigos.

– Pero, óyeme…

– Y cuando un miembro del Partido no puede salvarse, su situación es peor que la de un especulador particular; lo sabes tan bien como yo. Y también puede servir para una propaganda de primer orden.

– Andrei, uno de nosotros dos se ha vuelto loco. No sé comprender… ¿Por qué quieres que pongan en libertad a Kovalensky?

– Eso no te importa.

– ¿Y a qué santo te metes ahora a ser un Ángel de la Guarda, después que fuiste tú quien empezó la investigación en todo este asunto? Porque sabes muy bien que fuiste tú quien empezó.

– Tú mismo me has dicho que había aprendido una lección. -Pero, Andrei, ¿ya no sientes la dignidad del Partido? Necesitamos hacer un ejemplo contra los especuladores, ahora más que nunca, con lo grave que es la situación de los abastos…

– Todo esto ya no me interesa.

– ¡Maldito traidor! ¡Cuando devolviste la carta, tú mismo aseguraste que no había copia ninguna!

– Quizá mentí en aquel momento.

– Veamos; hablemos con calma. Toma un cigarrillo.

– No, gracias.

– Óyeme, Andrei, hablemos como buenos amigos. Retiro todo lo que te he dicho, y te ruego que me excuses. Debes reconocer que tengo razón: la situación es para hacer perder la cabeza a cualquiera. Bien. Tú juegas tu partida, y yo la mía; reconozco que he cometido una equivocación, pero ni tú ni yo somos angelitos inocentes, de modo que podemos entendernos. Eramos buenos amigos antes: ¿no te acuerdas? Podemos hablar en confianza.

– ¿De qué?

– Puedo hacerte una proposición, Andrei; algo que vale la pena. Mi amigo puede hacer mucho si yo le digo dos palabras, y creo que tú lo sabes. También creo que sabes que tengo bastante influencia con él para poder llevar o no a alguien ante el piquete de ejecución. Tú, por lo visto estás aprendiendo estas mismas artes, y sabes valerte estupendamente de ellas: lo reconozco. En fin, ya nos entendemos. Ahora vamos a otra cosa. Supongo que ya sabes que tu posición en el Partido no es muy brillante; mejor dicho, es francamente mala, especialmente después del discursito que nos has echado esta tarde. En fin, cuando llegue la próxima depuración, no lo vas a pasar muy bien.

– Ya lo sé.

– El resultado puede darse por seguro, ¿sabes?

– Sí.

– Entonces, ¿qué dirás del siguiente contrato? Tú dejas este asunto, y yo haré que conserves el carnet, e incluso que obtengas el cargo que quieras en G. P. U., con el sueldo que tú mismo fijes. No habrá preguntas, ni disputas, ni mal humor. Cada uno tiene que hacer su camino. Y tú y yo… podemos ayudarnos mucho. ¿Qué dices a esto?

– ¿Qué te hace suponer que tengo interés en permanecer en el Partido?

– ¡Andrei!

– No te preocupes por ayudarme en la próxima depuración. Pueden expulsarme del Partido, pueden llevarme ante el piquete, o puede atropellarme un auto. El resultado, por lo que se refiere a ti, será el mismo, ¿comprendes? ¡Pero no toques a Kovalensky! ¡Procura que nadie lo toque! Guárdalo como si fuera tu hijo, y no tengas cuidado por lo que me pueda ocurrir a mí. No soy yo su Ángel de la Guarda, sino tú.

– Andrei -gimió Syerov-, ¿qué es para ti ese maldito aristócrata?

– Ya te he contestado una vez a esta pregunta. Syerov se levantó vacilando, e intentó un supremo esfuerzo:

– Oye, Andrei; tengo que decirte una cosa. Creía que ya estabas enterado, pero ahora comprendo que no. Prepárate a oírme y no me mates a la primera palabra. Sé que hay un nombre que tú no quieres que lo pronuncie, pero yo lo voy a pronunciar. Se trata de Kira Argounova.

– ¿Qué tienes que decirme?

– Óyeme; no son horas de andarse con rodeos, ¿verdad? ¡Qué diablo! ¡Es evidente que ahora no se trata de eso! Pues bien: tú la quieres y te acuestas con ella desde hace más de un año… Espera: déjame acabar. Durante todo este tiempo ha sido la amante de Leo Kovalensky. Y si no quieres creerlo, investiga y lo sabrás.

– ¿Para qué investigar? Ya lo sé.

– ¡Ah! -dijo Syerov, balanceándose y mirando a Andrei. Luego prorrumpió en una carcajada.

– Realmente -continuó- hubiera debido comprenderlo.

– ¿Qué más? -dijo Andrei.

– Sí; hubiera debido comprenderlo -prosiguió Syerov-, he aquí por qué el santo del Partido se pone a redentor: ¡Imbécil! ¡Pobre visionario virtuoso y loco! De modo que ésta es la gran obra que estás cumpliendo. Hubieras debido tener presente que el heroísmo avasallador es una enfermedad incurable. Adelante, Andrei. Pero ¿no te queda ya ni pizca de sentido común? ¿Ni una migaja de orgullo?