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– Toma, gástalos. Todavía quedan muchos. Otro negocio con el camarada Syerov. ¡Este brillante camarada Syerov! ¡Gástalos, te digo!

Kira vació el bolso en la mano de su madre.

– Pero, por Dios, hija mía -protestó ésta-; ¡no todo! No necesito tanto. Y no vale tanto dinero.

– Claro está que lo vale. ¡Un encaje tan hermoso! No lo discutamos, mamá. Y muchas gracias.

Galina Petrovna se guardó los billetes en su viejo monedero, con temerosa precipitación. Miró a Kira y dijo, sacudiendo melancólicamente la cabeza: -Gracias, niña.

Cuando se hubo marchado, Kira se probó el traje de novia. Era largo, sencillo, como un vestido de la Edad Media. Las mangas, lisas, bajaban hasta el dorso de la mano; el cuello, liso también, subía hasta la barbilla; todo el vestido era de encaje, sin ningún adorno ni aplicación.

Kira estaba ante un alto espejo, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, las palmas de las manos vueltas hacia afuera, la cabeza echada hacia atrás, los cabellos, en desorden, cayéndole sobre los hombros, y su cuerpo parecía como si de pronto se hubiera vuelto más alto y delgado; una cosa frágil bajo los solemnes y largos pliegues de un encaje delicado como una tela de araña que iba desde la barbilla hasta el suelo, donde la cola del traje se extendía majestuosamente a sus pies. Kira creyó ver en el espejo a una figura extraña, de muchos siglos de antigüedad. De pronto, sus ojos le parecieron más grandes, más oscuros, asustados. Se quitó el vestido y lo arrojó a un rincón del armario. Recogió el libro, pero se le habían pasado las ganas de leer: el libro hablaba de un dique construido por los heroicos obreros rojos a pesar de las nefandas maquinaciones de los pérfidos blancos que se habían propuesto destruirlo.

Leo volvió a casa con Antonina Pavlovna. Esta llevaba un abrigo de pieles y un turbante de seda violeta. Su penetrante perfume francés se mezclaba extrañamente con el olor del choucroute de los Lavrov.

– ¿Dónde está la camarera? -preguntó Leo.

– Se fue ya, Leo. Te estábamos aguardando, pero es ya muy tarde.

– Bien. Hemos comido en el restaurante, Tonia y yo. ¿Cambiaste por fin de idea, Kira? ¿Te vienes con nosotros a esa inauguración?

– Lo siento, Leo, pero no puedo. Esta noche tenemos reunión de guías… Y, dime, Leo, ¿tienes que ir, realmente?

Es la tercera vez que se inaugura un cabaret en dos semanas.

– Pero hoy es distinto -dijo Antonina Pavlovna-. Se trata de un casino elegante de verdad. Tan elegante como un casino extranjero; como el casino de Montecarlo.

– Leo -suspiró Kira melancólicamente-, ¿otra vez el juego?

– ¿Por qué no? -rió él-. No tenemos que preocuparnos por perder unos cuantos centenares de rublos más o menos. ¿No es cierto, Tonia?

Antonina Pavlovna sonrió, adelantando la barbilla. -Claro está está que no. Ahora acabamos de dejar a Koko, Kira Alexandrovna. -Y, bajando la voz, añadió con aire confidenciaclass="underline" - Pasado mañana llega un nuevo cargamento de harina blanca de esos de Syerov. ¡Cómo sabe hacer negocios ese muchacho! Verdaderamente, le admiro.

– Un momento y me pongo el frac -dijo Leo-. Sólo un segundo. ¿Quiere volverse por un segundo de cara a la ventana, Tonia?

– Como querer -dijo con coquetería Tonia-, la verdad es que no quiero. Pero prometo no mirar, por muchas ganas que tenga. Y dirigiéndose a la ventana, puso amistosamente la mano sobre el hombro de Kira y suspiró:

– ¡Pobre Koko! ¡Trabaja tanto! Esta noche tiene una reunión en el Centro Educativo de funcionarios del Trust de la Alimentación. El es vicepresidente. Debe hacer alarde de actividad social, ¿comprende usted? -y guiñó maliciosamente un ojo-. Siempre tiene reuniones, juntas, sesiones, ¡qué sé yo…! Verdaderamente me moriría de aburrimiento si nuestro amigo Leo no tuviera la galantería de acompañarme de vez en cuando.

Kira contempló la alta figura negra de Leo en su impecable frac, como se había contemplado a sí misma en su blanco traje medieval; como si fuera una imagen de una época lejana; no se explicaba que estuviera allí, junto a la mesa en que estaba el" Primus". Leo tomó el brazo de Antonina Pavlovna con un gesto que parecía sacado de una película extranjera y salió con ella.

Cuando la puerta se cerró, Kira oyó refunfuñar a la esposa de Lavrov.

– ¡Y luego dicen que los comerciantes privados no ganan dinero!

– Es la dictadura del proletariado -contestó entre dientes Lavrov, y escupió en el suelo.

Kira se puso su traje viejo. No iba a ninguna reunión de guías, sino que se dirigía a un pabellón perdido en medio de un jardín abandonado. Había faltado a tres citas, y no podía faltar a ésta.

En la chimenea de Andrei ardía el fuego. Los leños crujían con pequeñas explosiones bruscas; los largos troncos se convertían en brasas rojas, transparentes y luminosas, sobre las que unas llamas anaranjadas ondeaban, se movían, se encontraban, se enroscaban poco a poco para morir luego súbitamente y renacer en forma de llamitas azuladas que parecían lamer las ascuas ardientes. Más arriba, como suspendidas en el aire grandes y rojas lenguas de fuego se elevaban en la oscuridad de la chimenea, y, en lo alto, surgían amarillas chispas que iban a morir contra los ladrillos negros de hollín. Una luz anaranjada bailoteaba temblando, entre sombras, sobre las paredes tapizadas de brocado blanco y sobre los grabados de soldados rojos, chimeneas y tractores, que había clavados en la pared. Uno de esos grabados se había desprendido en parte, y la blanca hoja de papel se enroscaba sobre las alas llameantes de un aeroplano rojo, descubriendo en el damasco blanco de la pared un oscuro desgarrón. Uno de los pies de Leda pendía sobre la chimenea, y a la luz de las llamas la carne del talón parecía más rosada.

Kira estaba sentada sobre una caja delante de la chimenea. Andrei estaba a sus pies, con la cara entre sus rodillas; la mano del joven acariciaba lentamente el mórbido arco de su pie, luego los dedos bajaban hasta el suelo y volvían a subir para pasearse lentamente por la reluciente media de seda.

– … y luego, cuando tú estás aquí -murmuraba Andrei- quedo compensado de todas mis torturas, de todas mis impaciencias… y ya no pienso nada más…

Levantó la cabeza, la miró, y dijo una cosa que ella no le había oído decir jamás. -Estoy muy cansado, Kira…

Kira le cogió la cabeza y le preguntó, apoyando las palmas de las manos sobre sus sienes: -¿Qué te pasa, Andrei? El se volvió hacia el fuego y dijo:

– Mi Partido… -pero no siguió, sino que, mirándola de nuevo dijo, con ojos encendidos como brasas-: Ya lo sabes, Kira. Ya sé que lo sabes. Puedes decirlo. Tal vez hace ya tiempo que lo sabías. Tal vez tengas razón en muchas de aquellas cosas que nos habíamos prometido no discutir jamás.

Ella le acarició tiernamente la cabeza, como a un niño, se inclinó sobre él y murmuró, mientras le sentía respirar junto a su pecho. -¿Quieres hablar de ello conmigo, Andrei? No temas que hiera tus sentimientos.

– Tú no puedes herirme. ¿Crees que no me doy cuenta de todo, igual que tú misma? ¿Crees que no comprendo a qué ha quedado reducida nuestra revolución? Por un especulador que fusilamos, hay centenares que se pasean toda la noche por la Nevsky en magníficos coches de su propiedad. Arrasamos aldeas, disparamos nuestras ametralladoras contra docenas de campesinos porque enloquecidos por la miseria han dado muerte a un comunista, y entretanto, diez camaradas de la víctima vengada se pasan la noche bebiendo champaña en casa de un hombre que lleva botones de brillantes en la camisa. ¿De dónde han salido esos brillantes? ¿Quién los paga? ¿Quién paga el champaña? No insistimos lo bastante para saberlo.

– Andrei, ¿no has pensado alguna vez que los que han arrastrado a los especuladores a hacer lo que hacen sois tú y tus compañeros, que les habéis dejado sin posibilidad de elegir otro medio de vida?