Tal vez la despedirían, pensaba Kira con indiferencia mientras volvía a casa. No la preocupaba. Ya no la preocupaba nada. No quería verse en la situación de la camarada Nesterova, una guía que durante más de treinta años había sido maestra. La camarada Nesterova, entre las visitas a los museos, las clases, las reuniones políticas y el trabajo de la casa y los cuidados de su madre política, aprovechaba los escasos momentos que le quedaban libres para leer los periódicos y prepararse para los exámenes, aprendiendo todo de memoria, palabra por palabra. La camarada Nesterova tenía una terrible necesidad de su empleo, pero al encontrarse ante el examinador no había sido capaz de pronunciar ni una palabra. Había abierto la boca, pero ni una sílaba había salido de ella. Luego de pronto le había dado un ataque y se había puesto a chillar entre lágrimas y sollozos histéricos: había habido que llamar a una enfermera, y el nombre de la camarada Nesterova había sido borrado de la lista oficial de guías de museos. Kira, mientras subía la escalera de su casa, olvidó el examen para pensar en Leo y preguntarse cómo le encontraría aquella noche. Esta pregunta se la planteaba con un ligero estremecimiento cada vez que volvía tarde a casa y sabía que él estaría ya allí. A veces le veía marcharse por la mañana, sonriente, alegre, lleno de actividad, pero no sabía lo que le aguardaba al final de la jornada. A veces le encontraba leyendo un libro extranjero, contestando apenas a su saludo y negándose a comer, pero sonriendo de vez en cuando, para sí mismo, fríamente, a la viva pintura de un mundo tan distinto de aquel en que vivían ambos. Otras veces le encontraba ebrio, tambaleándose por la habitación, riendo amargamente y rasgando ante sus ojos los billetes de Banco en cuanto ella le hablaba de hacer economías. Otras veces estaba discutiendo de arte con Antonina Pavlovna, bostezando y hablando como si ni siquiera oyera sus propias palabras. Otras veces, muy raras, le sonreía con ojos límpidos y jóvenes como en otro tiempo ya lejano, en la época de sus primeras citas, y entonces le ponía el dinero en la mano murmurando
– : Toma, escóndelo… para huir… a Europa… un día nos escaparemos, si logras que hasta entonces no piense en nada, si logramos no pensar en nada ni tú ni yo…
Kira había aprendido a no pensar, a no pensar más que en aquel hombre que para ella había llegado a ser más que una religión; habían olvidado cómo se juzgan las cosas y los actos, para no acordarse más que del movimiento de sus manos y de las líneas de su cuerpo, y de que ella debía permanecer en guardia entre Leo y aquel algo inmenso e inevitable que avanzaba inexorablemente hacia él y que había engullido ya a tantas gentes. Estaría en guardia; esto era lo único que importaba; Kira no pensaba nunca en el pasado, y, por lo que respecta al porvenir… nadie se preocupaba de él, entre la gente que vivía a su alrededor. No pensaba nunca en Andrei, nunca se permitía preguntarse lo que podían ser los días, y aún más los años futuros. Sabía que había ido demasiado lejos y que no podía volver atrás. Era lo bastante prudente para saber que no lo podía dejar y lo bastante valerosa para no intentarlo siquiera. Evitando un golpe que él no hubiera podido soportar, compensaba, en silencio, lo que él le había hecho. Un día, tal vez -sentía confusamente Kira- podría saldar su deuda, cuando quizá el extranjero se hubiera hecho accesible para ella y para Leo; entonces podría romperlo todo sin vacilar, porque Leo la necesitaría: entonces Leo estaría salvado: todo lo demás no tenía importancia.
– ¿Kira? -la llamó desde el cuarto de baño una voz alegre, en cuanto entró.
Leo salió con el torso desnudo y una toalla en la mano, sacudiéndose las gotas de agua de la cara y echándose hacia atrás los cabellos que le caían sobre la frente.
– Estoy contento de que estés de vuelta, Kira. Siento mucho que no estés en casa, ¿sabes?, cuando vuelvo yo.
Parecía que acabase de salir de un río después de una larga y cálida jornada de verano, y se hubiera dicho que se veía el reflejo del sol en las gotas de agua de sus hombros. Parecía un cachorro lleno de salud y de vida. Se movía como si su cuerpo fuera una voluntad tensa, arrogante, poderosa, una voluntad y un cuerpo que no podían ceder jamás porque uno y otra habían nacido sin póSer ceder; porque habían nacido para mandar, lo mismo que habían nacido para vivir.
Ella permanecía inmóvil, sin atreverse a acercársele, temiendo estropear uno de los pocos momentos en que él se le aparecía como lo que realmente era, como aquello para que había nacido. Fue él quien se le acercó; sus manos se cerraron sobre el cuello de Kira, y le echaron la cabeza hacia atrás para acercar sus labios a los de él. En sus movimientos había una ternura un poco despectiva, una orden, y un deseo, no era un amante, sino un dueño, y ella sentía la impresión de que en sus dedos llevaba un látigo. Los brazos de Kira se cerraron en torno a Leo, su boca bebió las gotas que relucían sobre su piel. Ahora Kira sabía la respuesta, la razón de todos sus días, de todo cuanto tenía que soportar y olvidar de aquellos días; la única razón que ella necesitaba.
Irina iba de vez en cuando a ver a Kira, las pocas noches en que podía escapar al trabajo del Círculo. Reía sonoramente y esparcía ceniza y colillas por toda la habitación mientras le refería las más recientes y más peligrosas anécdotas políticas, o dibujaba sobre el blanco mantel caricaturas de todos sus amigos, o empezaba de pronto a contarle los chistes más verdes que había oído a Víctor y que ella no comprendía, pero que la hacían mirar a Leo con un aire de impertinente inocencia. Pero cuando Leo tenía trabajo en su almacén, Kira e Irina permanecían sentadas junto al fuego y no siempre Irina se reía. A veces permanecía largo rato en silencio, y cuando levantaba la cabeza para mirar a Kira, sus ojos eran implorantes y extraviados. Entonces murmuraba, contemplando el fuego con obstinación:
– Tengo miedo, Kira… No sé por qué… a veces el terror se apodera de mí… ¡tengo mucho miedo! ¿Qué será de todos nosotros? Esto es lo que me asusta. No la pregunta en sí misma, sino el que sea una pregunta que no se puede hacer a nadie. Pruébalo y fíjate en la persona a quien se lo hayas preguntado; miras a los ojos y comprenderás que reflejan el mismo miedo que sientes y que de esto no hay que hablar y que, aunque lo hicieras, no podrían decirte más de lo que tú misma les dirías. Lo sabes tan bien como yo. Todos nos esforzamos enérgicamente en no pensar en nada, en no ver más allá de mañana, de la hora que sigue a ésta en que vivimos. ¿Sabes qué creo? Pues creo que lo hacen adrede. Ellos no quieren que pensemos. Por esto tenemos que estar trabajando como trabajamos. Y como después de haber trabajado todo el día todavía nos queda un poco de tiempo, hemos de ocuparnos de nuestras actividades sociales. ¿Ya sabes que la semana pasada me expulsaron del Círculo? Me preguntaron por los nuevos pozos de petróleo de Bakú, y no supe qué contestar. ¿Por qué tengo que saber nada de los nuevos pozos de petróleo de Bakú, si tengo que ganarme mi ración de mijo dibujando carteles horribles? ¿Por qué tengo que aprenderme de memoria los periódicos como si fueran poemas? Claro está que necesito el petróleo para encender el "Primus". Pero ¿acaso es necesario que para que me den petróleo para cocer el mijo tenga que saber el nombre de cada uno de los cochinos obreros de cada cochino pozo de petróleo de Rusia? ¿Dos horas diarias de leer noticias sobre las construcciones estatales para cocinar después quince minutos en el "Primus"? Y no hay nada a hacer. Si se intenta algo, es peor. Fíjate en Sasha, por ejemplo… ¡Oh, Kira! ¡Tengo un miedo…! Sasha… Sasha… en fin, contigo no hay necesidad de mentir. Ya sabes lo que hace. Pertenece a una sociedad secreta que cree poder derribar al Gobierno. Liberar al pueblo. Este es su deber para con el pueblo -dice Sasha-. Pero tú y yo sabemos que cada uno de los que constituyen este pueblo estaría encantado de denunciarles a la G. P. U. a cambio de una libra suplementaria de aceite de linaza.